Nota del editor: Elliot Williams (@elliotcwilliams) es analista legal de CNN. Es director de The Raben Group, una consultora de comunicación estratégica y de asuntos públicos nacionales, fue ayudante adjunto de fiscal general en el Departamento de Justicia y vicedirector del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de los Estados Unidos para el gobierno de Obama. Las opiniones expresadas aquí son propias del autor.
(CNN) – No se deje engañar; la elección de 2020 no es sobre la economía, ni la salud, ni acerca de si Estados Unidos está finalmente dispuesto a dejar de tratar a las mujeres candidatas con un doble estándar respecto de cuán “agradables” son.
(Bueno, quizás se trate de esto último, pero ese es otro tema).
Hasta cierto punto, la elección ni siquiera es un referendo sobre el desempeño del presidente Donald Trump como líder. La cuestión clave que los votantes enfrentarán en 2020 es simple: ¿importan las reglas?
La conducta del presidente refuerza la noción falsa de que las reglas y las leyes no importan si uno está en desacuerdo con ellas (algo profundamente irónico viniendo de un individuo que una vez se definió como el “candidato de la ley y el orden”.) Las reglas existen para brindar un sentido básico de orden en la sociedad, y mentes razonables pueden discrepar sobre cuáles deberían ser las leyes y las normas comunes. Por ejemplo, cualquier familia que haya aceptado modificar una de las reglas del juego de mesa Monopolio en una noche de juegos podrá dar fe de que a veces está bien que las normas sean flexibles. Pero el juego funciona solo cuando todas las partes reconocen su marco de trabajo conjunto. Para que el juego funcione, un jugador de Monopolio no puede montar un engaño unilateralmente y luego atacar a las reglas diciendo que están “arregladas” y es una “cacería de brujas”.
Mientras el presidente enfrenta una investigación para un juicio político, igual que cualquier individuo que enfrenta una acusación seria, tiene el derecho de armar una fuerte defensa. Sin embargo, su comportamiento hacia aquellos encargados de la supervisión e investigaciones del Congreso sobre su conducta personal, y su actitud hacia el proceso del juicio político siempre se basan en la misma idea: que los mismos sistemas básicos de nuestro país son ilegítimos. Al hacer eso, manipula tanto la desconfianza pública hacia el gobierno como la incomprensión general sobre el hecho de que el poder y la inmunidad del presidente no son ilimitados. (La noción de que el poder presidencial tiene restricciones no es algo nuevo; en 1788, Alexander Hamilton se esforzó en el ensayo federalista núm. 69 para exponer todos los motivos por los cuales el presidente no es, de hecho, un rey con poder absoluto por sobre el gobierno).
Para revisar: en incontables ocasiones, la respuesta de este presidente hacia las reglas y las normas con las que no concordaba ha sido desafiar u objetar su legitimidad. Por ejemplo, cada candidato presidencial desde Richard Nixon ha divulgado sus declaraciones de impuestos para su revisión pública. Si bien su negativa inicial a hacerlo podría haber sido válida (nada obliga legalmente a que las declaraciones de impuestos se hagan públicas), ahora dos cortes federales le han ordenado entregárselas a fiscales en respuesta a una citación válida. Trump sigue rehusándose.
Su comportamiento en el contexto de otros procesos legales ha sido más inquietante. En primer lugar, ha presidido un bloqueo histórico hacia los esfuerzos del Congreso para ejercer su deber constitucional de supervisar al Poder Ejecutivo. Mucho antes de que se viera amenazado por el juicio político, él y sus asistentes se negaron a entregar documentos y a testificar e hicieron afirmaciones de privilegio que como mínimo resultan en débiles y asombrosos intentos por evitar cualquier cooperación con el Congreso. ¿El motivo dado? Que cualquier medida que tome el Congreso hacia él constituye “un acoso presidencial”.
Su conducta en torno al proceso del juicio político en el Congreso es aún más vergonzosa. Por ejemplo, nuestra nación tiene una fuerte ley de protección de informantes -formulada en la década de los 80 y fortalecida con el correr de los años- para incentivar a los trabajadores gubernamentales a que expongan la ilegalidad, derroche y corrupción sin temor a repercusiones en su trabajo. El presidente ha pedido en repetidas oportunidades que se divulgue la identidad del informante, una conducta potencialmente peligrosa en este clima que podría incumplir las protecciones de la ley contra represalias.
Según el Washington Post, también supuestamente ha intentado evitar que ciertos individuos hablen en el Congreso, y ha concebido formas de criticar públicamente a los testigos que han testificado e incluso reclutado a miembros del Congreso para que ataquen la credibilidad de individuos de su propio gobierno.
Si el presidente gana la reelección en 2020, será precisamente sobre la base de su ataque y destrucción de los sistemas cívicos básicos: la prensa libre, las cortes, el Poder Legislativo. El público tendrá todos los motivos, por lo tanto, para perderle aún más la confianza al Estado de Derecho. La confianza pública en el gobierno ya está en un punto históricamente bajo, con un informe de Pew que dice que tan solo el 17% de los estadounidenses afirma confiar en el gobierno (en comparación con su punto más alto del 77% durante el gobierno de Johnson en 1964).
El triunfo más grande del presidente en su cargo -mucho más que su política fronteriza y de impuestos- ha sido su éxito por fomentar a sus simpatizantes a desconfiar en el gobierno y en las estructuras básicas que lo organizan.
Además, después de un triunfo de Trump, los futuros candidatos tendrían el mayor incentivo para desestimar el orden social tal como lo conocemos. La idea de que los poderes del gobierno son independientes uno del otro, y que deberían mantener a raya los excesos del otro, que ha sostenido al país hasta este punto. Pero ha requerido que los líderes reconozcan el poder de las otras ramas en el gobierno.
Si un futuro presidente pudiera evitar todo escrutinio, ¿acaso no lo intentaría? Del mismo modo, si ese presidente pudiera evitar que se responsabilizara a sus subordinados por sus acciones, ¿por qué no? Y si todos los futuros mandatarios supieran que básicamente podrían hacer que los gobiernos extranjeros trabajaran como sus representantes para inclinar la balanza en las elecciones estadounidenses, ¿no optarían por hacerlo? Sería casi demasiado irracional no hacerlo.
Nada de esto quiere decir que para tener fe en el gobierno uno debe creer que el presidente deba ser destituido. Todos los asuntos legales dependen del juicio y la falibilidad humana. Sin embargo, todos deberíamos estar de acuerdo con que a fin de siquiera preguntar si alguien ha hecho algo malo, deberíamos confiar en las cortes, el Congreso y las reglas que los rigen. Si no podemos hacerlo, habremos perdido algunas de las estructuras más básicas sobre las que están construidas las sociedades civiles.
Docenas de personas se postulan actualmente a la presidencia, y entre ellas existen verdaderas diferencias políticas. Será esencial entender estos temas, pero lo que está en juego es una cuestión mucho más básica: ¿somos una nación de leyes? La respuesta debería ser obvia.
Lamentablemente, los últimos tres años de la conducta del presidente han dejado claro que no lo es.