Nota del editor: Carlos G. Guerrero es abogado y ha trabajado para firmas de abogados y organizaciones no gubernamentales e internacionales con sede en la Ciudad de México, Madrid y Washington en temas relacionados con la transparencia y la rendición de cuentas. Ha sido profesor adjunto de Derecho Administrativo en la Escuela Libre de Derecho y ha colaborado como articulista en diversos medios como Revista Nexos, GTDT: Market Intelligence y Revista Internacional de Transparencia e Integridad, entre otros. Síguelo en @CarlosGuerreroO.
(CNN Español) – La corrupción no solamente deforma sociedades, sino también las vidas de quienes se relacionan con ella o de quienes la atestiguan. Los esquemas de la corrupción no siempre satisfacen el deseo de fortuna o de reconocimiento social esperado, sino que en algunos casos encuentran en su paso la muerte. El deceso del expresidente peruano Alan García es una muestra trágica de ello.
En su último libro “Capturados por el Mal: La Idea de la Corrupción en el Derecho” (Captured by Evil: The Idea of Corruption in Law) la profesora de la Universidad de Cornell, Laura Underkuffler, señala que la corrupción es un virus, un ente contaminado, una fuerza externa y destructiva que debe purgarse si se pretende erradicarla algún día. La corrupción, dice Underkuffler, es la captura de un ser humano por el mal, por la perversidad. Es la compra, por el diablo, del alma de las personas.
La corrupción pervierte y eleva a las personas al peldaño más alto de la desgracia, la desesperación y la falta de juicio. Ese fenómeno, mientras que permite amasar grandes cantidades de dinero y un gran número de influencias, trae también consigo un declive en la percepción del significado del bien y la justificación del mal.
La corrupción no asume motu proprio las responsabilidades inherentes, ni abre fácilmente la puerta a la verdad de los hechos. En cambio, la corrupción puede traer consigo la muerte. La corrupción puede acabar con la vida de quienes aspiran a revelar la realidad de un esquema ilegal, de quienes son testigos de actos sancionables o de quienes se sienten acorralados frente a los mecanismos coactivos del Estado.
Hace algunos meses, diversos medios de comunicación dieron cuenta de la muerte de un testigo clave en el caso Lava Jato y el envenenamiento de su hijo, ambos fallecidos en Colombia. El cianuro, aparentemente ingerido por uno de ellos, habría sido la causa de la muerte y el freno a la revelación de los hechos de corrupción.
En el otro extremo, esta semana también fue noticia el suicidio de Alan García, expresidente de Perú en los periodos 1985-1990 y 2006-2011, quien era investigado por sobornos que involucraban a la constructora brasileña Odebrecht. García negó siempre las acusaciones en su contra.
Varios periódicos reportaron el miércoles 17 de abril que después de haber sido informado de la ejecución de una orden de arresto, García habría entrado a su habitación, cerrado la puerta y disparado una bala que, horas después, habría sido la causa de su muerte en el hospital Casimiro Ulloa del barrio de Miraflores.
Las noticias presentadas, replicadas por decenas en el mundo, causan indignación, desconcierto y hasta zozobra. Es la corrupción y sus alcances. Es la injusticia de que algunos dejen la Tierra ante algo tan siniestro. Es el éxito de la corrupción, que no se doblega ante procedimientos ni juicios. Que no se deja someter ante la acción del Estado.
La muerte de un expresidente o de un testigo siempre es triste, más aún y cuando las causas se relacionan con casos e investigaciones de corrupción. En días sombríos como hoy, nadie ha resistido injuriar a la corrupción por aquellos que han perdido la vida por su causa.