La Catedral de Notre-Dame es una de las atracciones turísticas de París que más se asocian con las novelas de Victor Hugo.

Nota del editor: Mathieu de Genot de Nieukerken es arquitecto francoecuatoriano graduado de l’École spéciale d’architecture de París con una Maestría de Columbia University en New York. Vive y ejerce en la actualidad en Quito.

(CNN Español) – Las imágenes del incendio de la catedral de Nuestra Señora de París me arrancaron más de una lágrima. Como arquitecto, como francés, como ser humano; ante la impotencia de ver esfumarse en instantes una de las joyas de la arquitectura mundial, museo de arte, relicario y sobre todo, testigo del paso del tiempo.

Pero no solo soy francés, también soy ecuatoriano y como tal, la asociación inmediata de este siniestro con el terrible incendio que devoró parte de la Iglesia de La Compañía de Jesús, en Quito, hace algunos años, me estremeció profundamente.

Nuestra joya del barroco entró en restauración en 1989. A pocos meses de su reapertura, en 1996, un terrible fuego consumió importantes zonas de la iglesia, borrando también en un instante años de trabajo y aún más, de memoria ecuatoriana.

En perspectiva, es importante recordar, que la iglesia de la Compañía fue inaugurada hace 330 años, cuando Notre Dame llevaba ya 335 años finalizada; es decir, para la mentalidad americana del nuevo mundo, Notre Dame es dos veces más antigua que nuestras iglesias más hermosas.

La Compañía de Jesús

Y esa es seguramente una de las mayores pérdidas, este incendio no solo consumió en llamas obras de arte y estructuras antiquísimas, sino también un legado de conocimiento o “savoir faire” de artesanos medievales, un testigo de memoria o de perseverancia pocas veces vista.

Pensar que los árboles utilizados en el techo que hoy se hizo ceniza fueron sembrados hace casi 1.000 años, para poder llegar a tener las dimensiones útiles cuando fueron cosechados ocho siglos atrás, es algo irreemplazable.

Esta pérdida es además la de un referente en la cosmología francesa, pero no solo por su simbología católica. En ese país, todas las distancias entre pueblos y ciudades se miden en kilómetros a partir de un marcador cero ubicado en la puerta de Notre Dame. Esta Catedral ha sido el epicentro de un reino, un imperio y una república durante siglos y era, hasta el lunes, el monumento más visitado del mundo; demostrando que más que francesa, Notre Dame era mundial y humana.

En la famosa rivalidad parisiense entre la orilla derecha y la orilla izquierda del río Sena, Norte Dame “flota” sobre la isla de la Cité sin tomar partido, centrada.

Ella, que sobrevivió revoluciones, guerras mundiales y atentados, representa la persistencia de la Ciudad Luz y del espíritu y conocimiento de sus arquitectos, constructores y protectores, cuyo legado permaneció vigente ocho siglos después de su construcción inicial.

Lo que parece mentira es que fue en medio de los esfuerzos de restauración del templo que el incendio estalló. Las peores catástrofes son las que no se prevén.

Con mucha pena fuimos testigos de la dificultad de apagar el siniestro, pues de arrojar agua directamente en las paredes, se corría el riesgo de que colapsaran bajo la presión. Agua y fuego, dos elementos contrarios, que pueden causar estragos irreparables.

En medio de la tristeza de haber visto cómo ardía el arte y la memoria, a pesar del valiente esfuerzo de los cientos de bomberos, un recuerdo me tranquiliza: el de la belleza de la Compañía de Jesús que supo levantarse de las cenizas y volver a brillar con todo el esplendor de su barroco quiteño.

Notre Dame también se reconstruirá y volverá a maravillar a futuras generaciones. Hoy más que nunca, el famoso lema de París: “fluctuat nec mergitur” (Es batida por las olas, pero no hundida), es el que acompañará la ardua labor de reconstruir a Nuestra Señora de París y del mundo.