(CNN) – La etiqueta adhesiva “Yes We Can!” (Sí podemos) que parecía estar pegada en cada automóvil que pasaba. El cántico “fired up, ready to go!” (encendio y listo para ir) que una vez hizo temblar los estadios.
Y, por supuesto, esas fotos icónicas de negros, blancos y morenos derramando lágrimas de alegría en la celebración de la victoria en el Grant Park de Chicago aquella tarde de noviembre de 2008.
Estos son destellos de “la alegría política no manipulada” que millones de estadounidenses sintieron hace 13 años cuando se eligió a Barack Obama como el primer presidente negro de Estados Unidos. También se sienten como instantáneas pintorescas de lo que ahora parece otro país.
Es difícil no sentir nostalgia de aquellos momentos porque Obama volvió a ser noticia. Una nueva serie documental, “Obama: In Pursuit of a More Perfect Union”, se estrena este mes en HBO. Obama celebró recientemente su 60º cumpleaños en su casa de vacaciones en Martha’s Vineyard. Han llovido los homenajes al expresidente por parte de expertos que argumentan por qué Obama todavía “importa”.
Pero en todos estos elogios queda sin responder una pregunta incómoda que se ha vuelto aún más urgente después de un año tumultuoso marcado por las persistentes divisiones raciales, una insurrección en el Capitolio de EE.UU. y una división partidista sobre el uso de mascarillas durante una pandemia que ha matado al menos a 618.000 estadounidenses:
¿Volveremos a creerle a un líder político que hable de esperanza y cambio?
La fragilidad de un nuevo Estados Unidos
Es una pregunta incómoda, porque es mucho más fácil celebrar el legado de Obama que considerar que muchos de nosotros abandonamos la visión de Estados Unidos que él encarnaba.
El primer presidente negro del país fue la prueba viviente de que la nación podía trascender su pecado original de racismo, de que sus ciudadanos podían encontrar un terreno común.
Fue Obama quien dijo en el que posiblemente sea su mejor discurso que “Estados Unidos no es una cosa frágil” que no puede tolerar que los ciudadanos exijan cambios.
“¿Qué mayor forma de patriotismo hay que la creencia de que Estados Unidos aún no está acabado, que somos lo suficientemente fuertes como para ser autocríticos?”. preguntó Obama en su discurso de 2015 en Selma (Alabama), en el 50 aniversario de una histórica campaña por los derechos civiles.
Pero ¿qué ocurre cuando un gran segmento del Estados Unidos de raza blanca deja de fingir que le importa la democracia? ¿Qué ocurre cuando estos estadounidenses se niegan a aceptar los resultados de unas elecciones presidenciales, alaban a dictadores extranjeros y aprueban una nueva oleada de leyes de restricción del voto?
Estas son las inquietantes preguntas que acechan en el fondo de toda la reciente nostalgia que rodea a Obama.
Es habitual que los expertos que invocan el “idealismo desgarrado” de Obama digan que el expresidente ha cambiado desde 2008. Pero puede que los votantes estadounidenses también hayan cambiado.
Obama puede ser la versión política del Último de los Mohicanos: un líder carismático cuya retórica sobre la superación de nuestras diferencias parece ahora tan anticuada como un videoclub de Blockbuster.
La euforia multirracial que vimos en Grant Park puede ser la última vez en muchas de nuestras vidas que presenciemos una alegría tan unificada.
Nuestra política se volverá aún más desagradable
Es un pensamiento brutal para reflexionar. Pero consideremos algunos de los acontecimientos de este último año, incluso de este último mes.
El país aún no supera una insurrección violenta que vio a un miembro de una turba blandir una bandera confederada durante un ataque al Capitolio mientras otros colgaban un lazo y un cadalso fuera del recinto.
Un importante partido político está aprobando una oleada de leyes en todo el país que pueden restringir el voto de las minorías raciales y otros grupos que no suelen votar por ellos.
El comentarista de Fox News Tucker Carlson, un héroe para la derecha, viajó a Hungría la misma semana del 60º cumpleaños de Obama para realizar una entrevista aduladora con el líder del país, Viktor Orban, quien dijo una vez: “Debemos defender a Hungría tal y como es ahora. Debemos afirmar que no queremos ser diversos y no queremos ser mixtos. No queremos que nuestro color, nuestras tradiciones y nuestra cultura nacional se mezclen con las de otros”.
Y los nuevos datos del censo plantean nuevas interrogantes sobre el futuro de nuestra democracia. Por primera vez en la historia del país, el número de blancos en EE.UU. está disminuyendo, un dato que llega ocho años antes de lo previsto.
La noticia debería estremecer a cualquiera que conozca la historia de este país. Está bien documentado que un segmento de los estadounidenses blancos abandonará cualquier compromiso con la democracia si deja de considerarse el grupo dominante.
Uno puede imaginarse un futuro en el que los políticos blancos y los jueces partidistas redoblen las leyes de restricción del voto y apelen al racismo en un intento desesperado por mantener el poder.
Por eso, un comentarista advirtió que los cambios demográficos en Estados Unidos están a punto de “incendiar nuestra política”.
