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Nota del editor: Jorge Dávila Miguel es periodista, escritor, analista político y colaborador de CNN.

(CNN Español) – Es algo ya común: la “judicialización” de la política. Es el término aceptado que quiere decir, entre otras cosas, que en cuanto un mandatario o mandataria abandona el puesto o incluso sin abandonarlo, sus rivales políticos se las arreglarán para acusarlo o acusarla.

De cualquier modo, no importa. Y no es un fenómeno exclusivo de nuestra América Latina, con tantas venas abiertas que no bastan libros para explicarlas, donde 19 presidentes[i], dos vicepresidentes y muchísimos ministros y altos cargos han sido procesados en los últimos tiempos. No, lo tenemos también en Europa, por ejemplo, con Sarkozy ; y en el Estado de Israel con Netanyahu y su mujer.

Decir que sus rivales políticos “se las arreglarán” para acusarlos no quiere decir que falten razones para hacerlo; porque salvo algunas excepciones, la justicia tiene fundamentos para actuar conforme a deber, pero lo que sí quiere decir es que el santo objetivo de los mercaderes del poder no será buscar la justicia, sino prevalecer en su lucha partidista y ambiciosa que nada tiene que ver con la verdad ni la justicia o con los intereses de la ciudadanía que dicen defender.

Y es lo mismo para la derecha que para la izquierda, el centro moderado, o cualquier punto cardinal del firmamento dirigente. Si el político perseguidor descubriera el mismo crimen en alguien de su partido o conveniencia, de seguro que se le aparecería de inmediato en su conciencia una ecuménica y cordial explicación. Y así todo tranquilo. Devoción a la santa democracia.

Lo que nos lleva a la pregunta, si existen de verdad tantos expresidentes merecedores de ser procesados y hasta encarcelados, defenestrados, emasculados, condenados a callarse por un rato, o a cien años de humildad, ¿cómo fue, por amor de Dios, que pudieron resultar electos? ¿Es que se fueron convirtiendo poco a poco en malos, como el coco que se seca o el platanito que se pudre negro en el mejor congelador? ¿Eso de que el “poder corrompe” será una realidad o una cortina de humo para disimular cómo se arrastró el político hasta aterrizar en la oportunidad?

No siempre fueron malos. Y la santa democracia, como una nueva religión para los descreídos de otras cosas y otras causas, les brinda la perfecta cobertura, el puro manto perfecto para proclamar los altísimos valores de la libertad social y el despelote individual. Como las sotanas de los curas pedófilos, que cubren cuerpos podridos bajo el manto de la castidad. Y la santa democracia, que como una nueva religión para los descreídos hace pulular como hongos la mentira de que se combate la corrupción y los crímenes políticos mediante la justicia, cuando lo que hace es progresar el aliento de revancha, de venganza y nunca como justa ira, sino como el más pedestre interés personal. No existen principios morales, sólo finales materiales.

Los dictadores son los únicos que roban y despilfarran todo lo que tienen y lo que no tienen, pero nadie los podrá acusar.

Esa administración de la Justicia, no como alto principio amado, sino como venganza, prevaricación y codicia, conspira contra los imperativos morales que debieran sostener la sociedad. Y las caricaturas de esos principios morales se proclaman a mandíbula batiente cada día ante la audiencia, como una misa repetida y vacía que cada vez más débilmente aboga por los pilares de la libertad.

“Libertad” qué palabra tan confundida y ocultada. Qué poco se usa ya su sazón como argumento. Tantos debates, ensayos e interpretaciones existieron últimamente en torno a ella; tan convencidos estamos de que ya la tenemos entre manos que no la buscamos más, imaginando que la conservamos gracias a esos que nos la cuidan con su más pura intención: soldados y políticos; sacerdotes y maestros. Todos enseñándonos a seguir cautivos de alguna opinión generalizada y los circos romanos que todos los días nos prepara la televisión.

Y así, ya casi nadie se ocupa de su propia libertad, nos entretenemos viendo cómo se las quitan a los otros. Porque como le dijo Michael Corleone al senador Pat Geary: “Todos somos parte de la misma hipocresía”.