Nota del editor: David Valenzuela es miembro del equipo de Normas y Prácticas Periodísticas de CNN. Periodista español asentado durante más de una década en Estados Unidos, fue corresponsal de la Agencia Efe en Nueva York y Naciones Unidas antes de incorporarse en 2012 a CNN en Atlanta. Síguelo en Twitter en @ValenzuelaCNN. Las opiniones expresadas en este comentario son suyas.
(CNN Español) – No he dejado de pensar en Samuel Luiz estos días. Cuando desperté el 4 de julio, su nombre se repetía en todas mis redes sociales gracias a una etiqueta que se viralizó en mi España natal y que ya no olvidaré: #JusticiaParaSamuel. Cómo duele la realidad que abrió ante mí ese hashtag: Samuel tenía 24 años, salió a pasarlo bien con sus amigas en la ciudad de A Coruña y recibió una paliza que le costó la vida. Simplemente horrible. Las autoridades estudian qué provocó un crimen tan salvaje y no descartan la homofobia como móvil. Una amiga que estaba con él no duda de que lo mataron por ser gay. Dice que, al abalanzarse sobre él, le gritaban un insulto homófobo. Sí, esa palabra despectiva, malsonante. Todos la conocemos bien y muchos quisiéramos hasta reclamarla como propia. Últimamente hasta triunfa como título de una serie de televisión. Pero cómo cuesta pensar que entre lo último que oyó Samuel en vida está ese vocablo cargado de odio, que desde hace siglos se encarga de hacer creer a quien lo recibe que no es tan hombre como quien lo suelta se pavonea de ser.
Nos lo han llamado desde niños, a mí incluido. Recuerdo cómo un grupo de muchachos mayores se reía de mí en el recreo y en ocasiones murmuraban la palabra. Otras la lanzaban como un insulto para que los oyeran y me señalaran. Se reían, según creo que decían, porque yo tenía demasiadas amigas y pocos amigos. También alguno me dijo que en ocasiones andaba como una niña. Tampoco me gustaba el deporte. No cuadraba dentro de su paradigma machista heterocéntrico. Y me señalaban quizás como también habían señalado a Samuel antes de ese fatídico encuentro.
El padre de Samuel tuvo la valentía de ponerse al teléfono con un programa de televisión y hablar con cariño de su hijo. Incluso dijo que nunca habían hablado de su orientación sexual. Roto de dolor explicó que tan solo una vez trataron de tocar el tema. Samuel le dijo “lo que uno es o deja de ser es cosa de cada uno”, para apostillar que “hay un tiempo para hablar las cosas, ahora no es el momento”. Y ese momento nunca llegó.
Samuel decidió no hablar en casa. Como él, hemos sido muchos quienes guardamos silencio durante años. Nos metíamos en un caparazón de supervivencia. Una coraza a prueba de insultos, atropellos y ataques. También a prueba de nosotros mismos, de nuestras inseguridades y de nuestra falta de comprensión sobre quienes somos. Porque sí, ese insulto no solo nos roba parte de nuestra infancia y adolescencia, también a veces nos roba la identidad. Yo negué mi identidad durante años, siempre dentro de una armadura que puede ser muy potente y aguantar todo tipo de embistes. Pero un día no puedes más y todo explota. Y luego todo mejora, gracias sobre todo al grupo de apoyo del que te rodeas y que te hace ver que eres como eres. Eres gay, lesbiana, bi, trans, queer y eres tan maravilloso como cualquier hijo de vecino. Y en ocasiones sigue siendo imposible hablar sin tapujos sobre quién eres con tu familia. Hace falta más tiempo, un tiempo que a Samuel se lo arrebataron.
Quiero pensar que este muchacho que, según su padre, llegó con él a España con apenas 14 meses proveniente de Brasil vivía su vida fuera de casa como él quería. Con el apoyo de sus amigas y amigos, con la aceptación y la tolerancia hacia la diversidad que ha marcado la vida pública española en las últimas décadas. Pero, por desgracia, Samuel no está solo en una larga lista de personas que sufren el odio de otros. En el mes del Orgullo en España han sobrado los titulares de agresiones contra miembros del colectivo LGTBI. Los observatorios del colectivo lo achacan en parte a una normalización del discurso del odio que se ve, no solo en España sino en buena parte del mundo, de la mano de algunos partidos políticos y organizaciones retrógradas. Ante eso el mejor antídoto ha sido la calle: las concentraciones multitudinarias en toda España pidiendo justicia para Samuel son mil veces más potentes que los insultos y la violencia. Quiero pensar que Samuel vio a los españoles compungirse unidos por él, gritando a viva voz o con el silencio de sus banderas y carteles para que no haya ni una agresión más, para que de una vez por todas nuestra manera de ser, lucir o amar no sea nuestra sentencia de muerte.