(CNN) – Muchos pensaron que esto pasaría. Pero verlo suceder tan rápido, en forma tan descarnada, no reconforta a los que hicieron la predicción. Los últimos seis días han puesto a Afganistán en el lugar posiblemente más peligroso de las últimas dos décadas.
Al menos seis capitales de provincia en Afganistán han caído en manos de los talibanes, incluida la importante Kunduz, mientras que otra, Ghazni, está en peligro. Estados Unidos y sus aliados en Afganistán nunca habían visto caer territorios en manos de los talibanes con tanta rapidez.
Pero ha habido otra pérdida: la esperanza de que los talibanes pudieran hacer estragos en el Afganistán rural, donde tienen más apoyo, pero mantenerse fuera de las ciudades, se ha evaporado en su mayor parte.
¿Cambios irreversibles en Afganistán?
¿Son estos cambios irreversibles? Normalmente, la respuesta sería un rápido “no”, con la intervención de la aviación estadounidense y la expulsión de la insurgencia mediante ataques puntuales desde arriba y comandos afganos sobre el terreno. Pero es más difícil utilizar el poder aéreo cuando se lucha por ciudades repletas de civiles. Y las fuerzas de seguridad afganas –o al menos sus comandos, los más confiables– son un activo limitado. Debe ser difícil para los generales afganos saber qué fuegos apagar.
Hay otra complicación urgente: Estados Unidos ha dejado en claro que dentro de 21 días, cuando se haya completado la retirada de todas las tropas internacionales, cesarán los ataques aéreos que suelen frenar a la insurgencia, y el poder aéreo se utilizará de forma limitada para atacar objetivos relacionados con el terrorismo. Si no se produce un cambio de última hora, esta escasa ventaja se desvanecerá, aunque estos ataques no han cambiado especialmente el rumbo de los últimos cinco días.
Incluso los críticos de la aplicación deslucida e inconstante de Estados Unidos durante su guerra más larga no deberían encontrar consuelo en la forma en que se ha producido lo aparentemente inevitable. Después de 20 años, marcharse era prácticamente lo único que Estados Unidos no había intentado; pero era una tontería pensar que algo agradable se escondía abajo, al arrancar este vendaje. Hubo valor estratégico en la aceptación del presidente Joe Biden de que Estados Unidos no debía aplicar indefinidamente la fuerza suficiente para contener a los talibanes. Pero ese es el único consuelo real que muchos esperaban de su salida rápida e incondicional.
Esperanzas en el proceso de paz
Los diplomáticos estadounidenses siguen expresando su esperanza de que el proceso de paz dé sus frutos. Que los representantes de los talibanes con los que están hablando en Doha –un grupo de ancianos de mayor edad y quizá más blandos desde el punto de vista externo– tengan la intención de alterar la furiosa marcha hacia la victoria de sus combatientes más jóvenes. Los críticos han despreciado esta esperanza y han calificado las negociaciones de farsa, mientras que algunos señalan que sigue siendo prudente mantener la puerta de las conversaciones abierta para cualquier ocasión más adelante.
Independientemente de quién tenga razón, resulta sorprendente ver a Estados Unidos, después de tanto tiempo ejerciendo un poderío extraordinario a diario en Afganistán, reducido a suplicar un acuerdo pacífico. La esperanza de que los talibanes de 2021 hayan aprendido –desde su período en el poder como parias en la década de 1990– que necesitan ayuda internacional para mantener el país a flote, sigue sustentando gran parte de la diplomacia estadounidense. Esto solo puede parecer más equivocado tras el rechazo del domingo a cualquier posible alto el fuego por parte de los talibanes.
Parece que quieren la victoria, y poco más.
¿Y ahora qué?
Este ya se perfila como un verano aterrador para millones de afganos. Las voces menos optimistas en Afganistán que escuché durante un viaje en abril admitieron que podrían, si los meses de verano boreal van mal, perder partes del país. Admitieron que podrían ver a los talibanes regresar al territorio de Afganistán y entonces utilizar este “emirato” parcial –como a los militantes les gusta denominar a las zonas que controlan– para empezar a negociar con mayor legitimidad. Pero las ciudades que están presionando, o que han tomado, empiezan a formar un círculo alrededor de Kabul.
La capital –que posiblemente alberga hasta 6 millones de personas, con todo el dinero, las armas y la seguridad que pueden comprar 20 años de miles de millones de dólares estadounidenses– no parece vulnerable a una toma talibán, hasta ahora. Sería un gran desafío para los insurgentes adentrarse en la ciudad, atrapada como está en la cima de una colina, con la misma facilidad con la que la Alianza del Norte los expulsó en 2001. Pero los talibanes han demostrado lo penetrable que es Kabul para ellos en la última semana, asesinando a portavoces del Gobierno, a un funcionario local e incluso a fiscales.
Ya en el pasado se produjeron ataques similares por parte de la insurgencia. También es posible que las fuerzas de seguridad afganas tengan éxito en la ciudad clave de Lashkar Gah, en la provincia de Helmand, y encuentren una línea que puedan mantener.
Confusión en Occidente y caos en Afganistán
Pero es la amplia mirada de consternación y confusión de los funcionarios occidentales acerca de cómo responder lo que debe dar el mayor impulso a la insurgencia. Tras más de una docena de años repitiendo los mismos argumentos que se apoyaban en lo que creían que era una estrategia impecable, Occidente no sabe realmente qué decir. ¿Pedir la paz, amenazar con más ataques aéreos o insistir en que las principales ciudades aguanten?
El tipo de sociedad que el dinero occidental compró para los afganos aliados era a menudo corrupta, injusta y a veces antidemocrática. Sin embargo, lo que viene ahora es marcadamente peor aún. El caudillismo corre el riesgo de llenar el vacío entre el colapso del Gobierno y la dominación insurgente. Los talibanes están mostrando su vieja y fea cara.
Unicef llamó la atención, la semana pasada, sobre la flagelación de un niño de 12 años, en Faryab, por “un miembro de un elemento antigubernamental”. Ha habido varios informes de insurgentes que han matado a funcionarios leales al Gobierno. El portavoz talibán de habla inglesa, Suhail Shaheen, suele denunciar esta brutalidad. Pero eso no impide que se produzca.
Al menos 27 niños murieron y 136 resultaron heridos durante las últimas 72 horas en Afganistán, según informó el lunes el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en un comunicado. “Estas atrocidades ponen de manifiesto la naturaleza brutal y la escala de la violencia en Afganistán, que se ceba en unos niños ya de por sí vulnerables”, añadió.
El retorno de al Qaeda
Otra amenaza, a medida que la seguridad en el país se derrumba, es el regreso de la razón por la que Estados Unidos fue allí en primer lugar: el terrorismo. Los funcionarios afganos me han dicho que a al Qaeda le está yendo bien, y se dice que hay miles de combatientes extranjeros con afiliaciones laxas a diferentes grupos en el campo de batalla.
Rita Katz, jefa del grupo de vigilancia extremista SITE, describió los canales de al Qaeda en las redes sociales como una “fiesta de bombo y platillo 24 horas al día”. “En cierto modo, se siente como los primeros días de la Guerra Civil Siria en medio de las victorias del Frente Nusra, excepto que ahora en una escala completamente diferente, dado el terrorífico impulso de los talibanes”, tuiteó Katz.
La historia se ha repetido ya tantas veces para los afganos, que ahora están más allá de la farsa. La cuestión permanente de los próximos meses es si Occidente –ante la incomodidad de que ocurra lo aparentemente inevitable– decide cambiar de rumbo, si no es demasiado tarde.