Una bengala disparada por las fuerzas israelíes ilumina el cielo sobre la ciudad de Rafah, en el sur de la Franja de Gaza a principios del 16 de mayo de 2021. Crédito: SAID KHATIB / AFP a través de Getty Images

Nota del editor: Jorge Dávila Miguel es licenciado en Periodismo desde 1973 y ha mantenido una carrera continuada en su profesión hasta la fecha. Tiene posgrados en Ciencias de la Información Social y Medios de Comunicación Sociales, así como estudios superiores posuniversitarios en Relaciones Internacionales, Economía Política e Historia Latinoamericana. Actualmente, Dávila Miguel es columnista de El Nuevo Herald, en la cadena McClatchy y analista político y columnista en CNN en Español. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. Mira más en cnne.com/opinion

(CNN Español) – Los cohetes de Hamas siguen cayendo en Jerusalén y otras ciudades de Israel. El Domo de Hierro, el sistema antimisiles israelí, las defiende; los cazas israelíes bombardean Gaza. Derribaron por completo un edificio de trece pisos y también cuatro edificios perfectamente señalizados del Programa de refugiados de las Naciones Unidas. Derribaron el edificio donde estaban las oficinas de prensa de Associated Press (AP) y Al Jazeera. La AP pide pruebas a las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) de sus razones para la destrucción. Pero solo resalta el frío conteo de los muertos, que favorece a los israelíes: unos 212 palestinos muertos contra 10 judíos. Entre ellos niños, uno en la parte israelí y 61 en la palestina. La avanzada tecnología militar de Israel está ganando en el conflicto armado.

En total, más de 52.000 palestinos han sido desplazados por los ataques aéreos que han destruido o severamente dañado cientos de edificios en Gaza, dice la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios. Amnistía Internacional ha dicho que estos ataques a barrios residenciales pueden constituir crímenes de guerra.

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Todo empezó con intentos de desalojo de cuatro familias en el barrio palestino Sheij Jarrah, en Jerusalén oriental. Desde 1948, la división de Jerusalén implicó que los palestinos que vivían en el oeste y los judíos que vivían en el este tuvieran que abandonar sus casas, pero dos nuevas leyes, la Ley de Propiedad de Ausentes y la de Asuntos Legales y Administrativos, ratificadas por la justicia israelí, les da a los judíos el derecho a reclamar antiguas propiedades en el barrio árabe, derecho de reclamación que no se les brinda equitativamente a los palestinos que tuvieran propiedades en el actual barrio judío.

Por cierto, dicha ley aún se encuentra bajo apelación ante el tribunal constitucional de Israel, pero no esperaron por su resultado. Las piedras, el agua apestosa y la represión no esperaron ni a que se decidiera la apelación, ni que el sagrado mes musulmán de ramadán terminara: la Policía israelí llegó a la mezquita de Al Aqsa y atacó a los fieles musulmanes en su celebración.

Esos dos hechos fueron el preámbulo del conflicto actual entre palestinos e israelíes, un conflicto que podría convertirse en una guerra a gran escala e incluso involucrar a otros Estados. Y el conflicto de propiedades en Sheij Jarrah simboliza un objetivo estratégico de Israel: quiere hacer que Jerusalén sea más judía, porque Israel considera toda la ciudad como su capital, aunque eso no sea aceptado por la mayor parte de la comunidad internacional, pero sí por Estados Unidos desde el gobierno de Donald Trump, que sí la reconoció.

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Israel vive en una constante segregación racial o étnico-religiosa, porque allí palestinos y judíos no se mezclan en los barrios. Y todo esto se complicó más, cuando la partición de Jerusalén cesó en 1967, después de la guerra de los Seis Días. Entonces, Jordania perdió el control de Jerusalén oriental. En junio de ese año, el Estado israelí ocupó toda la ciudad, hasta ese momento bajo mandato jordano y, desde entonces, considerada por la ley internacional como un territorio ocupado. Pero debido a una ley que la justicia ratificó recientemente para Jerusalén oriental, el dueño judío tiene el derecho de desalojo de una propiedad en Jerusalén oriental.

Dicha segregación solo tiende a crecer, con visos de limpieza étnica porque el Gobierno de Benjamín Netanyahu sigue promoviendo las edificaciones de judíos en territorio palestino, con el consecuente desplazamiento de esta última población a otras zonas. Y con la nueva aplicación de esta ley, que permitiría a los judíos reclamar propiedades en Jerusalén oriental, desalojaria a los residentes palestinos aún más.

El conflicto entre los dos pueblos, las dos religiones, pero dos primos ––ya que tanto árabes como judíos descienden del mismo patriarca, Abraham, el primero que llegó a lo que es hoy el territorio en disputa–– no tiene solución alguna a la vista. No este conflicto, que presumiblemente terminara con una victoria israelí o un conveniente alto el fuego y una tregua hasta que estalle el nuevo conflicto, sino la verdadera, la guerra fundamental, la de Hamas que no reconoce al Estado de Israel, y la de Israel cuyo rumbo es alejarse cada vez más de la solución de los dos Estados, uno israelí y otro palestino. Viviendo como buenos primos, uno junto a otro. Compartiendo el hummus, como buenos vecinos.

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Pero nada más lejos de la realidad en quienes mandan respectivamente a cada camada de primos. Los que viven del poder, alimentados por inconmovibles ideales o conveniencias políticas, como es el caso de Benjamin Netanyahu. El poder político de Netanyahu estaba a punto de tambalearse de nuevo debido a acusaciones de corrupción y los cohetes de Hamas tal vez vinieron a salvarlo. Al igual que a Hamas, que se lanzó al ataque sin calcular que más de 200 palestinos, entre ellos niños y ancianos, morirían y sabrá Dios cuántos faltan.

Una batalla puede ganarse, una guerra también, pero la paz y la justicia son las batallas más arduas, y de sus victorias depende la historia. ¿Qué dirá la historia de quien gane las batallas militares, pero pierda las de la justicia?