Nota del editor: Charlie Firestone es director ejecutivo del Programa de Comunicaciones y Sociedad del Instituto Aspen. Las opiniones expresadas en este artículo son propias del autor.
(CNN) – Los académicos dicen que la identificación de los crímenes contra la humanidad comenzó a finales del siglo XVIII con los reclamos contra la trata de esclavos o contra atrocidades como las ocurridas en el Congo belga. El concepto fue formalmente reconocido en 1915 cuando las potencias aliadas emitieron una declaración que condenaba la matanza masiva de armenios en el Imperio Otomano. Y por supuesto fueron procesados formalmente en los juicios de Nuremberg después de la Segunda Guerra Mundial. Estos son crímenes atroces, a menudo genocidios, dirigidos contra un pueblo y procesados en la jurisdicción internacional. Se podía argumentar la legalidad de estas acciones en el contexto de los regímenes en los que se llevaron a cabo, pero no a los ojos del mundo.
En una escala muy diferente, deberíamos estar pensando en los crímenes contra la democracia: las acciones quizás legales en la letra pero que no fomentan los conceptos, los valores y los procesos básicos de la democracia, y en particular, de la democracia estadounidense.
Si miramos hacia atrás en la historia de EE.UU., vemos ejemplos de todo esto. Impuestos al voto, cláusulas sobre derechos adquiridos y pruebas imposibles de alfabetismo dirigidas a restringir el acceso de los antiguos esclavos al voto duraron en este país casi cien años antes de que la Corte Suprema dictaminara su inconstitucionalidad.
Puede que las nuevas formas de supresión del votante no sean inconstitucionales, pero se ajustan a esta definición de crímenes contra la democracia.
Algunos crímenes contra la democracia, como el fraude del votante y la manipulación del voto (por ejemplo, cambiar los resultados reportados por ciberpirateo), también son crímenes reales.
La manipulación del votante por parte de una potencia extranjera, como fue el caso de las elecciones presidenciales de 2016, entraría en esta categoría. Cuando este tipo de delitos afectan el sufragio en forma directa, como ocurre en los ejemplos anteriores, son fáciles de identificar.
Pero es más difícil pensar cómo se aplica este concepto a las acciones de un cuerpo legislativo.
Hemos visto cómo se desarrolla esto cuando los funcionarios eligen su partido por sobre los valores y los procesos democráticos. Por ejemplo, cuando en 2016 la legislatura de Carolina del Norte controlada por los republicanos —en una sesión de legisladores salientes pues ya se había elegido a un gobernador demócrata— privó significativamente de poderes a la gobernación, y cuando Wisconsin hizo lo mismo en 2018. Esto debería ser un crimen contra la democracia, que si bien no es procesable, no deja de ser un delito.
Cuando los senadores demócratas en Wisconsin salieron de las fronteras estatales para boicotear y negarle el quórum a la mayoría republicana que había obtenido más votos en una medida antisindical, y cuando los senadores republicanos de Oregon hicieron lo mismo en 2019 para evitar la legislación sobre cambio climático, ¿no deberían estas artimañas constituir un crimen contra la democracia?
Marcar los límites de los distritos congresistas para favorecer fines claramente partidarios mientras se está fuera del alcance judicial, según la decisión reciente de la Corte Suprema (Rucho v. Common Cause y Lamone v. Benisek), es, en mi opinión, un crimen contra la democracia. Una vez más, estas son acciones que han llevado adelante tanto legislaturas dominadas por demócratas (Maryland) como por republicanos (Carolina del Norte), pero son incorrectas y deberían ser corregidas.
¿Qué hay de la despreciable negativa de considerar la nominación de un juez de la Corte Suprema durante todo un año? ¿O de los funcionarios gubernamentales que llaman “enemigos” a quienes critican constructivamente al gobierno o disienten de forma pacífica? ¿O de dirigir el odio racial contra un miembro en funciones de la legislatura?
Este país necesita tomarse más en serio sus procesos democráticos. He argumentado anteriormente que los representantes electos deberían seguir la regla dorada de la democracia: gobernar como si mañana no estuviéramos en el cargo y adoptar leyes y políticas que se le apliquen a uno cuando ya no sea parte de la mayoría. Pareciera que nuestros partidos políticos no han considerado esa posibilidad en las últimas décadas.
Pero tales “crímenes” no están limitados a los funcionarios o candidatos electos. Como ciudadanos tenemos la obligación de hacer nuestra parte en pos del proceso democrático. Eso significa votar y servir en los jurados cuando se nos llama. ¿Deberíamos considerar nuestra negativa como un tipo de delito o una infracción contra la democracia?
En Australia y Brasil hay consecuencias por no votar. Quizás haya buenos motivos para no hacerlo, pero nuestro sistema democrático se perjudica si la participación electoral en Estados Unidos es más baja que en otros países desarrollados.
Quizás calificar tales actos de apatía como un crimen contra la democracia (aquí, sin duda, una infracción) sea suficiente para resaltar la importancia de la participación, pero sin forzarla.
Estados Unidos necesita tomarse más en serio no solamente los crímenes reales, no solo el partidismo, sino los crímenes contra la democracia misma. Necesitamos tomar en serio, en primer lugar, la educación cívica, para que la gente de todas las edades, y en particular los nuevos votantes, entiendan qué es la ciudadanía. Necesitamos un debate entre los distintos niveles socioeconómicos y culturales para resolver las diferencias políticas. Y necesitamos exigir más de parte de nuestros funcionarios electos, así como también de nosotros mismos, al servicio de los principios globales de la democracia representativa que produjo la Constitución de Estados Unidos.
(Traducción de Mariana Campos)