Nota del editor: Jorge G. Castañeda es colaborador de CNN. Fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Actualmente es profesor de la Universidad de Nueva York y su libro más reciente, “America Through Foreign Eyes”, fue publicado por Oxford University Press en 2020.
(CNN Español) – La ofensiva lanzada por el presidente de Nicaragua Daniel Ortega contra sus adversarios electorales, tanto políticos como empresariales -e incluso culturales- en las últimas semanas, ha sido ampliamente comentada por la prensa internacional. Asimismo, ha sido condenada por varios países y distintas instancias multilaterales. Representa un retroceso y una tragedia paradójica, para el país donde una revolución victoriosa, hace 42 años, despertó tantas esperanzas en toda América Latina.
La vicepresidenta y primera dama Rosario Murillo ha criticado a aquellos que señalan el Gobierno, y el canciller Denis Moncada ha dicho que el Gobierno no va a permitir “injerencia” internacional.
El mismo Daniel Ortega, quien llegó a Managua el 19 de julio de 1979 en compañía de la recién conformada Junta de Gobierno a bordo del avión Quetzalcóatl del Gobierno de México, es hoy un feroz autócrata empeñado en reelegirse por cuarta vez el 7 de noviembre. Para ello ¿qué mejor estrategia que inhabilitar o encarcelar a sus posibles rivales, y reprimir a sus aliados?
El instrumento privilegiado para ello ha sido la llamada Ley 1055 de “defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y la autodeterminación para la paz”. Dicha aberración legal designa traidores a la patria a todos aquellos que “inciten la injerencia extranjera en los asuntos internos, pidan intervenciones militares y se organicen con financiamiento de potencias extranjeras”. Otro mecanismo ha sido el de acusar a opositores de lavado de dinero.
Todo esto sucede en un país muy diferente al de 2018, cuando miles de jóvenes salieron a las calles a protestar por distintas causas, desde una reforma a la seguridad social hasta la falta de oportunidades para los estudiantes universitarios, y fueron brutalmente reprimidos por fuerzas estatales y oficiosas o paramilitares. Más de 300 manifestantes murieron, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Pero la sociedad se encontraba en plena efervescencia; hoy no es el caso.
En realidad, la única opción provista de un mínimo de eficacia para liberar a Cristiana Chamorro, la precandidata presidencial de oposición con mayor apoyo en las encuestas; a su sobrino Juan Fernando; a otro precandidato declarado, Arturo Cruz, embajador del propio Ortega en Estados Unidos entre 2007 y 2009; a la líder revolucionaria e historiadora Dora María Tellez; al exvicecanciller Víctor Hugo Tinoco, y en total a 15 opositores presos, se encuentra fuera de Nicaragua, en la comunidad internacional. Por una larga y amarga experiencia, sabemos que la presión externa posee límites en América Latina, tratándose de dictaduras longevas, como yo considero que es el Gobierno de Daniel Ortega.
No ha funcionado en Cuba, en Venezuela, en Chile –bajo la dictadura de Pinochet–, pero tampoco en Myanmar hoy, ni en China o Rusia. Sobra decir que esta lista no es exhaustiva ni sus componentes son fácilmente comparables al caso de Nicaragua. Se trata de un país pequeño, pobre, altamente sensible al apoyo internacional, carente de los respaldos externos o internos de los cuales gozaron en distintos momentos los regímenes autoritarios.
Por eso resultan tan interesantes –y contradictorias- dos reacciones en el ámbito internacional ante la tragedia nicaragüense. Del lado positivo y esperanzador tenemos el proyecto de ley de dos legisladores estadounidenses: una republicana, conservadora y cubanoestadounidense de la Florida, y otro demócrata y progresista de Nueva Jersey. La propuesta de María Elvira Salazar y de Tom Malinowski consiste en retirarle a la dictadura de Ortega los beneficios del Tratado de Libre Comercio de Centroamérica con Estados Unidos –conocido como CAFTA, de 2005-, por violar los derechos humanos y las reglas democráticas. Creo que difícilmente prosperará esta iniciativa, ya que el CAFTA es un acuerdo comercial aprobado por ambas Cámaras del Congreso y probablemente la expulsión de uno de los firmantes requeriría la aprobación, de nuevo, de ambas cámaras. No obstante, el mismo hecho de empezar a vincular el respeto a los derechos humanos y la defensa colectiva de la democracia con el comercio constituye un paso de gran trascendencia. Es algo a lo que EE.UU. siempre se había negado –la Unión Europea, menos– y lo que se pueda avanzar con esta iniciativa será fundamental, aunque no se logre del todo.
El segundo elemento internacional de la crisis nicaragüense es, al contrario, desalentador. Hace unos días, el Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobó una resolución condenando al Gobierno de Ortega y exigiendo la liberación de los opositores encarcelados. Nicaragua, Bolivia y San Vicente y las Granadinas votaron en contra, lo cual no sorprende ni importa. Pero mucho más grave fue que México y Argentina se hayan abstenido, y que hayan emitido un comunicado conjunto vergonzoso, justo después de la votación.
En dicho pronunciamiento los Gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y de Alberto Fernández se limitaron a manifestar su “preocupación” por las detenciones en Nicaragua. Pero sobre todo, invocaron el supuestamente sacrosanto principio de no intervención y expresaron su desacuerdo con “la pretensión de imponer pautas desde afuera o de prejuzgar indebidamente el desarrollo de procesos electorales”.
¿Cómo puede prejuzgarse “indebidamente” el proceso electoral nicaragüense si todos los candidatos, menos uno, se encuentran detenidos? En el caso de López Obrador, hay que recordar que México rompió relaciones diplomáticas con la dictadura de Anastasio Somoza Debayle y ayudó activamente a la oposición sandinista a derrocarlo.
Más allá, varios miembros del Gobierno de Fernández, y de su bancada parlamentaria, tuvieron padres o abuelos perseguidos, torturados o exiliados por la dictadura militar de los años setenta y ochenta; ellos buscaban fervorosamente apoyos internacionales contra la dictadura, desde Jimmy Carter hasta el propio Gobierno de México. Ahora prefieren no intervenir.
Nicaragua fue un caso emblemático en 1979, a pesar de sus dimensiones y de su pobreza. Hoy, lo puede volver a ser. En parte, desde luego, como en aquella época, gracias al esfuerzo de sus habitantes. Pero también a raíz de la solidaridad de sus vecinos, cercanos o no, con las víctimas de una dictadura tan abominable como la de la dinastía de los Somoza.