Nota del editor: Martha Pollack es la presidenta de Cornell University. Las opiniones expresadas en este artículo son propias de la autora.
(CNN) – Cuando asumí el cargo de presidenta de Cornell University, heredé el liderazgo de una de las grandes instituciones de la educación superior de Estados Unidos.
Cornell se fundó basándose en un principio simple y revolucionario: Somos “una institución en la que cualquier persona puede obtener instrucción en cualquier carrera”. Cualquier persona, independientemente de su raza, género, religión o nacionalidad, con la única limitación de los recursos finitos de cualquier campus.
Esa idea, articulada tan claramente más de un siglo y medio atrás, refleja en su ambición la filosofía inicial de nuestra nación: cuando la puerta está abierta a todos, todos prosperamos.
Mientras el debate nacional gira en torno a la inmigración, corremos el riesgo de perder de vista ese ideal fundacional. En los campus estadounidenses, una red cada vez más estricta de reglamentaciones gubernamentales acrecienta la exclusión de algunas de las jóvenes mentes que nuestro país más necesita; una tendencia que pone en peligro nuestra capacidad como nación para innovar y competir.
En todo el país, según el Instituto de Educación Internacional, más de un millón de estudiantes internacionales de licenciaturas y de posgrado hacen contribuciones esenciales a la investigación, al desarrollo tecnológico y a nuestra capacidad de educar a la próxima generación de ciudadanos para un mundo complejo. También contribuyen con casi US$39.000 millones a la economía de Estados Unidos, creando o apoyando más de 455.000 empleos.
Todo eso está en riesgo cuando a esos estudiantes se les prohíbe el ingreso, se les impide permanecer o se sienten lo suficientemente intimidados por nuestro sistema inmigratorio y eligen no intentarlo.
Cada vez más pruebas sugieren que esa es exactamente la situación a la que nos enfrentamos ahora. A principios de febrero, el Consejo de Escuelas de Posgrado publicó un estudio que muestra una reducción del 4% de solicitudes internacionales para estudios de posgrado durante el año pasado, después de una disminución del 3% el año anterior. A fines del año pasado, el Instituto de Educación Internacional reportó un declive del 6,6% en el total de nuestra población estudiantil internacional; la primera reducción de este tipo en una década.
Para quienes trabajan con estos estudiantes y los tienen como alumnos, las causas de esta tendencia -y sus costos- quedan dolorosamente claras. El proceso de obtención o extensión de una visa estudiantil, siempre engorroso, es ahora impredecible y está plagado de riesgos.
En agosto, el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EE.UU. revisó su política de “presencia ilegal”, dejando abierta la posibilidad real de que los estudiantes sean deportados o que se les impida volver a ingresar por infracciones administrativas como inadvertidamente trabajar alguna hora de más en un puesto en el campus, perder alguna notificación por correo o incluso por los largos tiempos que toma procesar solicitudes aunque hayan sido presentadas correctamente.
El gobierno de Trump ha sugerido, o colocado en su agenda de reglamentaciones, un número de nuevas propuestas que hacen los procedimientos existentes de las visas aún más onerosos, reduciendo la duración de las visas, poniendo como requisito que los estudiantes presenten una nueva solicitud anual y limitando la permanencia de todos los estudiantes en Estados Unidos.
La preocupación por la seguridad nacional es el argumento más comúnmente citado en estos cambios de procedimientos y medidas. Sin embargo, la mayoría de las universidades de investigación, entre ellas Cornell, no realizan investigaciones clasificadas; las que sí lo hacen deben someterse a estrictos estándares y controles.
Las preocupaciones legítimas por la seguridad de la información y los derechos de propiedad intelectual deben ser deben ser resueltas mediante políticas y procedimientos institucionales adecuados y, de hecho, el gobierno les exige a todas las instituciones que reciben fondos federales para investigación que articulen estas medidas. Prohibir el ingreso de estudiantes internacionales, por el contrario, es una respuesta de dudosa eficacia y certero daño.
Los estudiantes que nuestra nación rechaza, por lo general, no abandonan su educación: se llevan sus talentos a otra parte. Según un estudio en el Journal of Studies in International Education, el número de estudiantes internacionales que estudian en China se ha multiplicado por diez desde 1995, por ejemplo, mientras que India se ha propuesto cuadruplicar sus números para el 2023. Si Estados Unidos no ve el valor de traer a las mejores mentes jóvenes del mundo a sus universidades, otros países sí.
Las universidades de investigación, como parte de su propósito e identidad, son lugares abiertos. La investigación que se lleva a cabo aquí se presenta de manera pública y abierta. ¿Algo de este conocimiento llega a otros países? ¿Acaso las habilidades y conexiones de nuestros estudiantes internacionales alimentan el progreso de otros países, algunos de los cuales son nuestros competidores? Ciertamente que sí; al igual que el trabajo de estudiantes y académicos en el exterior alimenta el nuestro.
Cuando desalentamos o rechazamos a estudiantes internacionales, perdemos mucho más que los estudiantes mismos. Perdemos personas como los egresados de Cornell, Sanjay Ghemawat, quien creó gran parte de la infraestructura que impulsa a Google, y a Pablo Borquez Schwarzbeck, cuya empresa radicada en Los Ángeles, Produce Pay, ayuda a los agricultores a monetizar mejor sus cultivos.
Perdemos sus inventos e innovaciones, su participación colaborativa y su contribución a nuestras comunidades. En su momento, perderemos nuestros centros de excelencia técnica que, inevitablemente, migrarán a lugares donde todo contribuyente talentoso es bienvenido. En última instancia, no solo perderemos nuestro estatus de líder mundial, sino que la identidad misma que nos hemos ganado.
Las puertas de la nación, como las de Cornell, no pueden estar abiertas a todas las personas. Pero debemos encontrar el modo de mantenerlas abiertas a “cualquier persona”: abriendo no solo una reticente rendija, sino abiertas de par en par.