Nota del editor: El dr. Ira Bedzow es profesor asociado de medicina, director del Programa de Ética y Humanidades Biomédicas y titular de la cátedra UNESCO de Bioética en la Universidad de Medicina de Nueva York. Lila Kagedan es especialista en ética clínica y subdirectora del programa de Ética y Humanidades Biomédicas en la Universidad de Medicina de Nueva York. Las opiniones expresadas en este artículo pertenecen a los autores. Ver más artículos de opinión en CNN.
(CNN) – “Estamos en guerra contra un virus que amenaza con destruirnos”, dijo a los líderes mundiales el director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, en una cumbre virtual sobre la pandemia de coronavirus el jueves.
Frases tan dramáticas como “la guerra contra covid-19” o “los médicos están en la primera línea de batalla” se escuchan hoy en todas partes, en los medios de comunicación, y por parte de políticos y trabajadores de la salud de todo el mundo.
A medida que los hospitales de Estados Unidos se enfrentan a la afluencia de pacientes infectados, esta analogía de la guerra está creando una forma moralmente problemática de pensar cómo asignar recursos a los enfermos críticos. En una guerra, queremos tratar y devolver a los soldados más fuertes y feroces al campo de batalla para matar al enemigo. En una pandemia que está agotando los recursos médicos y los sistemas de atención médica, queremos algo diferente: salvar la vida de los civiles de una manera que preserve nuestra humanidad.
Los especialistas en ética utilizan el término “triaje” para explicar cómo se toman las decisiones sobre el terreno de la atención médica durante una emergencia. Si bien “triaje” se ha convertido en un término médico aceptado, sus raíces como una práctica en tiempos de guerra tienen el potencial de influir en quién debe recibir tratamiento para covid-19, en función de factores que no son estrictamente clínicos.
Esta influencia no aplica cuando hay recursos, incluso si son limitados, sino más bien cuando la capacidad crítica se ve abrumada y se deben tomar decisiones sobre cómo tratar a muchísimas personas con muy pocos recursos.
No luchamos contra una enfermedad de la misma forma que lo hacemos contra un enemigo durante la guerra. Por lo tanto, debemos tomar decisiones basadas en preocupaciones clínicamente relevantes para la supervivencia. Y no deberíamos tomar decisiones utilitarias que supongan quién permanecerá y compondrán la mejor sociedad, una vez que termine la pandemia.
Los comités de ética hospitalaria de todo el país buscan orientación para algunos modelos de políticas recientes, contemplados en revistas médicas y en debates públicos, con respecto a la asignación de recursos durante la pandemia.
Sin embargo, muchas de estos modelos se basan en dos supuestos dudosos.
Primero, hacen una distinción entre ética de salud pública y ética clínica y enmarcan estas decisiones en términos de salud pública. Esta diferenciación está destinada a centrarse en el bienestar de la población general en lugar de aquellos pacientes individuales hacia los cuales los médicos tienen una responsabilidad fiduciaria. Esto justifica la toma de decisiones basadas en “el mayor bienestar para la mayor cantidad posible”, incluso si ciertas personas pueden sufrir a partir de ello.
El error de este tipo de pensamiento es que enmarca incorrectamente estas decisiones de triaje como asuntos de salud pública. Los profesionales de la salud en el hospital cumplen una función clínica y deben tomar decisiones clínicas. Las políticas de salud pública tratan sobre la prevención de enfermedades y utilizan estrategias comunitarias generales como “confinamiento domiciliario”. Los médicos no están destinados a ocuparse de las decisiones de tratamiento individual, incluso si hay muchas, que deben tomarse en el momento.
Además, inclusive si uno aplicara la ética de la salud pública aquí, los valores fundamentales de la ética clínica aún se aplicarían, solo que en una escala mayor. Como tal, no podemos simplemente arrojar valores, como la equidad y la justicia social, porque son más difíciles de mantener en un entorno de triaje.
Segundo, las políticas modelo de estos especialistas en ética para la asignación de recursos no solo son utilitarias en el sentido de salvar la mayor cantidad de vidas posibles, sino que también tienden a crear políticas que priorizan salvar a los que tienen una mayor “expectativa de vida”. Preservar a los que posiblemente tienen más “expectativa de vida” no significa que las personas con la mayor probabilidad de supervivencia de covid-19 recibirán tratamiento primero.
Significa que, entre dos personas con posibilidades de supervivencia algo iguales, aquellos que perciben que tienen la mayor cantidad de años por vivir recibirían mayor consideración. La justificación moral de esta priorización es que brinda a las personas más jóvenes la oportunidad de vivir las etapas de la vida que aún no han alcanzado.
Si bien algunos especialistas en ética intentan explicar que esta opción no considera el valor intrínseco o la utilidad social, es muy difícil no ver esto como una forma de decir: “Bueno, personas mayores, tuvieron una buena vida. Dejemos que las personas más jóvenes tengo la oportunidad de llegar a viejos también”.
Hay otras formas de responder al desafío de elegir entre casos de igual mortalidad, como “llegó primero, se atiende primero” o selección de lotería. Por supuesto, en el caso de covid-19, la edad a menudo es clínicamente relevante, ya que con la edad vienen otros factores o condiciones fisiológicas que afectarán las posibilidades de supervivencia. Pero debemos ser plenamente conscientes de cuándo estamos considerando un factor clínico y cuándo estamos sometiendo a un paciente a un sesgo social.
Entendemos la motivación para ser utilitario y querer maximizar la “expectativa de vida”: aclara las reglas y es fácil sentir que “la vida es buena, por lo que más vida es mejor”. Pero la claridad por sí sola no es buena moral.
Priorizar la “expectativa de vida” con el único fin de dar al joven la oportunidad de envejecer es una decisión social no clínica tanto como cualquier otra que debamos tratar de evitar.
La cantidad potencial no debe considerarse real. Podemos suponer que una persona más joven vivirá más tiempo, pero nunca se puede estar seguro de que esto sea así.
No debemos ser utilitarios basados en suposiciones que están fuera de la relevancia clínica. Los comités de ética y los profesionales médicos no tienen autoridad moral para presumir el valor de la “expectativa de vida” o quién dará una mayor contribución a la sociedad cuando termine la pandemia.
Las pautas para la asignación ética de recursos deben atenerse a las consideraciones de posibilidades de supervivencia general de covid-19. Los factores indirectos, como la edad, la discapacidad y la comorbilidad (afecciones fisiológicas existentes que hacen que un paciente sea más vulnerable), solo deben considerarse en relación con el pronóstico y la supervivencia.
Rara vez se dará el caso que todas las consideraciones para la asignación de recursos para dos pacientes con covid-19 sean exactamente iguales. Y si hay un caso en el que es así, no deberíamos simplemente remitirnos a las pautas generales que convierten a los que toman las decisiones en soldados en el frente de batalla.