(CNN) – Todo sucedió tan repentinamente que no tuve tiempo de reaccionar. Fue un fuerte estallido, seguido de gritos y conmoción. Luego surgió el pánico. Las madres gritaban por sus hijos y los niños lloraban por sus madres. Y allí estaba yo en medio del caos: asustado, confundido e incapaz de moverme. ¿Qué más podía hacer un niño de siete años?
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Era la primera vez que oía un disparo y, desde mi posición, de pie en medio de la pista de baile, pude ver también el revólver.
¿Tenía intención de disparar el hombre de aspecto vaquero que sostenía el arma? Nunca lo supe. Mis padres me habían localizado y ya nos dirigíamos a la salida. La fiesta había terminado. Todavía recuerdo las baldosas hechas añicos en el piso donde golpeó la bala. Y aunque nadie resultó herido, también se hizo añicos para siempre mi sensación de seguridad.
Crecí en el noroeste de México, donde el desierto de Sonora se encuentra con la Sierra Madre y donde las armas no son raras. Es una tierra vasta y escasamente poblada de ranchos ganaderos y minas de cobre, justo al sur de Arizona y Nuevo México, donde hacer cumplir la ley nunca ha sido una prioridad para el Gobierno central de México. La Ciudad de México está muy lejos, tanto geográfica como ideológicamente. Y no es que la gente anduviera armada por la calle, pero todos sabíamos que estaban al alcance de la mano.
De vez en cuando veíamos las grandes comunidades de sectas menonitas y mormonas que habían establecido poblados en los estados de Chihuahua y Sonora. Los menonitas, en particular, eran conocidos por visitar periódicamente los pueblos de los alrededores, pero solo para vender algunos de sus productos, especialmente queso. Por lo general, vivían su vida apartados del resto de la población: las autoridades (y los delincuentes) apenas notaban su existencia.
La masacre de esta semana de tres mujeres mormonas y seis niños en el límite Sonora-Chihuahua me ha hecho recordar mi niñez. No sólo porque esa es la región donde crecí, sino también porque, a pesar de la presencia de armas, nunca vi este nivel de violencia y horror.
Durante mi infancia, casi nadie sentía la necesidad de cerrar sus puertas con llave. La policía local prácticamente se limitaba a vigilar el tráfico vehicular, pero eso era todo lo que necesitábamos. Los accidentes automovilísticos fatales en las sinuosas y traicioneras carreteras de Sonora y Chihuahua eran comunes, pero los asesinatos eran raros.
Más tarde me enteraría de que era una falsa sensación de seguridad; que las poblaciones en el noroeste de México vivíamos en la mentira. La falta de violencia no significaba falta de delincuencia, sino ausencia de conflicto. Décadas más tarde, volví a centrar mi atención en el noroeste de México como periodista, y me enteré de que toda la región había estado controlada desde el principio por lo que las autoridades estadounidenses llaman “TOCS”: organizaciones criminales transnacionales.
A medida que crecía la demanda de drogas en Estados Unidos, también crecía el poder de las organizaciones criminales. Con el tiempo, los envíos de drogas de varias toneladas comenzaron a moverse hacia el norte. Efectivo y armas cada vez más poderosas iban al sur. Al principio, el cambio era tan lento que pocas personas lo notaban. Y luego, en diciembre de 2006, poco después de asumir el cargo, el presidente de México, Felipe Calderón, declaró la guerra contra los cárteles de la droga, diciendo ante los militares en la Ciudad de México que era “una batalla que debemos librar”. “Unidos los mexicanos vamos a ganarle a la delincuencia”, dijo.
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Muchos mexicanos interpretaron el anuncio positivamente. Finalmente, el Gobierno dejaría de “hacerse de la vista gorda” y asumiría la responsabilidad de la seguridad en todo el país, dijeron muchos. Nadie esperaba que las organizaciones criminales reaccionaran de la manera en que lo hicieron: mientras que los capos de la droga caían uno tras otro, sus lugartenientes luchaban entre ellos por el poder dentro de los cárteles. Esa fragmentación dio lugar a más violencia y, cada vez más, los cárteles comenzaron a extenderse a otros delitos como extorsión, robo de combustible y secuestro.
En 2009, Eric LeBarón de 16 años y miembro de una comunidad mormona en la región llamada Colonia LeBarón, fue secuestrado. Fue liberado ileso una semana después, pero la familia quedó sacudida. Su hermano mayor Benjamín se convirtió en un activista contra el crimen, adquiriendo fama nacional. Dos meses después, Benjamín, de 32 años, y su cuñado Luis Widmar Stubbs, de 29 años, fueron golpeados y asesinados a tiros después de que hombres armados asaltaran su hogar en Chihuahua.
Cubriendo México a lo largo de los años, noté la caída gradual de la seguridad. Comenzó con tiroteos, luego una ola de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, la ciudad en Chihuahua que limita con El Paso, Texas. Después, México observó con horror cómo restos humanos y cuerpos decapitados comenzaron a aparecer en lugares públicos, colgando de puentes y pasos elevados, incluso arrojados a una pista de baile en Michoacán.
Viajé de regreso a Chihuahua, en 2012, para en busca de los familiares mexicanos del entonces candidato presidencial Mitt Romney. En las pintorescas colinas del noroeste de Chihuahua, a unas 180 millas (289 kilómetros) al sur de la frontera con Estados Unidos, encontramos a varios. Los primeros Romney se empezaron a establecer en esta región de México en 1885. Kelly Romney, primo segundo de Mitt Romney, me mostró su comunidad pacífica y ordenada, rodeada por huertos de manzanas y duraznos.
La comunidad parecía a un mundo de distancia de la relativamente cercana Ciudad Juárez, donde los homicidios habían promediado 8,5 por día, solo dos años antes. Romney me habló en español, con un acento típico del norte de México. Luego cambió al inglés estadounidense con un ligero toque de Texas, el mismo acento que escuché esta semana cuando hablé con Dinorah Liddiard.
Liddiard, exresidente de Colonia LeBarón, una de las comunidades mormonas en Chihuahua, es la tía de los cinco niños que murieron, cuñada de Dawna Langford y también pariente de Rhonita Miller, otras víctimas. “Para mí, lo más difícil es ver cómo las cosas que le sucedieron a mi familia antes vuelven a ocurrir”, dijo Liddiard, recordando los asesinatos de 2009. “Estoy triste y me siento impotente. Esto es muy doloroso”.
Pero fueron las palabras de otro desconsolado miembro de la familia que parecían un eco del pasado. “Nunca hemos estado involucrados y hemos tratado de vivir en paz porque ‘el que a hierro mata a hierro muere’”, dijo Kenneth Miller a CNN con respecto al ataque del lunes.
“Nunca hemos estado involucrados en el narcotráfico, eso es todo. Hemos tratado de evitarlo y vivir una vida privada y tranquila”, dijo.
Son las mismas palabras que he escuchado muchas veces; no como periodista que entrevista a víctimas, sino como norteño platicando en mi país de origen con amigos cercanos y miembros de mi propia familia, quienes sienten que en esta parte de México se está volviendo imposible “vivir una vida privada y tranquila”.