Castro salta de un tanque en abril de 1961 a su llegada a Girón, Cuba, cerca de Bahía de Cochinos. Ese mes un grupo de 1.300 cubanos exiliados, armados con armas de EE.UU., intentaron fallidamente derrocar a Castro.

Nota del editor: Carlos Alberto Montaner es escritor, periodista y colaborador de CNN. Sus columnas se publican en decenas de diarios de España, Estados Unidos y América Latina. Montaner es, además, vicepresidente de la Internacional Liberal. Las opiniones aquí expresadas son exclusivamente suyas.

(CNN Español) – Han pasado 60 años de la expedición de bahía de Cochinos. ¿Por qué fracasó? Durante muchos años, como tantos cubanos, equivocadamente repetí como un papagayo que la única culpa de ese fracaso la tuvo el presidente demócrata John F. Kennedy por tres razones:

Primero, porque cambió el lugar del desembarco para acallar el escándalo mediático que, sin duda, se armaría. Bahía de Cochinos era un lugar remoto y aislado de Cuba. Originalmente, se planeó que el desembarco sería por Casilda, el puerto cercano a Trinidad, en las faldas de las montañas del Escambray, donde existían unos aguerridos campesinos enfrentados al régimen y a donde se podían replegar los expedicionarios en caso de que las cosas salieran mal.

Segundo, porque impidió que los invasores tuvieran un claro dominio de los cielos al reducir los bombardeos a la aviación enemiga. Como me explicó Santiago Morales, un miembro de la Brigada 2506 que se infiltró en Cuba y pasó 18 años en la cárcel: “Bastó un puñado de Seafury británicos y un par de T-33 norteamericanos capaces de volar, que salieron indemnes del ataque del día 15 de abril, para destruir los barcos de transporte de avituallamiento de las tropas invasoras. No fuimos aniquilados. Simplemente, nos quedamos sin balas. Mientras nuestros viejos y lentos B-26 tenían que volar durante varias horas para estar 10 minutos sobre el teatro de operaciones, ellos estaban a 15 minutos de sus bases”.

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Tercero, porque no quiso ordenar una invasión de las tropas estadounidenses o, al menos, enviar una escuadrilla de jets militares a recuperar el espacio aéreo perdido. De acuerdo con esta hipótesis, hubiera bastado el dominio del aire para que los expedicionarios hubieran triunfado. Solo que el presidente de Estados Unidos, públicamente, pocos días antes de la invasión, se había comprometido a que, en ningún caso, las Fuerzas Armadas estadounidenses intervendrían en los conflictos cubanos.

Hoy se sabe que las razones son otras y que vienen del gobierno de Dwight Eisenhower, inmediatamente anterior al de John F. Kennedy:

Primero, el general Eisenhower, quien hizo su primera campaña presidencial oponiéndose a la guerra de Corea, no quería pasar a la historia desatando una guerra muy impopular en el Caribe. En ese momento, los “barbudos de Sierra Maestra” eran universalmente respetados y, en muchos ambientes, hasta queridos.

Segundo, para esos fines disponía de la CIA. A la administración Eisenhower le había sido muy útil en Irán, cuando un golpe militar depuso al primer ministro Mohammad Mossadeq en 1953, y en Guatemala para derrocar al presidente Jacobo Árbenz en 1954. Los “expertos” en Guatemala fueron designados para liquidar a Fidel Castro, sin advertir las grandes diferencias entre Árbenz y el “máximo líder de la Revolución cubana”, asi como entre Guatemala y Cuba, y ni siquiera tuvieron en cuenta el hecho de que la URSS no iba a dejar abandonado a su flamante satélite caribeño.

Tercero, a mediados de marzo de 1960, el presidente de EE.UU, Ike Eisenhower, le ordenó a la CIA que derrocara a Fidel Castro, pero que no dejara huellas de sus actos. Una semana antes, la URSS había enviado clandestinamente a Cuba al general Francisco Ciutat, alias “Angelito”, para que organizara la defensa militar del régimen. Lo hizo, muy exitosamente, en el Escambray y en bahía de Cochinos.

El error primordial de Eisenhower y de Kennedy fue tratar de ocultar la huella estadounidense. La oposición cubana no entendía nada. Si el aliado por antonomasia de los demócratas cubanos, que pocos años antes había ido a pelear a Corea –a miles de kilómetros de distancia, amparados en la “teoría del dominó” que dice que si un país adopta un sistema político las naciones en su área también adaptarían la misma ideología–, ¿por qué Washington no utilizaba el mismo razonamiento en Cuba? ¿No hubiera sido mejor invocar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) e informarle a la URSS que no aceptaban la presencia soviética en el vecindario americano?

Naturalmente, eso hubiera querido decir que EE.UU. habría asumido su rol de defensora a ultranza de la democracia, algo que el país estaba dispuesto a hacer en Corea, pero no a 90 millas de sus costas, pese a que el precio ha sido muy elevado en América Latina. (Un precio que los venezolanos continúan pagando, 62 años después del establecimiento en Cuba de la dictadura comunista instaurada por los Castro).

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En todo caso, si Kennedy hubiera ordenado a una flotilla de aviones que le entregaran el espacio aéreo a los invasores no hubiera servido de mucho. Menos de 1.500 bravos expedicionarios no hubieran podido enfrentarse a las oleadas que el régimen les lanzaba de combatientes dispuestos a pelear y matar.

En 1965, Lyndon Johnson se enfrentó a una situación más o menos parecida en República Dominicana y, tras invocar el TIAR, ordenó a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos que liquidara la insurgencia procastrista, cosa que hicieron eficazmente. Pero fueron ellos los que desembozadamente desembarcaron.

Eso pudiera haberse llevado a cabo en Cuba, a sabiendas de que moriría mucha gente. Fidel no se hubiera rendido. Era el final operático que esperaba. Dieciocho meses después de lo ocurrido en bahía de Cochinos, cuando le pidió insensatamente a Nikita Jruschov que atacara preventivamente a Estados Unidos, daba por sentado que el pueblo cubano desaparecería como consecuencia de las represalias.

Recuerdo que, en Panamá, le pregunté a Henry Kissinger por qué calculaban que vencer en Cuba les hubiera tomado un mes. “Ese es el cálculo de los militares” me dijo. “¿Y si los cubanos resisten?”, indagué. “Entonces es cuestión de una semana” me dijo. En todo caso, fuere un mes o una semana, hubiese sido una carnicería espantosa.