(CNN Español) – Y cuando la mayoría se creía a salvo, ”fue entonces cuando las gentes abandonaron todas las precauciones, demasiado pronto”.
Y empezó la peor.
El que cuenta es Daniel Defoe, un escritor y periodista inglés del siglo XVII, famoso por su libro “Robinson Crusoe” y también por otro, de amarga actualidad en estos días: “Diario del año de la peste”, una crónica novelada que narra la epidemia de peste bubónica entre 1665 y 1666 en Londres.
Una ciudad entera a merced de la muerte y de los bulos, de lo que propalaban como escupitajos, los que nada sabían, acaso por amor al caos o por aprovecharse de la situación.
Más de 350 años después, aquella Londres de 460.000 habitantes, es hoy nuestro planeta.
Miles de millones de personas que pendulan entre el optimismo y el miedo, y la negación bobalicona de la desgracia.
La España de 1834 ofrece otro ejemplo demoledor de cómo la desinformación resulta tan letal como un virus.
En una ciudad como la Madrid de entonces, crispada por la pendencia política y con un país abocado a una guerra civil, estalla un brote de cólera.
La falta de información de las autoridades y esa canalla necesidad de la gente de buscar culpables, se suman a la malicia de ciertos sujetos que propalan un rumor: los curas han ordenado envenenar las aguas y contratan a niños y mendigos para conseguirlo.
Y las turbas empezaron a asaltar conventos e iglesias y a atacar a cualquier religioso que se atreviera a salir a la calle.
Aquella cacería se conoce hoy como “la matanza de frailes”.
En el resto de Europa pasaba lo mismo pero con los judíos. Lo de siempre.
Los historiadores dicen que las epidemias han cambiado la historia de la humanidad. Pero ¿a toda la humanidad?
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, -como Bolsonaro y como Trump hasta hace pocos días- dijo de nuevo que no usa el cubrebocas, que solo se lo pone en los sitios en que lo requieren, que basta con la distancia social porque ”no es un asunto que esté científicamente demostrado” que la mascarilla salve vidas.
Ahí lo dejo, porque esta columnilla se está escribiendo desde la indignación, el hartazgo y la desolación más tremenda.
Hace apenas unas horas murió uno de mis mejores amigos de la infancia: lo más parecido al hermano idealista, generoso y terco que no tuve; el mejor médico que conocí y un tipo que vivía con tanto entusiasmo, que agotaba a los demás.
En cuestión de nada, en pocos días, el coronavirus fue taladrando su corazón y triturando con meticulosidad sus riñones.
Y con esa inefable maldad de los microrganismos, el virus se empeñó en hacer que su presión arterial se desplomara y luego, que sus pulmones ignoraran que Tony necesitaba aire fresco.
Ahora mismo, ni su mujer ni sus hijos sabemos bien qué hacer.
Todos estamos desmadejados y rotos ante el gran escándalo de la muerte, como decía Julio Cortázar; o el gran consuelo, como prefería Jorge Luis Borges.
Y entre tanto, Lopez Obrador diciendo lo que dice. Peor, imposible.