Nota del editor: Pedro Brieger es un periodista y sociólogo argentino, autor de más de siete libros y colaborador en publicaciones sobre temas internacionales. Actualmente se desempeña como director de NODAL, un portal dedicado exclusivamente a las noticias de América Latina y el Caribe. Colaboró con diferentes medios nacionales como Clarín, El Cronista, La Nación, Página/12, Perfil y para revistas como Noticias, Somos, Le Monde Diplomatique y Panorama. A lo largo de su trayectoria Brieger ganó importantes premios por su labor informativa en la radio y televisión argentina.
(CNN Español) – La renuncia del expresidente de Bolivia Evo Morales el domingo 10 de noviembre después de que las Fuerzas Armadas le sugirieran que “renuncie a su mandato presidencial” ha motivado una polémica continental sobre la existencia o no de un golpe de Estado.
La historia latinoamericana ha demostrado con creces que el debate no es semántico ni académico, sino político. Existen múltiples definiciones de lo que es un “golpe” a secas, “golpe de Estado” o “golpe militar” según quien la use, pero ninguna de ellas se dice en abstracto y su utilización depende de definiciones ideológicas y políticas. De hecho, quienes llevan adelante un golpe no suelen utilizar esta expresión, más bien todo lo contrario, por lo general dicen que lo hacen para “normalizar” el país y convocar en algún momento a elecciones.
Uno de los casos más emblemáticos fue el golpe de Estado en Chile el 11 de septiembre de 1973 que derrocó a Salvador Allende. El diario más importante, El Mercurio, abiertamente opositor de Allende, en su portada del día después en sus titulares ni siquiera mencionó la palabra “golpe”, pues tituló “Junta militar controla el país”. ¿Alguien duda hoy de que hubo un golpe de Estado en Chile en 1973?
En la memoria colectiva latinoamericana un golpe de Estado remite a la figura de los militares en el siglo XX, por lo general, destituyendo de manera directa a un presidente electo y, en muchos casos, cerrando el Congreso por tiempo indefinido, prohibiendo los partidos políticos y sindicatos. Todo esto acompañado de censura a los medios de comunicación, persecuciones y, en numerosas ocasiones, arrestos de miles de personas, torturas, asesinatos y desapariciones. Sin embargo, años de democracias semiconsolidadas en nuestra región parecían haber modificado la naturaleza de los “golpes”. Los derrocamientos de Manuel Zelaya en Honduras en 2009, Fernando Lugo en Paraguay en 2012 y Dilma Rousseff en 2016 parecían “golpes” de nuevo tipo y por eso se acuñó la expresión de “golpe blando”.
Si bien en Honduras los militares participaron sacando a Manuel Zelaya del país, su destitución se trató en el Congreso. En los tres casos, quienes derrocaron a Zelaya, Lugo y Rousseff intentaron mantener un viso de legalidad para que el mundo no denunciara una ruptura institucional e incluso mantuvieron los cronogramas electorales establecidos. ¿Qué tuvieron en común todos estos derrocamientos de presidentes electos, al que se puede agregar ahora el de Evo Morales? Todos fueron gobiernos con políticas progresistas e inclusivas y quienes los derrocaron rápidamente dieron marcha atrás con dichas políticas.
En el caso de Bolivia, las Fuerzas Armadas, subordinadas en principio al poder político, le “sugirieron” al presidente que “renuncie a su mandato presidencial”. Morales dimitió a las pocas horas.
Se trata de un golpe de Estado, aunque se busquen eufemismos. Y no hace falta esperar 40 años para decirlo.