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Nota del editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.

(CNN Español) – En Colombia las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) no pudieron ganar la guerra, pero la FARC (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) puede perder la paz. Lo primero tardó más de medio siglo en probarse, y lo segundo acaba de corroborarse con la retirada de la organización exguerrillera de la contienda presidencial, lo cual constituye un significativo revés en la difícil andadura política que recién comienzan.

Semejante resultado parece ser producto de una lectura errónea de la coyuntura política colombiana, lo que condujo a una sucesión de decisiones erradas, desde lanzarse prematuramente y sin apenas preparación a una contienda electoral en la cual carecían de oportunidades, sobrestimar su capacidad de convocatoria, y lanzar al ruedo a un líder desgastado por su papel en el conflicto armado, y que además está enfermo.

La explicación parece obvia: conducir la lucha armada y elaborar estrategias de supervivencia a lo largo de más de cinco décadas es una cosa, y otra muy distinta son las batallas electorales, para lo cual los líderes y las estructuras del partido recién creado no están listas, no cuentan con alianzas, modos de financiamiento, capacidad de convocatoria, y tampoco con los consensos mínimos a escala de la sociedad. La FARC improvisó y los resultados están a la vista.

En las negociaciones de La Habana, la guerrilla obtuvo el reconocimiento como entidad política con derecho a convertirse en partido y participar en la política nacional. Se trató de una segunda oportunidad, un chance para renacer, que sin embargo no operó automáticamente. Negociar unas tablas con el gobierno no significaba que la FARC estuviera preparada para, en el breve plazo de unos meses, lanzarse a la lucha por la presidencia, en ese contexto una especie de “misión imposible”.

Desde la entrega de armas (junio de 2017), momento en que dejaron de existir como organización guerrillera hasta su inscripción como el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, una rebuscada denominación para conservar las mismas siglas, transcurrieron poco más de cien días.

A la brevedad se sumaron la hostilidad de otras fuerzas políticas y el rechazo de parte de la sociedad, todo lo cual generó enormes tensiones y dificultades, saldadas con la perentoria necesidad de retirar de la lid presidencial a Rodrigo Londoño.

Con excesiva audacia la nueva organización política parece no haber evaluado correctamente sus posibilidades, el lastre que ante la sociedad y otras fuerzas políticas significan sus antecedentes, incluyendo las complejidades de la transición, sobre todo la persistencia de la violencia contra sus líderes y partidarios. Las FARC hizo dejación de las armas, muchos de sus adversarios no.

Con todas esas variables es evidente que no existían posibilidades, no ya de alcanzar el éxito, sino de obtener un resultado mínimamente favorable. En las últimas encuestas el partido de la FARC no alcanzó no siquiera el uno por ciento en la intención de voto.

Seguramente seguirá ahora un período de explicaciones, críticas, autocríticas y evaluaciones que pudieran acentuar los debates y divisiones internas del posconflicto. Tal vez, la mejor decisión para el partido de la FARC sea retirarse “a sus cuarteles de invierno”, tratar de sanar allí sus desgarraduras, completar la transición de la lucha armada a la actividad política, y dotarse de las herramientas necesarias para su nueva proyección.

Si los tiempos porvenir son o no mejores, está por verse. Se trata de otra apuesta y de un desempeño al que se integra con obvias desventajas.