Nota del editor: Felipe Ribadeneira tiene un Ph. D. en filosofía, con especialidad en Kant, Heidegger y filosofía política. Es miembro del consejo consultivo del Graduate School of Political Management de George Washington University. Fue editorialista del Diario Hoy, de Quito, Ecuador. Sus artículos se han publicado en blogs y revistas.
(CNN Español) – La primera presidencia de Chávez comenzó en 1999. Las condiciones materiales de los 20 años anteriores en gran parte explican su victoria electoral. La inflación había sido altísima (más de 30% anual en promedio), el crecimiento anémico, y la represión del Caracazo de 1989 había dejado huellas muy profundas. Como la era chavista ha resultado aún más devastadora -los datos son muy conocidos- sorprende que el chavismo, y no sólo Maduro, sigan en pie. Pero hay que recordar que ese régimen no es democrático sino tiránico y que perdura gracias al narcotráfico, al control político estalinista -la especialidad de los cubanos que han invadido Venezuela - y a los apoyos externos que recibe gracias a la nueva guerra fría. Mientras esos factores no desaparezcan, especialmente el segundo, no es probable que Venezuela se libere. Pero aquí no interesan las explicaciones materiales ni las especulaciones sobre un futuro que nunca llega, sino una de las ideas persistentes del imaginario sociopolítico iberoamericano que inspiró a Chávez y que explica, en parte, el desastre.
Chávez apuntó correctamente que el sistema democrático -el puntofijismo- que había comenzado en 1958 luego de la dictadura militar anterior, la de Pérez Jiménez, estaba deslegitimado. ¿Cómo intentó Chávez legitimar esta nueva dictadura militar? Con una narración, que comienza con Bolívar, ahora llamado ridículamente -y es que así son los bolivarianos, ridículos- el padre eterno. Si la independencia y el constitucionalismo estadounidenses apelan a la verdad eterna del derecho natural, Chávez apela al padre eterno. ¿Por qué Bolívar? Porque es el Libertador, y en esta narración lo que está en juego es la libertad. Chávez tenía una idea no democrática de la libertad, pero aquí no interesa tanto el contenido sino la forma del cuento. En la epopeya imaginada por Chávez, Bolívar es el padre. Todos somos hijos de Bolívar, así como todos los niños de Venezuela, hasta los de sus más duros adversarios son hijos de Chávez, según la adopción a la fuerza que él mismo declaró en su primer discurso ante el Congreso. ¿No perdura en Iberoamérica esta idea del padre mítico? ¿De dónde viene este persistente paternalismo? ¿Es este buen padre heroico, que domina los trasfondos de la imaginación social y política iberoamericana, un avatar del padre eterno que está en el cielo? Kant definió la Ilustración como la salida del hombre de la minoría de edad de la que él mismo es culpable. La Ilustración llegaría a ciertas postizas élites iberoamericanas, pero nunca ha tenido vigencia generalizada, ni ahora la tiene. Entrevemos una inquietante verdad: Iberoamérica está llena de mentes infantiles.
Chávez, delirante e imprudente (quien aguante puede escuchar sus grabaciones), se convenció de que aquellos eran días épicos y que por su persona pasaba el espíritu emancipador y redentor que se hacía realidad en Venezuela y que ya no volvería a ser traicionado. Chávez se creía el espíritu del mundo a caballo, que es lo que Hegel dijo al ver pasar a Napoleón. Prefiero la muerte antes que la traición, decía; hasta la victoria siempre, repetían él y los otros bolivarianos. Por sí solas esas proclamas tan violentas (esos gritos de guerra, tarde o temprano, terminan en la muerte… de opositores), e intelectualmente tan desmedidas, deshonestas e irresponsables, demuestran su convicción autoritaria y antidemocrática. Pero es que los héroes luchan hasta el fin, y obviamente Chávez se creía héroe. Si Bolívar era el gran héroe original, Chávez era el mini héroe de este cuento cuya forma es conocida. No es difícil detectar en sus discursos la estructura narrativa de la historia contada a la manera judeocristiana: fines providenciales, rupturas mesiánicas y radicales, apocalipsis, y milenarismo.
