Nota del editor: Sarah Carlson es médica cirujana del Boston VA Medical Center, profesora adjunta de cirugía en la Universidad de Boston y tiene una Maestría en Ciencias. Síguela en Twitter en @sarahcarlsonmd. Las opiniones expresadas aquí son del autor. Ver más opiniones en CNN.
(CNN) – Como la mayoría de los estadounidenses, he pasado los últimos días tratando de adaptar mi vida a este concepto atípico de “aislamiento social”. Ante los desafíos del covid-19, la enfermedad causada por el coronavirus, como médica cirujana estoy empezando a preocuparme por los efectos de lo que llamo el “aislamiento de pacientes”. Es decir, separar a las familias de sus seres queridos en los hospitales y centros de atención a largo plazo.
Además de tratar a pacientes con enfermedades cardiovasculares, parte de mi trabajo es ayudar a las familias a lidiar con la enfermedad de sus seres queridos. Por eso, cuando termino una cirugía, lo primero que hago es ir a la sala de espera a ver a los familiares y amigos del paciente para contarles cómo salió todo. La pregunta más frecuente que me hacen es cuándo lo van a poder ver. Más allá de escuchar que el resultado de la cirugía fue bueno, la familia quiere comprobarlo personalmente, acompañarlo y darle cierto consuelo.
Hace unos años, me tocó dejar a un lado mi rol de médica para ser una de esas familiares. Fue el día en que murió mi hermana Lyn. A sus 31 años, perdió la batalla contra la fibrosis quística en la que había luchado toda la vida. Pasó años de hospitalizaciones, intubaciones, estadías en unidades de cuidados intensivos e incluso un doble trasplante de pulmón. Era mi única hermana.
Lyn falleció en un hospital universitario después de recibir atención de primer nivel por parte de un equipo de expertos que, durante muchos años, luchó contra su enfermedad y acompañó a mi familia. Nunca tuvimos que considerar que podría no haber un respirador para ella cuando tenía neumonía, algo que era frecuente. Nunca había escasez de médicos, enfermeras o terapeutas para atender sus necesidades respiratorias, que tenía día y noche. Y, quizás lo más importante, siempre había suficientes trabajadores de la salud dispuestos a contener a nuestra familia.
Nunca nos negaron la posibilidad de estar con mi hermana en el hospital. Mi madre, mi padre y yo nos turnamos durante noches incontables, durmiendo en la unidad de cuidados intensivos junto a ella. Siempre había uno nosotros sentado cerca de su cama en una silla incómoda del hospital, como un perro guardián. Cuando murió, lo hizo pacíficamente, rodeada de todos nosotros mientras le frotábamos los pies y le sosteníamos las manos. Nos consoló estar en ese momento con ella.
Ahora, con los hospitales de todo el país preparándose para una cantidad abrumadora de pacientes con covid-19, se empezaron a reducir las cirugías no urgentes en un intento por conservar recursos y limitar el riesgo de infección para los pacientes y el personal. Como parte de estos esfuerzos, muchos hospitales y centros de atención han restringido o prohibido dramáticamente las horas de visita.
Como servidora de la salud, estoy agradecida de que nuestros hospitales y hogares de ancianos se estén preparando para lo peor. Pero como miembro de una familia, estoy preocupada por aquellos pacientes que, en los próximos días, van a ser ingresados a un centro de salud, ya sea por covid-19 o por cualquier otra enfermedad, porque muchos van a estar solos. Esos pacientes no van a tener la dicha de que sus familiares los acompañen mientras luchan contra sus enfermedades o hacen la transición hacia el momento final de sus vidas. No van a poder tomarse de las manos, no van a poder limpiarle las lágrimas a su ser querido. Sólo van a tener las comodidades que puede ofrecer una conversación telefónica o una videollamada. Estoy seguro de que los médicos, enfermeras y otros trabajadores de la salud los atenderán con compasión y amabilidad, pero eso nunca será un sustituto del amor de la familia y los amigos.
Muchos de nuestros colegas médicos en Italia han contado historias desgarradoras sobre las decisiones de vida o muerte que tuvieron que tomar, con recursos escasos y en instalaciones con la capacidad saturada.
Pero las tragedias no se limitan a las decisiones sobre quién recibe un respirador y a quién se lo deja morir. Los hospitales y los centros de atención ya están implementando políticas necesarias pero desgarradoras para eliminar o restringir las visitas. El impacto psicológico que este “aislamiento del paciente” puede tener en los enfermos y sus familiares no se puede medir. Mientras seguimos lidiando con esta pandemia, tengo la esperanza de que los estadounidenses vamos a seguir adaptándonos a los nuevos conceptos de “aislamiento social” y “aplanamiento de la curva”. Aunque no sea por nuestro propio bien, sí lo será por el beneficio de los que amamos.