Nota del editor: Ana Gómez Pérez-Nievas es periodista y responsable de prensa en Amnistía Internacional España. Especializada en Derechos Humanos, ha trabajado en el Equipo de Respuesta a las Crisis de Amnistía Internacional, que recientemente reveló en un informe el internamiento masivo, la tortura y la persecución de personas musulmanas en Xinjiang. Ha publicado artículos en medios como El País, El Mundo, eldiario.es o el Huffington Post. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Existe un lugar donde las distopías se hacen realidad. Donde “1984”, “Black Mirror”, “Years and Years” y El cuento de la criada son menos imposibles. Donde tener más hijos de los permitidos o comunicarte con alguien que vive en el extranjero se paga con la detención; donde el Gran Hermano vigila, recopila y controla la información, no solo de lo que haces en el mundo digital sino también tus datos biométricos; donde supuestos programas para combatir la pobreza y la radicalización intentan lavarte el cerebro; y donde la privacidad, para algunas personas, es un sueño que tienen de noche, mientras cada uno de sus movimientos son observados cuando duermen, comen o van al baño.
Ese lugar es la Región Autónoma Uigur de Xinjiang y está en China. Desde 2017 y hasta la actualidad, se calcula que alrededor un millón o más de hombres y mujeres de grupos étnicos predominantemente musulmanes han sido arbitrariamente detenidos por el Gobierno chino, cientos de miles de los cuales han sido llevados a la cárcel y a centros de “educación” o campos de internamiento. El Gobierno ha dicho que supuestamente cierra estos campos una vez que cumplen su objetivo.
Allí son sometidos a tortura y a otros malos tratos de forma sistemática, según ha podido verificar Amnistía Internacional. Todos los aspectos de su vida diaria están reglamentados, en un intento de inculcar por la fuerza los ideales del Partido Comunista y de una nación china laica y homogénea, y de acabar con las tradiciones religiosas, las prácticas culturales y los idiomas locales de los grupos étnicos musulmanes de la región. Sin embargo, Beijing ha negado que ocurra cualquier abuso a los derechos humanos en Xinjiang.
¿Por qué el mundo mira hacia otro lado ante esta realidad distópica de sobra conocida?
Un precio demasiado alto para la “libertad”
“Si la vuelvo a ver le diré que siento no haber podido salvarla de los campos”, explica Memeteli a Amnistía Internacional. Su hermana fue detenida por haber estudiado en Turquía: “No pensé que el Gobierno chino pudiera ser tan ridículo como para considerar un crimen estudiar fuera, y ahora me odio por ello”, lamenta.
El Gobierno chino ha afirmado públicamente que estas instalaciones se crearon como parte de programas nacionales de alivio a la pobreza o de desradicalización; es decir, para luchar contra lo que afirman que es “terrorismo”. Sin embargo, la realidad es muy distinta: las autoridades chinas han creado uno de los sistemas de vigilancia más sofisticados del mundo y una vasta red con cientos de campos de internamiento en todo Xinjiang, cuyo ingreso tiene poco de voluntario.
Cuesta creer que son “voluntarios” cuando a las personas detenidas se las llevan esposadas, en medio de la noche, sin previo aviso y sin posibilidad de resistencia. Algunos ni siquiera conocen los motivos por los que son arrestados. Otros sí: se les acusa de ser “sospechosos” o “poco fiables”, “terroristas” o “extremistas” por motivos tales como vivir, viajar o estudiar en el extranjero; comunicarse con personas que están fuera de China, trabajar en una mezquita o rezar.
La vida en los campos está sometida a un estricto control: “Nos levantábamos a las 5. El desayuno se hacía a las 7. Teníamos que ir a clase a las 8, escoltados por dos guardias con palos, a través de una valla con techo de metal, básicamente una jaula. Había un cubo en el fondo de la clase [para orinar]. Necesitabas permiso para ir [a defecar]… El descanso era obligatorio, con las cabezas sobre los pupitres durante dos horas. Te castigaban si levantabas la cabeza”, contó Aitugan –detenido en 2017– a Amnistía Internacional.
