Nota del editor: Austen Ivereigh es periodista, escritor, profesor de historia contemporánea de la Universidad de Oxford, y autor de The Great Reformer: Francis and the making of a radical pope (Picador, 2015), una biografía del papa Francisco. Las expresiones de esta columna pertenecen al autor.
(CNN Español) – Los escándalos de abuso sexual en la Iglesia católica han producido en algunos una crisis de fe en el liderazgo de la institución. Los informes y escándalos convergentes el año pasado produjeron, sobre todo en Estados Unidos, una sensación de vergüenza y de shock generalizada en la población católica, que se manifestó en una rabia dirigida sobre todo a los obispos y deseos de reforma institucional.
Y en algunos casos, ha resultado —como lo demuestra una encuesta de Gallup— más de un tercio de los católicos estadounidenses dice haberse preguntado si permanecer o no en la Iglesia.
Pero lo que también muestra la encuesta es que entre los que participan en la vida de la Iglesia -los que van a misa, participan en la vida sacramental y dedican tiempo y recursos a ella- el impacto ha sido mucho menor. Hay tres razones para ello.
La primera es que, a diferencia de los católicos no practicantes, los que practican saben que el abuso y su encubrimiento es fruto del clericalismo y de la corrupción del sacerdocio, no del sacerdocio vivido de una forma evangélica, que en la experiencia de la mayoría de los católicos es su experiencia diaria.
El poder que Jesús dio a sus apóstoles no fue un poder de dominio sino de servicio, y en general los católicos experimentamos a nuestra Iglesia como modelo del último, y cada vez más, bajo el papa Francisco, que está invitando a la Iglesia a desprenderse del poder y del prestigio, y no temer la pobreza de los Evangelios.
La segunda razón es que. por lo general, por lo menos en EE.UU., los católicos han visto a su Iglesia cambiar. Ha sido un proceso largo y doloroso de transformación en respuesta a investigaciones periodísticas y demandas judiciales.
Una auditoría hecha por la Iglesia católica muestra que, a partir de los años 90, y sobre todo después del llamado Dallas Charter adoptada por los obispos estadounidenses en 2002, el abuso dentro las instituciones católicas ha caído de forma notable.
Hoy en día, por lo menos en EE.UU., los protocolos y la tolerancia cero han llevado a que nuevos casos de abuso clerical sexual de menores se reduzcan a un puñado de casos en cada país, según la Iglesia.
O sea, lo que revelan los escándalos no son las prácticas de la Iglesia de hoy sino sobre todo la del período 1960-1990. Estamos mirando los silencios de ayer con los ojos abiertos de hoy. En aquellas décadas había muy poca formación humana y pocos criterios para filtrar a los candidatos al sacerdocio con problemas afectivos y psicológicos. Se daba prioridad a la reputación de la institución, y las víctimas, cuando hablaban, eran ninguneados. Pero todo esto ha cambiado radicalmente.
Hoy se entiende mucho mejor que el abuso sexual de menores no es sólo una cuestión sexual sino también un abuso de poder y de conciencia, y cómo el prestigio del clero ofrecía un refugio para muchos hombres de egos frágiles.
La fachada detrás de la cual se escondían muchos abusadores se ha caído muy rápido una vez que las víctimas, ya como adultos, empezaron a hablar de sus experiencias e involucrar a periodistas y abogados.
El informe más chocante en esta materia fue el del gran jurado de Pensilvania de julio de 2018. Como la Comisión Real australiana de diciembre 2017, la investigación de 8 diócesis por el gran jurado revela un nivel chocante de abuso: entre 1950 y 2015, un 7% de los sacerdotes australianos fueron acusados de haber abusado niños.
Pero de los más de 300 sacerdotes en el informe de Pensilvania, solo dos pertenecen al período posterior a 2000, y no hubo encubrimiento: sus nombres fueron entregados por la propia diócesis. La misma historia cuenta la investigación australiana.
Esto no significa que sea un problema “de ayer”. Las heridas de las víctimas siguen abiertas, hay partes del mundo donde la Iglesia no se ha despertado a la realidad del abuso, y las revelaciones sobre el pasado exigen una conversión constante en el presente.
Pero la vergüenza da frutos. Lo que ven los católicos que aman la Iglesia —y el amor no es ciego al pecado y al fracaso— es la tercera razón: la institución está siendo purificada. No sólo son necesarios los protocolos sino un cambio de cultura.
En sus varias cartas el año pasado a la Iglesia de Chile, el papa Francisco insistía en que el pueblo de Dios tiene que dejarse purificar: el clericalismo que permitía y escondía el abuso demuestra una “pérdida de centro eclesial” que al revelarse también demuestra el camino de retorno: a volver a poner a Cristo, y a la víctima, al centro de la Iglesia, no el prestigio de la institución.
Como dijo el papa al pueblo de Dios en Chile, “el ‘nunca más” a la cultura del abuso, así como al sistema de encubrimiento que le permite perpetuarse, exige trabajar entre todos para generar una cultura del cuidado que impregne nuestras formas de relacionarnos, de rezar, de pensar, de vivir la autoridad, nuestras costumbres y lenguajes y nuestra relación con el poder y el dinero.
Esto se llama, en griego antiguo, la metanoia, la conversión de mentes y de corazones. Es decir, al mismo tiempo que los católicos vemos revelada la corrupción, vemos también a Dios que está despertando y purificando a su Iglesia.
Dios no abandona su Iglesia, a pesar de su infidelidad. Y si es así, ¿cómo la vamos a abandonar nosotros?