(CNN Español) – Desde meses antes, si no años, los habitantes de Armero —una próspera población rural en el norte del Tolima, Colombia— se reían cuando les decían que su pueblo podía sufrir una tragedia por una erupción del volcán Nevado del Ruiz.
Así lo recuerda Carlos Echeverry, quien el día de la peor catástrofe natural de Colombia jugó como muchos otros con la ceniza que empezó a caer a las 4 de la tarde y vio, más con diversión que espanto, cómo caían rocas más grandes que el granizo.
La tragedia anunciada que era broma
Ya habían oído de las autoridades locales y departamentales que había un inminente peligro por la actividad del Nevado del Ruiz, una montaña de 5.321 metros de altitud al occidente del pueblo algodonero. A pesar de los avisos de una avalancha, la gente se mantuvo incrédula, y pensó que —acaso— podría haber inundaciones por la crecida del cauce del río Lagunilla, en cuyo valle estaba el pueblo. “La gente lo tomó en broma”, recuerda Carlos, que tenía 12 años aquel 13 de noviembre de 1985.
Después de una tarde de lluvia y ceniza y de la caída de piedras en la noche, Carlos, como la mayoría de armeritas, se acostó a dormir. A las 3 de la tarde había ocurrido la primera erupción, pero nadie se imaginó lo que venía.
Carlos dice que esa noche, cuando se fue la electricidad en el pueblo, su madre y hermanos salieron a la calle a ver qué sucedía, y lo despertaron. Tras la erupción de gases calientes del cráter Arenas, a las 9 de la noche había empezado la avalancha por el desprendimiento de un glaciar del Nevado.
Dos horas después, cuando algunos —como su padre y un tío— se dirigían al río Lagunilla para ver si había inundación, la avalancha llegaba al pueblo. En medio de la oscuridad, Carlos, su madre y sus hermanos escucharon un fuerte estruendo, “como la turbina de un avión”. Alarmados, alertaron a los vecinos mientras la gente en el pueblo ya sucumbía al pánico. Luego, vieron el momento en que el edificio del correo municipal “se partía en dos”.
Empezaron a correr sin saber a dónde, en medio de los gritos, del caos y de la avalancha que devoraba todo a su paso. Alcanzaron a llegar al terreno del cementerio, sin mayores heridas. Otros, como una señora que iba corriendo tomada de la mano con un hermano de Carlos, no tuvieron la misma suerte. La avalancha se llevó a esa mujer y el joven no tuvo otra opción que soltarla para no ser engullido por el lodo.
“Una máquina de asfalto”
La avalancha bajó por la montaña arrastrando todo lo que encontró a su paso a más de 40 kilómetros por hora en el cauce del río Lagunilla, y destrozó el pueblo.
Al amanecer, aferrados a árboles y a sus oraciones, Carlos y su familia observaron por primera vez la imagen que nunca se les olvidará: la desolación de un pueblo desaparecido. “Es como si hubiera pasado encima una máquina de asfalto”, recuerda.
Mientras amanecía, vieron también cómo se acercaban otros sobrevivientes entre los escombros, cubiertos en barro, algunos malheridos, incluso mutilados.
“Nunca se me podrá olvidar: la primera persona que vi muerta estaba sin brazos y sin piernas, solamente el tronco y la cabeza. Fue aterrador”, cuenta.
Para salvarse y salir de ese pueblo convertido en un lodazal mortal, tuvieron que caminar sobre tejas, muros, árboles y cuerpos: cadáveres de gente petrificada, desmembrada. “Caminé encima de tres hermanitos, el mayor —de mi edad— tenía a los otros dos agarraditos de la mano, muertos”.
Algunos, como Silvia Milena Mendoza, que quedaron atrapados entre el barro tras perder el conocimiento, fueron rescatados por las autoridades que llegaron a atender la emergencia la mañana siguiente. Tras la avalancha, Silvia Milena despertó, herida entre el lodo. Ella tuvo la fortuna de ser evacuada en helicóptero. Tenía solo 6 años.