Tampoco parece muy “voluntario” el programa educativo cuando, antes de ser liberados (después de entre 9 y 18 meses), según testimonios como el de Aitugan, deben responder a una serie de preguntas en las que la verdad poco importa: “¿Qué has aprendido? ¿Se han transformado tus pensamientos? ¿Amas a China? ¿Qué vas a hacer cuando seas liberado? ¿Aprecias tu reeducación? Teníamos que responder positivamente a todas las preguntas o nos enviaban a la cárcel”.
“Creo que el propósito [de las clases] era destruir nuestra religión y asimilarnos… Decían que no podías ir a las oraciones del viernes. Y que no era Alá quien te daba todo, sino Xi Jinping”, reflexiona Yerulan, uno de los exprisioneros entrevistados por Amnistía Internacional.
El miedo como forma de vida
Palizas, descargas eléctricas, privación del sueño, alimentación o atención sanitaria, encierro en sillas de tigre (sillas de acero con esposas para tobillos y muñecas que aprisionan los cuerpos y obligan a la persona interrogada a permanecer en dolorosas posturas corporales), sometimiento a temperaturas extremadamente frías y aislamiento, son algunos de los relatos de las torturas a las que son sometidas las personas detenidas. Algunas son colgadas de muros, en unos campos que están diseñados para torturar. Por no hablar del maltrato psicológico que supone la “reeducación” bajo castigo severo, la imposibilidad de comunicarse con sus familiares u otras personas fuera del campo, y vivir bajo la amenaza constante.
Cárcel o huida
Tras estar en los campos, algunas personas han sido enviadas a prisión o a trabajar de manera forzada en fábricas. Se desconoce la suerte de cientos de miles de personas detenidas. Sus familiares esperan noticias en países como Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania o los Países Bajos. Muchas familias han sido separadas en dramáticas circunstancias, cuando han decidido que la huida del país es su única solución.
“No sé dónde está exactamente mi padre, y por eso, aunque me pasen cosas buenas [en EE.UU.], nunca seré del todo feliz”, explica Adila, cuyo padre fue sentenciado a 20 años de prisión por hacer ayuno durante el Ramadán. Y se pregunta “¿por qué China nos hace esto?”.
La semana pasada, Amnistía Internacional entregaba más de 320.000 firmas recogidas de 184 países para para exigir la liberación de las personas detenidas arbitrariamente, tanto en los campos como en las cárceles. Al mismo tiempo, finalizaba en Ginebra la 48ª sesión del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Su presidenta, Nazhat Shameem Khan, aseguraba, en la inauguración: “Si ha habido violaciones de derechos humanos en cualquier parte del mundo, incluidos los de aquellos países que son miembros del Consejo, este debe tomar medidas”. Sin embargo, China (también miembro del Consejo de DD.HH.) no fue una prioridad en las discusiones.
La alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, lamentó el 13 de septiembre no contar con avances en el acceso a Xinjiang. Algunos países, entre ellos varios latinoamericanos, han permanecido en silencio frente a las tímidas iniciativas que han denunciado lo que sucede en la región china.
Sobrevivientes y activistas han puesto en riesgo su vida y la de sus familiares para contar lo que sucede, enfrentándose al constante esfuerzo de China para desacreditar sus relatos. La ONU y sus Estados miembros deben asegurarse de que las autoridades chinas no estén por encima del derecho internacional, estableciendo un mecanismo internacional independiente para investigar crímenes de derecho internacional y otros abusos en Xinjiang. Además, las autoridades chinas deben desmantelar de inmediato los campos de internamiento, poner en libertad a las personas detenidas arbitrariamente tanto en ellos como en las cárceles y poner fin a los ataques sistemáticos contra la población musulmana. No podemos esperar a que las voces se vayan silenciando, por muy lejos que estas nos queden.