Nota del editor: Mateo Sancho Cardiel (Zaragoza, España, 1983) es escritor, periodista y doctor en Sociología. Vinculado como periodista a la Agencia Efe desde 2006 a 2015 –fue corresponsal en Nueva York en los últimos dos años– y colaborador de medios como El País, El Confidencial, Vogue, GQ o ICON, actualmente imparte clases de Sociología en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY); de Periodismo en la Universidad Fordham, y de guion de cine en el Pratt Institute. Finalista al Premio Anagrama de Ensayo, en 2012, por “La revolución sexual” y coautor del ensayo sobre cine y mentira “Ceremonias de lo falso” (2016). Publicó en 2019 su primera novela, “Nueva York de un plumazo”. Además, participó en el festival de teatro Fuerza Fest de Nueva York con su obra “Anticlímax” (2018) y su campo de investigación es la intersección de homosexualidad y envejecimiento. Las opiniones aquí expresadas son exclusivamente suyas.
(CNN Español) – España, la cuna del español, sede de la Real Academia de la Lengua, y a menudo poco flexible o incluso arrogante con las diferentes variantes que enriquecen el idioma allende los mares, sigue teniendo, en 2021, un problema grave para llamar las cosas por su nombre.
Estos días, las calles de varias ciudades españolas se han llenado de gente que pide que se entienda el asesinato del joven, de 24 años, Samuel Luiz como lo que fue: un crimen de odio, que por definición es aquel en el que alguien es atacado por ser quien es, no por lo que ha hecho. Y Samuel Luiz era homosexual y lo mataron insultándolo por serlo. Como bien apuntó en su artículo viral Begoña Gómez para La Vanguardia, “lo que te llaman cuando te matan, importa”. Las autoridades policiales, en un desconocimiento flagrante de la terminología, aseguraron que si los asesinos no conocían a la víctima, ¿cómo iban a saber que era homosexual?
Los grandes medios se aferran a las palabras de su padre, que no quiere banderas en nombre de su hijo, sin entender que el eufemismo en el seno familiar es uno de los grandes factores de estrés y desazón para las personas LGTBQI. Las palabras que se circunvalan con los que te conocen versus cómo te las arrojan a la cara los que no te conocen mientras te dan una paliza. Y así, se va construyendo otra armadura para que España siga con la conciencia tranquila, pues es inadmisible que se ponga en duda su calidad de país tolerante, capital del Orgullo LGTBQI y uno de los primeros países del mundo en legislar la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Según ese discurso negacionista, España no es homófoba y, por ende, la muerte (más suave que asesinato) de Samuel no puede ser un crimen homófobo. Fue por una videollamada malinterpretada. Y, mientras, suceden otras agresiones hacia el colectivo en Madrid, Barcelona y Valencia. Y subiendo.
Esta reticencia a hacerse cargo de la realidad menos favorecedora de España y sus españoles y ponerle nombre y apellidos no es, por desgracia, ni nueva ni exclusiva de la diversidad sexual o de género. Ya nos gustaría ser las únicas víctimas, pero no es así. Es una tradición menos vistosa que el flamenco y la paella. Es el plato especial de la casa: la huida hacia adelante y el halago a nuestra capacidad de pasar página con elegancia y sin rencores. A no dramatizar. Los trapos sucios se lavan en casa.
Así entró España en la democracia. Con una transición tan ejemplar que enterró con honores a Manuel Fraga, ministro del franquismo, en el año 2012. Que no juzgó a nadie y se entregó a la movida madrileña. Que dejó que Franco muriera en la cama, en 1975, y no lo desenterró hasta 2019. Al fin y al cabo, el dictador dio infraestructura a la España moderna y los dos bandos cometieron atrocidades. Nos ha costado mucho la España pacífica en la que vivimos, mejor no remover los fantasmas del pasado. Como si recibir palizas siendo LGTBQI no fuera exactamente eso. Como si las cifras de mujeres maltratadas y asesinadas fueran parte de ese equilibrio pacífico y no hijas de un machismo sistémico no resuelto. Franco no era Hitler, pero las feministas más contestonas sí son feminazis. Palabras más, palabras menos.
OPINIÓN | Nos robaron a Samuel y a él le arrebataron el tiempo para ver que todo mejora
Pero, es cierto. No todo empieza en Franco. Vayamos más atrás en la historia. Hablemos de cómo los españoles “descubrimos” América en 1492. De cómo llevamos civilización y credos, pero la palabra genocidio mejor la dejamos para otras colonizaciones. Éramos conquistadores. ¡Cuán bella es la arquitectura colonial! ¡Qué alto índice de mestizaje! Nada que ver con las conquistas geográficas de Inglaterra, mucho más zafias y clasistas, o las francesas, mucho menos amalgamadas. Porque, también es bien sabido, España –según esa realidad alterna– nunca ha sido un país racista. No hay sentimiento de superioridad hacia Latinoamérica. Los árabes llegaron un día a España, construyeron la Alhambra y se fueron, pero apenas tienen peso en nuestra identidad y en nuestra fisionomía. Y, tanto a ellos como a los judíos se les dio la oportunidad en el Edicto de Granada de convertirse al cristianismo y seguir con sus vidas tranquilamente. Todo muy amable. Hoy, 529 años después, España es un país diverso de nuevo, pero pregúntale a ver qué piensa de que como en España no se vive en ningún lado. Busca las cifras de movilidad social de aquellos que llegan a España en busca de oportunidades. Mira la representación de las minorías en las élites económicas y políticas. Llévalo a casa como pareja de uno de tus familiares. O dile a un español que Antonio Banderas es un actor de color nominado al Oscar. Verás qué risa.
Por eso, el cambio que ha generado el asesinato de Samuel en la comunidad LGTBQI es importante y, ojalá, se opere en otras asignaturas pendientes de España con su propia contemporaneidad, conquistada a toda pastilla con resultados deslumbrantes, pero engañosos. Después de este horrendo crimen, la gente ha empezado a contar su verdadera historia. La comunidad gay, específicamente, ha rebobinado sus estrategias de hedonismo y evasión para abrir sus heridas y sus traumas. Se ha dado cuenta de que, llamando las cosas por su nombre, puede salvar vidas y mejorar la sociedad en la que vive. Y es de justicia decirlo: muchos otros países sufren este mismo síndrome. Pero España es el mío y, por eso, me duele más.