Nota del editor: Oscar Díaz Moscoso es comunicador social egresado de la Universidad de Lima, analista político y conferencista internacional. Ganador de 4 premios nacionales de Prensa. CEO de Viceversa Consulting S.A. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.
(CNN Español) – En pleno proceso de lucha contra la corrupción, Perú ha sido sacudido por una noticia que ni la más afiebrada mente pudo imaginar. El líder aprista Alan García Pérez, elegido dos veces como presidente, ingresó de noche a la residencia del embajador de Uruguay en Lima y pidió asilo a ese país, argumentando ser nada menos que un “perseguido político”.
De inmediato se prendieron todas las alarmas. Y así empezó otro capítulo de enfrentamiento político entre los seguidores del expresidente y quienes consideran este pedido un intento desesperado por evadir a la justicia que lo investiga por actos de corrupción durante su segundo gobierno. Esos actos están relacionados con el escándalo Lava Jato y supuestas negociaciones oscuras con Odebrecht; razón por la cual están en la cárcel algunos ex funcionarios de su quinquenio.
Si Perú fuera Venezuela o Nicaragua, cuyos gobiernos autoritarios y corruptos persiguen y hasta asesinan opositores, el pedido de asilo de Alan García no llamaría la atención; más bien generaría la simpatía y el apoyo que convocan los perseguidos de dichos regímenes que atropellan los derechos humanos y todas las libertades con descaro y absoluta impunidad.
Pero este no es el caso. La comunidad mundial en general, y la latinoamericana en particular, fueron testigos de cómo Perú pudo superar dentro de los cauces de la legalidad democrática la obligada renuncia del expresidente Pedro Pablo Kuczynski, cuando se nombró como su sucesor al primer vicepresidente, Martín Vizcarra, con el apoyo público de todas las fuerzas políticas peruanas. Con el lujo adicional de seguir contando aún con una vicepresidenta.
Por eso resulta sorprendente que un viejo político como García pretenda engañar a la opinión pública internacional y trate de pintar al Perú como una republiqueta o un país convulso, que no respeta la independencia de poderes, que ha tomado por asalto al Congreso y al Poder Judicial (como lo hizo Maduro en Venezuela), o que ha conculcado las libertades y que en esa línea “persigue a los políticos opositores” (como lo hace Ortega en Nicaragua). Nada más falso.
Perú vive una democracia plena, donde todas las libertades están garantizadas, donde hay plena independencia de poderes y donde no se persigue a nadie por sus ideas. Para comprobarlo existen muchas pruebas, pero basta comentar solo algunas claras y notorias, empezando por decir que no existe en ningún foro internacional una sola queja sobre persecución política en Perú.
El Congreso de la República, que dominan el partido fujimorista Fuerza Popular y el Partido Aprista Peruano del expresidente García, aprobaron este año –contra la opinión del Ejecutivo y la mayoría de la opinión pública– dos leyes que luego fueron declaradas inconstitucionales por el Tribunal Constitucional. Vale la pena recordar que de 130 congresistas solo 14 pertenecen hoy al partido de gobierno, Peruanos por el Cambio. Por lo tanto, es poco o nada lo que puede hacer el Poder Ejecutivo en el parlamento, que no sea tratar de tender puentes y llegar a consensos con los supuestos perseguidos apristas y fujimoristas.
El nuevo fiscal de la Nación está seriamente cuestionado, ya que más del 70% de la población piensa que debería renunciar al cargo para permitir ser investigado por su supuesta vinculación con “Los Cuellos Blancos del Puerto”. El presidente Martín Vizcarra ha manifestado en varias ocasiones sus dudas sobre su capacidad moral para liderar la lucha contra la corrupción a la cabeza del Ministerio Público. Sin embargo, el fiscal Pedro Chavarry sigue inamovible en su cargo, apoyado justamente por fujimoristas y apristas que se niegan a tocarlo con el pétalo de una rosa.
Por último, en octubre se eligieron a más de 12.900 autoridades en todo el país, entre alcaldes y gobernadores, como resultado de un proceso electoral limpio y transparente. Como si fuera poco, el 9 de diciembre, aprovechando la segunda vuelta de ese proceso eleccionario, se realizará el referendo impulsado por el presidente y aprobado por el parlamento nacional, que cuenta con la aprobación de la mayoría de la opinión pública nacional.
Dicho todo esto, resulta muy difícil creer que Perú “vive un totalitarismo”, como algunos han llegado a afirmar con una insospechada temeridad. En todo caso, qué raro es este totalitarismo que no cierra el Congreso, no toma por asalto el Poder Judicial, ni la Fiscalía de la Nación, y que para colmo no estatiza o cierra medios de comunicación.
Como para que no queden dudas, el presidente del Tribunal Constitucional acaba de declarar que “vivimos en un Estado de Derecho”. Mientras, el defensor del Pueblo ha dicho: “Para mí no hay persecución política”. Y cual cereza del pastel, la Conferencia Episcopal ha sentenciado “que no se canonice la impunidad”, en un nada disimulada alusión al pedido de asilo del expresidente aprista.
Lo que sí hay en Perú es un afán desesperado por rehuir a la justicia y tratar de proteger a algunos políticos de la “persecución judicial”, que no es otra cosa que el primer intento serio de un país por luchar contra la corrupción y salvar acaso su conciencia.
Es cierto que en el camino, algunos fiscales como Domingo Pérez o jueces como Richard Concepción Carhuancho están extremando medidas, dictando prisiones preventivas a diestra y siniestra, sin tener todos los elementos de juicio que lo justifiquen. Sino que lo digan el expresidente Ollanta Humala y su esposa, o la propia Keiko Fujimori, que sufrieron o sufren prisión preventiva. Pero de ahí a afirmar con desparpajo que Perú vive una dictadura soterrada es un exceso que no resiste el menor análisis.
Existe un consenso mayoritario en el sentido de que Alan García Pérez debe allanarse a las autoridades judiciales de Perú, como lo vienen haciendo los expresidentes Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, que no han pedido asilo ni puesto en cuestión la imagen del país que antes los eligió. O como la ex candidata presidencial Keiko Fujimori que, a diferencia de su padre, no salió huyendo. O como la exalcaldesa de Lima Susana Villarán que está seriamente comprometida en actos de corrupción que más temprano que tarde la deben llevar a la cárcel, pero que a pesar de ello sigue domiciliando en Perú.
Alan García Pérez está a tiempo de pasar a la historia como un político que fue elegido dos veces presidente de Perú, y no como uno que prefirió difamar a su país, con tal de evadir la justicia. Todavía está a tiempo.