El mundo entero recuerda el caso de Omaira Sánchez, la niña que, atrapada entre los escombros, murió después de 60 horas de espera mientras los esfuerzos para sacarla fracasaban. Pero como ella había mas: los desafortunados que fueron amarrados con cadenas y jalados por grúas. “Si salían completos, bien, y si no los botaban, y seguían”, recuerda Carlos.
Alrededor de 25.000 personas murieron, de las más de 40.000 que vivían en una comunidad en crecimiento. Carlos perdió, además de amigos, a sus abuelos maternos.
La vida que no fue
Carlos pasó por varios albergues, una época en la que “lloraba de la tristeza, al ver que todo se lo había llevado en un momentico el destino”. Después de 10 años, su familia pudo reubicarse finalmente en Soacha, al sur de Bogotá, en casas donadas. Pero la vida no era igual: la de antes ya no existía, había sido borrada por la avalancha, y la de entonces era incierta. “Son secuelas que uno piensa que no le afectan a uno en su andar, pero eso es mentira”.
“Uno queda incompleto en la vida”, sentencia.
Silvia Milena, por su parte, no solo habla de Armero como de otra vida, sino como la vida de alguien más, una que ella no vivió. El peso de la tragedia la ha hecho dejar enterrado el pasado en el lodazal de la avalancha y para ella su vida empezó después del rescate en helicóptero.
Aunque hubo muchas muestras de solidaridad, Carlos dice que fue testigo de cómo las autoridades repartían a su acomodo las donaciones, entregando lo viejo y quedándose con lo nuevo. También vio a familias desconocidas que se declaraban víctimas para reclamar los beneficios.
Y muchos de los niños que como él crecieron en Armero quedaron sin familia. Algunos, aún son contados como desaparecidos. Según la fundación Armando Armero, alrededor de 200 familias siguen buscando a sus niños. Es probable que muchos sigan con vida: algunos tal vez fueron adoptados o reubicados en casas ajenas en medio del desorden y el drama de la emergencia en 1985.
35 años después, esa fundación realiza en este aniversario una toma de muestras de ADN para reunir a las familias.
Una lección dolorosa
La de Armero fue la segunda catástrofe volcánica más mortal del siglo XX, después de la de Mount Pelèe, Francia, en 1902, que dejó 28.000 muertos. Pero sin duda será recordada como la más desesperante, no solo por las advertencias no atendidas, sino por la impotencia técnica de las autoridades.
Martha Calvache, directora del Servicio Geológico Colombiano, dice que si aquel 13 de noviembre la gente se hubiera movilizado hacia las lomas de la zona, se habría salvado. Pero en ese entonces “la gente no entendía la relación entre Armero y el Nevado”.
Ese día, en cuanto ocurrió la primera erupción, las autoridades alertaron a las poblaciones de la Cordillera Central próximas al Ruiz sobre los riesgos de una avalancha. Incluso cuando inició el alud de agua y lodo, desde los pueblos más altos alertaron a Armero.
Pero, como explica Calvache, en Colombia no existían entonces equipos para el monitoreo técnico del volcán y, por tanto, había un “gran desconocimiento” entre la población.
Los armeritas ni siquiera sabían que el río Lagunilla nacía en el Nevado ni comprendían qué significaba que el volcán estuviera activo, explica Calvache, quien antes de la avalancha estuvo en el cráter evaluando la actividad como funcionaria de la la Central Hidroeléctrica de Caldas.
A pesar de las precariedades técnicas, antes de la tragedia sí había asociaciones de monitoreo y hubo gestión de riesgo, según señala Gloria Patricia Cortés, directora del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales. “Faltó tiempo para que las personas se apropiaran” de la conciencia del peligro y se educaran para saber qué hacer, cómo prevenir.
Una erupción, explica Cortés, no significa que vaya a haber una tragedia. “La historia geológica se repite”, dice, pero la clave es la prevención.
Quedó esa lección para Colombia: desde entonces el país no solo cuenta con personal capacitado y equipos de monitoreo para impedir una nueva tragedia relacionada con la actividad volcánica, sino que las comunidades están mejor informadas para saber actuar.
Ya nadie lo toma en broma. Colombia lleva 35 años recordando la razón.
Nota del editor: Esta historia fue publicada originalmente en 2015.