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Nota del editor: Mari Rodríguez Ichaso ha sido colaboradora de la revista Vanidades por varias décadas. Es especialista en moda, viajes, gastronomía, arte, arquitectura y entretenimiento. También es productora de cine y columnista de Estilo de CNN en Español. Las opiniones expresadas en esta columna son propias de la autora. Puedes leer más artículos en cnne.com/opinion.

(CNN Español) – En estos días de confinamiento, con una vida laboral y social más centrada en el hogar, he estado leyendo mucho y enterándome de fragmentos de historias que ignoraba. ¡Y ha sido fascinante!

Un tema recurrente —muy diferente al estilo de vida y a la libertad que disfrutamos la gran mayoría de las mujeres de hoy— se refiere a las restricciones que por siglos dominaban y decidían la vida de nuestras congéneres. ¡Increíbles muchas de ellas!

Hay cosas que ya sabíamos, como que en varios países del mundo una mujer necesitaba el permiso escrito de su esposo para viajar sola o con los hijos, y su pasaporte —aprobado— debía incluir una foto con sus hijos, ¡por si se le ocurría atreverse a irse sola!

Igualmente era de lo más normal no tener derecho a voto —logrado en Estados Unidos en 1920 después de arduas luchas—, no tener derecho a divorciarse o a casarse sin permiso del padre, ni hablar de ir a las universidades, etc, etc… Escritoras famosas, como Colette, Karen Blixen, Charlotte Bronte, o George Sand, que en realidad se llamaba Amantine Aurore Dupin, usaban nombres de hombres porque si no lo hacían ¡no les publicaban sus libros! Y existían cientos de “reglas morales” que hasta determinaban “los sí y los no” en cuestiones como la moda y el maquillaje. ¡Hasta el largo de la falda era decidido por absurdas cuestiones de moralidad!

Ahora nos sorprenden mucho, pero esas largas listas de prohibiciones —más propias de la “esclavitud” que de una relación con padres o esposos— eran muy comunes. ¡Y cuidado si no se respetaban! ¡Pobres mujeres!

Pues ahora —cuando se cumplen 100 años de la aprobación del derecho de las mujeres a votar en Estados Unidos— me he enterado de algo inconcebible: que, en este país, a comienzos del siglo XX, existía una poco conocida ley de Inmigración, que establecía que cuando una mujer se casaba “con un extranjero” perdía automáticamente su ciudadanía y tenía que adoptar la de su esposo.

Era una vieja ley de 1907 —llamada The Expatriation Act— que obligaba a las mujeres a perder su ciudadanía y aceptar las condiciones del país de su pareja. Y como en muchas naciones las mujeres apenas tenían derechos civiles, las recién casadas perdían también el recién adquirido derecho al voto.

En un artículo reciente, la periodista Jayne Orenstein cuenta que en 1920 su abuela Ida Brown —nacida en Nueva York— había perdido su ciudadanía estadounidense al casarse con un ruso, y como en Rusia estaba todo al revés —como consecuencia de la Revolución bolchevique— ambos fueron considerados apátridas por cierto tiempo. ¿No les parece esto un horror?

La solución finalmente llegó en 1922 cuando el congresista John Cable introdujo en Washington una ley que acabaría la práctica de esta horrible The Expatriation Act. Aunque, a pesar de la ley, las mujeres que ya habían perdido la ciudadanía debían solicitarla de nuevo.

Se decía que esa cruel norma se aplicaba con tal rigidez para evitar que las mujeres pudieran votar y exigir sus derechos individuales. Y también para hacer difícil el matrimonio con extranjeros y obstruir lo más posible la inmigración. ¡Algo que suena muy familiar hoy en día!

¿Lo más curioso —e injusto— de todo? Que esta ley nunca aplicó a los hombres. Es decir, quienes se casaban con extranjeras mantenían intacta su ciudadanía estadounidense.