Después de las catástrofes de la primera mitad del siglo XX, esa narración progresista y redentora ha comenzado a perder credibilidad en Europa, y variadas corrientes del pensamiento han señalado ya sus confusiones. Bien pudiera ser que la historia no tenga un fin último, para empezar porque el concepto del fin es autóctono a la obra y su producción, y no sabemos si es válida su transposición de la historia. También resulta que una cierta manera absolutista de concebir el fin, prometida por la fe y deseada por la razón, es imposible. Hay mundos moralmente mejores que otros -uno en el que no se atropellan los derechos humanos es mejor que uno en el que sí. Puede haber una variedad de posibles mundos moralmente mejores. Pero lo que no puede haber es un mundo absolutamente moral. Y no porque presuponga perfectibilidad humana más allá de lo que es probable; la madera de la que estamos hechos pudiera ser demasiado torcida para tanta maravilla. La razón es que en un mundo así, en el que todos actuasen moralmente, no podría haber sanciones externas (la sanción sería inmoral) y por lo tanto no habría leyes, normas, o instituciones externas al individuo (o si las hubiere, coincidirían con las internas, que es como si no las hubiera). Pero si no fuera posible actuar inmoralmente, ni pasar juicios morales -sostener que esta norma, ley, principio, práctica, etc. es inmoral-, ni actuar moralmente independientemente de las sanciones sociales o jurídicas que pudieran aplicarse, ¿no desaparecería la moralidad misma? Paradójicamente, el mundo absolutamente moral no es moral, sino está más allá del bien y del mal. No sólo eso, en ese mundo, tampoco hay justicia (ni injusticia), porque sin normas no puede haberla. Resulta que el mundo absolutamente moral es contradictorio e inimaginable.
¿Qué tiene que ver todo esto, tan abstracto y absurdo, con Chávez e Iberoamérica? Que la acción política de Chávez estuvo determinada por el entusiasmo absolutista y el “pensamiento” mágico, que cree imaginar una redención final que es racionalmente imposible. Y si de lo que se trataba era de moralizar el mundo y de crear un sistema sociopolítico justo en el que los inocentes no sufrieran más, lo que crearon es un sistema de absoluta injusticia, no sólo por las diferencias materiales entre los que tienen dólares y los que no, sino sobre todo porque la tiranía es la definición misma de la injusticia, ya que ahí no rige la ley sino la voluntad del tirano. La ironía de los impulsos políticamente absolutistas es que tienden a crear lo opuesto de lo que se proponen. Lo que ni la teología (¿por qué permite Dios que los inocentes sufran?) ni la filosofía (¿por qué es mejor sufrir que cometer injusticias?… y lo es) han podido resolver, no lo iba a resolver un tirano delirante de nociones vagas.
Este es un delirio que en Iberoamérica tiene más vigencia de lo que pudiera creerse, y prestigio además. Un delirio que con los bolivarianos volvió de manera especialmente potente. Por hábil que haya sido el tirano Castro, era imposible que lograra comandar la bonanza petrolera venezolana -con resultados catastróficos para Venezuela y el continente- sin que la idea redentora tuviera vigencia. Aunque la revolución cubana se hace cada vez más gris, para muchos conserva su verdor; los devotos se niegan a ver la realidad, y sólo apuestan por la promesa. En el trasfondo de la conciencia iberoamericana, cuando no en el primer plano de la imaginación, pervive la narración redentora propia del cristianismo y el marxismo, cuya semejanza en este punto es muy conocida. Ahí están la antipolítica, la insuficiente reflexión sobre el Estado, la conciencia supuestamente privilegiada de los estamentos “bajos”, la apuesta irracional por giros históricos imposibles, la presunción de que la historia tiene fin, y el fin vacío, contradictorio, e inimaginable que creen concebir.
Esta crítica no defiende el status quo en Iberoamérica ni en ninguna otra parte, y por el contrario cada vez más da la impresión que el autoritarismo anárquico (es la contradicción que describe políticamente Iberoamérica cuando no escapa del autoritarismo dictatorial) o la democracia liberal capitalista necesitan desesperadamente encontrar un concepto ético-político de justicia capaz de reorientarlas. ¿En dónde está el bien colectivo? ¿Puede haber uno solo cuando hay como ahora multiplicidad de culturas, estilos de vida, éticas, etc.? ¿Son las leyes económicas, cuya violación ha llevado a la asfixia cuando no al hundimiento total de las economías bolivarianas, “naturales” e independientes de un cierto orden ético-político?
Finalmente, esta crítica tal vez permita corregir dos opiniones generalizadas pero erróneas causadas por el brillo de la delincuencia y criminalidad de esos regímenes. La primera, que la codicia explica suficientemente esos regímenes. La segunda, que la intención de la acción política bolivariana fue desde el inicio perversa. Es obvio que durante sus largas dictaduras los bolivarianos se volvieron ladrones, mentirosos, abusivos, y mal intencionados, pero esa es otra interesante cuestión. Alguno de ellos tendrá alguna oscura entrevisión de lo que alguna vez fueron y lo que acabaron siendo. Sin embargo, podemos suponer que su acción inicial estuvo dirigida a un bien absolutista y demasiado confusamente pensado, pero bien al fin. La filosofía ha sido una mala influencia, al hacernos creer que los mundos ético-político perfectos pueden ser reales, y que es posible realizarlos sin contar con la situación material y ético-política del presente. Pero así como la filosofía ha sido una mala influencia, puede también ser buena si se autocritica. Tal vez entonces nos evitemos el espectáculo cómico de “intelectuales” iberoamericanos sentados en los ministerios de algún tirano diseñando furiosamente lo que llamaron, sin haber leído a Aristóteles, el buen vivir.