“Si la historia reciente nos dice algo, es que las noticias del censo crearán una nueva ola de ira de la derecha, y que gran parte de ella se dirigirá contra las poblaciones minoritarias de Estados Unidos”, escribió Joel Mathis en una columna reciente en The Week. “Nuestra desagradable política probablemente se pondrá más desagradable”.
En un futuro así, puede que no haya líderes que hablen de buscar un terreno común. No habrá oratoria conmovedora sobre cómo Estados Unidos no tiene estados rojos o azules. Será una guerra de desgaste en la que ambos bandos solo buscarán atraer a sus bases para las elecciones.
Pronostico este futuro como una clara posibilidad. Los líderes seguirán hablando a los miedos de la gente en lugar de a sus esperanzas. No habrá poesía en la política, sino guerra de trincheras.
Incluso Obama, que encarna la idea de que EE.UU. es una obra en progreso hacia una unión más perfecta, lanzó una nota de escepticismo en sus recientes memorias, A Promised Land.
“Excepto que ahora me preguntaba si esos impulsos (la violencia, la codicia, la corrupción, el nacionalismo, el racismo y la intolerancia religiosa, el deseo demasiado humano de contrarrestar nuestra propia incertidumbre y mortalidad y nuestro sentido de insignificancia subordinando a los demás) eran demasiado fuertes para que cualquier democracia los contuviera de forma permanente”, escribió.
“Porque parecían estar al acecho en todas partes, listos para resurgir cada vez que las tasas de crecimiento se estancaran o la demografía cambiara o un líder carismático decidiera subirse a la ola de los miedos y resentimientos de la gente”.
Un tipo diferente de esperanza y cambio
Algunos dicen que siempre habrá un público en Estados Unidos para los líderes idealistas que ofrecen visiones de esperanza y cambio.
“Este es un ciclo por el que siempre pasa Estados Unidos”, dice Melanye Price, politóloga que se especializa en política negra contemporánea y retórica política.
“Si no lo creyera, también podría renunciar a mi trabajo, vivir fuera de la red en algún lugar y prepararme para la próxima guerra racial”.
Price dice que Estados Unidos ha demostrado repetidamente la capacidad de “corregir el rumbo”. La era de Obama fue una muestra de un país cuyo arco, parafraseando a Martin Luther King Jr., se inclina hacia la justicia.
“Me baso mucho”, dice, “en la cita de Winston Churchill: ‘Siempre puedes contar con que los estadounidenses harán lo correcto… después de haber intentado todo lo demás’”.
Eric Liu, autor y activista, es uno de los portavoces más elocuentes de lo que hace a Estados Unidos tan resistente. En uno de mis libros favoritos, Become America, Liu escribe:
“La historia de Estados Unidos es un registro de pequeños grupos de personas que siguen rehaciendo este país una y otra vez, y que nos revelan a todos que el rehacer perpetuo es la mayor declaración de fidelidad a nuestro credo y a nuestro propósito nacional, que no es ser como Rusia, blanca y estancada y oligárquica, o como China, monoétnica y autoritaria y centralizada, sino parecerse más a Estados Unidos, híbrido y dinámico y democrático y libre de rehacerse”.
Liu dice que puede ser bueno que los estadounidenses no se desvivan por un líder de la forma en que lo hicieron una vez con Obama (y para los de la derecha, el expresidente Trump). Agrega que el cambio viene de abajo hacia arriba. Es parte del mensaje que predica por todo el país para fomentar el conocimiento y el compromiso cívico.
“Mi énfasis está en tratar de fortificar a la gente para que no necesite un líder salvador que venga a poner todas sus esperanzas”, me dice. “Siempre cito a la gran activista Ella Baker, que decía: ‘La gente fuerte no necesita líderes fuertes’”.
Determinando el futuro de Estados Unidos
Las protestas masivas que siguieron al asesinato de George Floyd parecieron reivindicar el énfasis de Liu en el poder ciudadano, no en el liderazgo carismático. Fue impulsado por la gente común que salió a las calles.
Pero si un gran segmento de los estadounidenses blancos abandona cualquier pretensión de creer en la democracia, no estoy seguro de que volvamos a ver a otro líder como Obama ganar un atractivo tan amplio.
El nuestro será un futuro sobre el que Obama advirtió en sus memorias, cuando los impulsos de la violencia, el racismo y la intolerancia sean demasiado fuertes para que cualquier democracia pueda contenerlos.
Si eso se convierte en nuestro futuro, puede que algunos miren atrás y consideren pintorescas e ingenuas las imágenes de negros, blancos y morenos compartiendo lágrimas de alegría en el Grant Park de Chicago.
Y cuando otro político carismático diga: “No hay estados rojos ni estados azules, solo Estados Unidos”, la gente no aplaudirá ni saldrá corriendo a votar.
La mayoría ni siquiera escuchará ya esa elevada retórica.
¿Es este nuestro futuro? ¿O habrá suficientes personas que sigan creyendo que “Estados Unidos aún no está acabado” y se comprometan a convertirse en la democracia multirracial vibrante y con visión de futuro que encarnaba Obama?
Es una pregunta que Obama no puede responder. Él ha hecho su parte.
Solo nosotros podemos responder.