Nota del editor: Vaclav Masek Sánchez es licenciado por el Centro para Estudios Latinoamericanos y el Caribe (CLACS) de la Universidad de Nueva York (NYU). Su investigación académica se centra en la historia política de Centroamérica. Síguelo en Twitter en @_vaclavmasek.
(CNN Español) – Las portadas de la prensa centroamericana vuelven a hablar de sucesos que están intrínsecamente relacionados con la época más violenta de la región. Esta vez, llegan a escena ciertos personajes que se sienten energizados por un movimiento global en contra de la doctrina de los derechos humanos. En Brasil se le denomina marxismo cultural. Centroamérica es más directa; en esta región lo llaman comunismo.
Como lo han venido haciendo desde mediados del siglo pasado, los militares y los dinosaurios políticos reafirman que su poder en la toma de decisiones nacionales de Guatemala, El Salvador y Nicaragua no se ha desvanecido. Lo curioso es que estos mismos personajes que históricamente han sido el foco de atención de los medios por su desfachatez, son los que ahora invitan al escrutinio, a la crítica y la condenación de la comunidad internacional.
Mientras tanto, los fantasmas de la Guerra Fría regresan a acosar a los centroamericanos, los confrontan y los dividen. Pretenden afianzarse del poder por medio de acciones dentro de un “marco de legalidad constitucional”.
La más vil propuesta la planteó un grupo de diputados del Congreso de Guatemala con la Ley de Reconciliación Nacional. Esencialmente, este proyecto de ley otorgaría amnistía a las personas condenadas por crímenes de guerra cometidos durante los 36 años de guerra civil en Guatemala. Promovida por congresistas conservadores y simpatizantes de la extrema derecha guatemalteca, la amnistía establece que 30 exoficiales del ejército, más otra veintena de patrulleros civiles, tendrían que ser liberados a 24 horas de promulgarse la ley. Además, miles de casos por violación y desaparición forzada serían eliminados del sistema judicial guatemalteco.
Antes de esto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió una resolución que ordenaba a Guatemala detener la Ley de Reconciliación Nacional, bajo la premisa de que otorgar una amnistía general a las personas involucradas en violaciones graves de los derechos humanos “generaría serias consecuencias en la estabilidad del país”. Además, legisladores de EE.UU. así como funcionarios del Departamento de Estado, ya habían denunciado esta propuesta de ley. Luego del jalón de orejas propiciado por EE.UU. y la CIDH, la Ley de Reconciliación Nacional dejó de figurar en la agenda legislativa de Guatemala.
También la legislatura salvadoreña piensa pasar una amnistía similar a la de sus vecinos guatemaltecos. Con un presidente electo autodenominado el símbolo de una sociedad que ha pasado la página al conflicto armado de los ochenta, la aprobación de la amnistía crece. A pesar de que la Iglesia ha criticado esa posibilidad, el debate continúa en la asamblea legislativa de El Salvador.
Es importante recordar que la raíz etimológica de amnistía, un perdón otorgado a un grupo de personas, es la palabra griega para amnesia. Es imposible ser partidario de un estatuto que esencialmente legalice el olvido en dos pueblos que han derramado tanta sangre inocente, como Guatemala y El Salvador. Es una bofetada a las víctimas y a sus familiares. Abre las puertas a un ciclo de impunidad intergeneracional, donde el abuso permanece exento de justicia.
El caso de Nicaragua no se libra en el Organismo Legislativo, sino en el Ejecutivo. Luego de salir victorioso en una guerra que llegó a involucrar tanto a la Unión Soviética como a EE.UU., el presidente Daniel Ortega se aferra al poder luego de convulsiones sociales que empiezan a marcar la sórdida desconexión entre el gobernante y su gente. La resistencia armada nicaragüense, conocida como los sandinistas, convirtió al país en objetivo de la política exterior de Ronald Reagan en los ochenta.
El excombatiente sandinista se ha convertido en caudillo que maneja la presidencia como si se tratara de una plaza vitalicia, gobernando desde 2007. Ahora se rehúsa a abandonarla, a pesar de las exigencias de sus ciudadanos.
Luego de un levantamiento popular liderado por estudiantes universitarios en 2018, Ortega prohibió las protestas no autorizadas previamente, amenazando con enjuiciar a los organizadores. Y así lo hizo. Después de más de un año de protestas, la CIDH reporta más de 325 muertos, 550 detenidos y dos mil heridos en la Nicaragua de Ortega. Desde entonces, más de 23.000 nicas han buscado asilo en Costa Rica.
Cuando nuevas protestas terminaron con 107 nicaragüenses detenidos a mediados de marzo, el nuncio apostólico tuvo que interceder para que los liberasen. Ahora, las negociaciones entre el régimen orteguista y la Alianza Cívica —ente que aglomera a organizaciones sociales y comerciales— siguen suspendidas hasta que Ortega libere a los presos y garantice el estado de derecho y la justicia en el país. Mientras tanto, el presidente denuncia que los grupos opositores son financiados por EE.UU. con el fin de desestabilizar su gobierno.
Aunque la sociedad civil centroamericana pelea por sus derechos y busca reconocimiento político, los actores tradicionales solo pueden ser detenidos por entes supranacionales. Por tanto, la Guerra Fría continúa peleándose en las cámaras legislativas y en las calles de Centroamérica. Y, aunque ningún centroamericano lo quiera aceptar, EE.UU. sigue teniendo una inmensurable influencia en las dinámicas políticas regionales.
Alguna vez escuché que los quince minutos de fama de Centroamérica tuvieron lugar en los ochenta, cuando las guerrillas y los gobiernos militares se desentrañaron en una lucha sangrienta en defensa de ideologías ajenas. Ahora, me pregunto si esa época ya pasó o si seguimos viviendo en un mundo con un muro en Berlín y con misiles en La Habana. Seguimos esperando el “deshielo”, pero parece que el frío recrudece.