Nota del editor: Holly Thomas es escritora y editora radicada en Londres. Su cuenta de Twitter es @HolstaT.Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivamente de la autora. Puedes leer más artículos como este en cnne.com/opinión.
(CNN) – Ten en cuenta: la columna de opinión que se encuentra a continuación contiene spoilers de la temporada 4 de “The Crown”.
Si uno tuviera que diseñar las peores vacaciones posibles cerca de casa, dudo que un solo detalle se desviara de la descripción de las vacaciones de la realeza en Balmoral en el segundo episodio de la cuarta temporada recién estrenada de “The Crown”. La temporada está ambientada a fines de la década de 1970 y en la década de 1980 y en ella debuta Gillian Anderson como la primera ministra Margaret Thatcher. También Emma Corrin como Diana Spencer, la potencial prometida del príncipe Carlos y futura princesa.
En el transcurso de varios días en color caqui, a Thatcher, seguida inmediatamente por Spencer, la familia real las pone a prueba. La realeza tiene una serie de evaluaciones conocidas tanto en la serie como en la vida real como “prueba de Balmoral”. Esta se lleva adelante en la casa de vacaciones de la realeza en Escocia para determinar si el clan aceptará a un recién llegado.
La prueba –que se centra en gran medida en la capacidad de tolerar el barro y los juegos de salón indescifrables– y la familia son tan espantosos que hacen que el espectador se encariñe de inmediato con Thatcher. Sus limitadas ambiciones de hacer un poco de trabajo y dormir en la misma cama que su esposo se ven frustradas a cada paso por el esnobismo en alza de sus anfitriones –especialmente la princesa Margarita, interpretada por Helena Bonham-Carter– y su propia ignorancia de las “reglas”. A Diana, desgarradoramente joven, pero a diferencia de Thatcher muy elegante, le va mucho mejor. “Soy una chica de campo en el fondo”, dice fingiendo, después de que la sacan de la cama al amanecer para ir a un viaje de caza de ciervos con el intimidante padre de su cita de fin de semana, el príncipe Felipe (interpretado por Tobias Menzies).
El viaje, que culmina con la cabeza de un ciervo colocada en la pared como una dura metáfora del destino de Diana con Charles, encapsula el mensaje más fuerte de la temporada: la realeza es horrible. Más que ninguna otra, esta temporada demuestra cuán efectiva ha sido la maquinaria de relaciones públicas del palacio desde entonces para cambiar la visión pública de un grupo de personas que, sean o no exactamente como sus contrapartes en la pantalla, ciertamente acumularon suficientes hechos terribles sobre los que basar un programa de televisión excelente.
La temporada comienza con un recuento de la muerte de Lord Mountbatten, quien fue asesinado en un barco pesquero frente a la República de Irlanda por el ERI. Carlos, el hijo mayor de la reina Isabel y heredero del trono, ha sido perseguido por su familia durante años –incluso por Lord Mountbatten (en el programa) a través de una carta que le envía antes de morir– para que encuentre una esposa adecuada. En la vida real, Mountbatten había aconsejado durante mucho tiempo a Carlos que no fuera detrás de su amor de largo aliento, Camilla Parker Bowles. Además reforzó la importancia de que encontrara una pareja adecuada, un objetivo vital, al parecer, para casi todos los miembros de la familia excepto para Carlos.
Todo el elenco, incluidos las recién llegadas Anderson y Corrin, llevan adelante una actuación estelar. El horror de la realeza se describe en ‘The Crown’ en gran parte a través del trato del grupo a Diana, interpretada exquisitamente por Corrin como una joven paralizada, que se estremece ante el comentario cruel de la puntiaguda princesa Margarita mientras pasa de puntillas su primera noche en el Palacio de Buckingham. Mientras que la historia de Diana sigue el guión trillado de la joven desconocida que se aleja de su familia conyugal, pero a la que la población ama salvajemente, la de Carlos se trata de manera más abrupta.
Carlos es el único miembro de la familia que lamenta de manera convincente la muerte del tío de su padre, Lord Mountbatten. El joven, interpretado en ‘The Crown’ maravillosamente por Josh O’Connor, es penalizado por la cercanía de su relación por un príncipe Felipe celoso, antes de ser encajado por sus dos padres en un matrimonio sin amor con la joven Diana. Casi de la noche a la mañana, se transforma de soltero pensativo al que su hermana llama “Eeyore” en un fracaso de esposo desapasionado, desconsiderado y cruel. No hace ningún esfuerzo por ocultar su romance continuo con Parker-Bowles, incluso en su luna de miel. Y aunque su propia situación general es comprensible, la rapidez con la que se convirtió en un marido insensible –que precede al ascenso de Diana al superestrellato– no se explica del todo por el desapego de sus padres, o por la inhumanidad de su matrimonio forzado.
