Una vista desde los Andes occidentales de Perú, mirando hacia el desierto, en 1970.

Nota del editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina.

(CNN Español) – En América Latina, reino de la arbitrariedad política, cíclicamente asumen el poder ruidosos redentores. Esos benefactores, gentiles o autoritarios, son más parecidos a su tiempo que a sus padres. Resultan de irrepetibles circunstancias históricas y de contradictorias influencias ideológicas: ilustrados, católicos, filos socialistas, casi siempre anticomunistas, nacionalistas y críticos de los yanquis, carentes de fijador, duran tanto como la esperanza del pobre. Cuando aparece uno diferente nos enteramos enseguida: los rusos aplauden y los estadounidenses invaden o embargan.

No importa si son generales o doctores, dictadores o demócratas, civiles o militares; violentos o persuasivos. Los gobernantes populistas ganan las guerras y pierden la paz; no se marchan a tiempo ni se jubilan, aunque a veces se exilian. Demonizados o idolatrados, presionan la historia enarbolando consignas maximalistas, plataformas patrióticas y discursos nacionalistas, arrean a los pueblos por atajos, gobernándolos a partir de particulares convicciones morales, caprichosos códigos de ética, y estilos paternalistas. Valientes y temerarias, esas criaturas siembran vientos al reinar con excesivo poder durante demasiado tiempo en inexpugnables falocracias. Solubles en palabras, se les recuerda por lo que dijeron que harían, no por lo que hicieron. También los hay diferentes.

La geografía de aquella tierra contiene todos los climas, accidentes y maravillas. Las riquezas son inmensas y la pobreza extrema. El oro, la plata y el petróleo son tantos que 500 años después, abundan todavía. Las maderas preciosas se queman para que los árboles dejen ver el bosque y los pastos, en lugar de alimentarlas, ahogan a las reses. Todo nace y reverdece en las feraces tierras de la coca. De aquel mundo real–maravilloso, a las mayorías les toca lo real.

Unas coplas lo sintetizaron: “Las penas y las vaquitas van por la misma senda ⁄ Las penas son de nosotros ⁄ Las vaquitas son ajenas…”

La larga historia de turbulencias, dinastías e interregnos comenzó cuando la casualidad nos atravesó en el camino del Almirante, cuya llegada devino frontera en el tiempo. Nos quedamos sin pasado, cultura ni tradiciones. Los europeos actuaron como quien llega al punto cero de la historia. Todo comenzó de nuevo. Como éramos muy pocos, fueron a Africa y trajeron a otros que llegaron con lo único que no podían quitarles: lengua, música, ídolos, fantasías, angustias y frustraciones. Desde entonces fuimos blancos, indios, negros, moros, amarillos, cholos y mulatos. Con todo a cuesta y arcilla de los tiempos, modelamos lo que llamamos Nación: un ornitorrinco de coral, varado en el olvido.

Al crecer, todo nos pareció injusto, certidumbre a la que llamamos toma de conciencia. Tratamos de corregir la historia; la independencia fue el camino. Cuando tuvimos bandera, no teníamos país, sino un calendario lleno de efemérides patrias que aluden batallas inolvidables que nadie recuerda, y un panteón nacional plagado de héroes inmortales, curiosamente, todos muertos.

Algo se había logrado. Teníamos conciencia nacional, lo cual exactamente significaba que no éramos naciones, tratamos de crearlas.

Ya no éramos de todas partes, sino de aquí y algún literato en estado de gracia, creó una bella expresión. “La unidad de lo diverso”. Unidad nunca hubo; diversidad, demasiada.

En el Nuevo Mundo, que de eso se trata, se inventaron las guerras de independencia y los próceres. También los caudillos, los dictadores, las clases medias, la democracia, los latifundistas, las oligarquías, el modelo agroexportador y el paradigma de la dependencia. Allí se forjó Estados Unidos, el fenómeno político más destacado de la era moderna y Cuba, última colonia y primera neocolonia en América, que al aliarse con la Unión Soviética, adoptó un modelo que desafía el credo occidental y reta al imperio estadounidense y, contra todos los pronósticos, vive para contarlo.

A pesar de haberse esforzado, América Latina puede no haber llegado a la mitad del camino. La buena noticia es que, como suele ocurrir, el porvenir y el futuro están por delante y son alcanzables. En la historia de las culturas y las civilizaciones, 500 años no son muchos.