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Nota del editor: Roberto Rave es politólogo con especialización y posgrado en negocios internacionales y comercio exterior de la Universidad Externado de Colombia y la Universidad Columbia de Nueva York. Con estudios en Management de la Universidad IESE de España y candidato a MBA de la Universidad de Miami. Es columnista del diario económico colombiano La República.

(CNN Español) – Hace un par de semanas me encontraba cerca del Congreso de la República de Colombia en Bogotá. Mientras caminaba me percaté de una marcha que pasaba a pocos metros. Me dirigí a ella para observar con más detalle sin imaginarme lo que encontré. Un grupo de más o menos 300 estudiantes lanzando piedras y palos a la policía antidisturbios, que no contaba con más de 50 uniformados. Algunos pasaban al frente para escupirlos y gritarles arengas.

Me retiré inquieto y pensativo, esos jóvenes, probablemente todos entre los 20 y 30 años, estudiantes de universidades colombianas, desestimaban la autoridad e institucionalidad y se sentían con el derecho de insultarlos y de destruir el patrimonio público. Tal vez tendrían razón en protestar; sin embargo, era difícil diferenciar si su expresión era una marcha que se había transformado en vandalismo, o si la marcha era solo una excusa para ejecutar sus actos de odio y rencor.

El mundo en general y América Latina en particular parecen estar en caos. Abundan intensas protestas de una parte considerable de la población en varios países de América Latina. Si bien las causas de cada protesta social tienen que ver, predominantemente, con circunstancias y problemáticas concretas de cada lugar y de cada sector, todas comparten un común denominador: el descontento de la mayoría de los ciudadanos con la gestión de sus respectivos gobiernos. En buena medida, el detonante de esta oleada de insatisfacción general está relacionado con anuncios de posibles disminuciones de subsidios estatales y demás programas de ayuda social. A esto se añade una constante y comprensible molestia por los numerosos casos de corrupción en los que están involucrados funcionarios estatales de alto nivel y hasta expresidentes de varios países.

La corrupción en América Latina es tan oprobiosa que justifica la indignación y las protestas de la gente. Según el Banco Interamericano de Desarrollo, ineficiencias como la corrupción en el conjunto de los países latinoamericanos alcanza alrededor de los 220.000 millones de dólares al año, el equivalente al 4,4 por ciento de PIB de la región.

En este sentido, las instituciones en América Latina han ido perdiendo prestigio aceleradamente. Una gran mayoría de nuestros órganos colegiados, congresos y asambleas no son más que plataformas transaccionales en donde se intercambian favores políticos por intereses privados.

Ahora bien, la llamada “deuda social” es también una constante generadora de frustración e insatisfacción popular en la gran mayoría de los países latinoamericanos. Por ejemplo, no se puede ocultar que a estas alturas el analfabetismo llega a 32 millones de latinoamericanos, según datos de la Unesco, y 39 millones de nuestros conciudadanos padecen hambre.

En medio de estas complejas circunstancias, es necesario un análisis no solo filosófico o teórico, sino también práctico y económico en relación con las obligaciones del Estado con sus ciudadanos y respecto al modelo o estructura que ha generado mayor bienestar en el mundo. Si América Latina quiere salir del círculo vicioso en el que se encuentra deben abandonarse, aunque sea difícil, políticas asistencialistas como la de los subsidios. La meritocracia debe ser el combustible que impulse nuestro progreso.

Gobiernos anteriores en países como Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Cuba y El Salvador han tenido como premisa un Estado benefactor, que pretende llenar los vacíos con subsidios económicamente insostenibles. El Estado debe actuar como un garante que propicie y garantice el máximo de oportunidades, pues las políticas asistencialistas no son sostenibles en el largo plazo y tiendan a quebrar a los países no solo económicamente sino también moralmente. ¿Cómo explicarle a una generación completa que se debe trabajar y luchar para salir adelante? ¿Cómo hacerle entender a los jóvenes de hoy que no todo puede regalarse por la simple cuestión de que nada es gratis? Una sociedad alcanza el desarrollo y la prosperidad en la medida en que tiene unos ciudadanos creativos y emprendedores que trabajan y empujan su país en ese camino. Sentarse a esperar y exigir un subsidio no ha traído progreso a ningún ciudadano ni ha engrandecido a ninguna nación de la tierra.

Los ciudadanos actuales contamos con una infinidad de derechos, ventajas y oportunidades que nuestros ancestros no tenían, pero tal vez hemos olvidado que también tenemos deberes y que las marchas y manifestaciones no son sinónimo de vandalismo: “Nuestra democracia se autodestruye porque abusa de su derecho a la libertad y a la igualdad. Porque enseña a sus ciudadanos a considerar la impertinencia como un derecho, la falta de respeto de las leyes como libertad, la imprudencia de las palabras como igualdad y la anarquía como felicidad”. Isócrates.

Ahora bien, en este camino, resulta trascendental eliminar las brechas en cuanto a las oportunidades que se presentan en América Latina. Sin embargo, no habrá progreso real si nos seguimos enfocando en justificarnos en el Estado y en creer que todo lo debe proveer. La meritocracia y el trabajo duro deben ser la principal política pública y el incentivo que engrandezca nuestra región.

Nuestros jóvenes deben valorar la dificultad y sospechar de lo fácil, encontrar formas de manifestación por afuera de la mediocridad del vandalismo y transformar nuestra sociedad por medio de liderazgos constructivos. Deben madurar. Volverse adultos responsables y trabajadores, que asumen las consecuencias de sus propias decisiones y que no acuden a terceros, como el Estado, para pedirles protección desde la cuna hasta la tumba. De lo contrario, nos quedaremos anclados en sociedades infantilizadas y quejumbrosas, que exigen irresponsablemente cambiar todo y ahora, como las que denuncia el gran filósofo contemporáneo Pascal Bruckner en su muy recomendable ensayo “La tentación de la inocencia”.

Post scriptum: “Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y, por lo tanto, en última instancia, un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala cuna de abundancia pasivamente recibida”. — Elogio a la dificultad, Estanislao Zuleta.