Al estilo tradicional de los poshos británicos, la reina Isabel (Olivia Colman) y compañía logran permanecer perpetuamente incómodas tanto física como moral y emocionalmente. Cuando no están atrapando a sus hijos en uniones trágicas, están subiendo colinas bajo la lluvia, ignorando la desintegración estética de sus palacios o sacrificando empleados leales para salvar las apariencias. Su rigidez arraigada solo se compara con la rigidez de su cabello (el de la princesa Margarita es el único que se mueve) y con la de Thatcher, cuyo enorme peinado esférico también podría tener su propia biografía para leer: “duro como la reina, pero con cerebro más grande”.
Al igual que la reina, cuya preferencia en la vida real por el príncipe Andrés se refuerza en una secuencia en la que sopesa los méritos limitados de sus cuatro hijos, a Thatcher se la muestra favoreciendo a su peor hijo y con más derechos, Mark. Hay un sexismo narrativo evidente en la reescritura que hace un episodio de la historia para presentar la guerra de las Malvinas o Falkland como una expresión del desbocado instinto maternal de Thatcher –que se hace eco de forma disonante de un comentario inicial del príncipe Felipe sobre las “mujeres menopáusicas” a cargo– cuando Mark desaparece.
En la vida real, los eventos no se superpusieron. Mark desapareció (y fue encontrado) en Argelia 10 semanas antes del comienzo de la guerra de las Malvinas o Falkland. Del mismo modo, la implicación sexista de que la resistencia de Thatcher a la presión del resto de la Commonwealth (y de la reina Isabel) para imponer sanciones a Sudáfrica se debió a su deseo de proteger los intereses comerciales de Mark, lo que en cierto modo elude de alguna manera su compleja relación con la región.
El foco de Thatcher de volver a encarrilar a Gran Bretaña sin importar el costo para muchos de sus habitantes empobrecidos –tan deliberado en la pantalla como muchos dirían que fue en la vida– es decididamente menos maternal. Forma un contraste interesante con la reina Isabel interpretada por Colman, que aparentemente puede reunir un poco más de simpatía por sus súbditos que sus propios hijos miserables.
En el episodio cinco de ‘The Crown’, la reina logra mantener una conversación con un hombre que irrumpe en el palacio, aunque es importante tener en cuenta que ese no fue el caso en la vida real, según el intruso. Pero cuando la Diana interpretada por Corrin pide una audiencia, la reina la ignora repetidamente, compartimentando su sufrimiento, y el de su hijo Charles, con una facilidad robótica (un tono aparentemente no tan alejado de la verdadera relación de la reina y Diana). Esa capacidad de compartimentar parece ser hereditaria, tanto dentro como fuera de la pantalla.
La crueldad menos famosa de la temporada puede ser la más conmovedora. En el episodio siete, “El principio hereditario”, la princesa Margarita descubre que cinco de sus primos y de la reina Isabel fueron escondidos en un hospital psiquiátrico en 1941 y declarados muertos públicamente. Cuando Margaret se enfrenta a la reina madre al respecto, explica la decisión como una consecuencia más de la abdicación del rey-emperador Eduardo en 1936, que convirtió la pureza del linaje de la familia en un tema de interés internacional.
Si bien esa conversación es ficticia, la versión reportada de los eventos de la vida real es que la reina madre se enteró de que los primos estaban vivos a principios de la década de 1980, pero no los visitó ni corrigió el registro público. Ella era, por cierto, la patrona de la Real Sociedad de Niños y Adultos con Discapacidades Mentales.
Nada en la serie ejemplifica mejor lo asombroso que es que este grupo de personas, tan desconectado tanto del público como de los demás. Un grupo que pudo en las pocas décadas transcurridas desde estos eventos construir una maquinaria de relaciones públicas tan robusta que ha resistido en los últimos años no solo la salida del príncipe Enrique y Meghan Markle, sino la asociación del príncipe Andrés con el pedófilo condenado Jeffrey Epstein, y las horribles acusaciones formuladas contra él (que el Palacio de Buckingham ha negado enfáticamente).
Cualquiera que haya crecido en la década de los 2000 en Gran Bretaña habrá sido consciente del perfil de la familia real en su ascenso, impulsado por los príncipes Guillermo y Enrique más accesibles, y sobrealimentado por la boda real de 2011 del príncipe Enrique y Kate Middleton. La cuarta temporada de “The Crown” es un recordatorio sólido de que incluso hace poco la realeza estaba en un estado casi constante de crisis, y plantea la pregunta de cuánta más controversia puede soportar la imagen de la familia. A medida que la línea de tiempo de la serie se acerca al presente, la popularidad continua de la realeza en la vida real se vuelve más difícil de reconciliar con la realidad. Mientras tanto, sus contrapartes en pantalla se vuelven más fascinantes de ver.