Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2014). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion
(CNN Español) – Supe de la Navidad por las novelas de Louisa May Alcott o Enid Blyton. Sus personajes doraban castañas, fabricaban muñecos de nieve e intercambiaban regalos en diciembre antes de partir del internado, Torres de Malory, a sus vacaciones de invierno. A los siete años puede ver en La Habana un arbolito camuflado con una manta de lino. Sus luces latían como un corazón amordazado.
Crecí rodeada de carencias y todas ellas estaban relacionadas con la política. Para mí, los sacrificios, exclusiones y escaseces eran obra de Estados Unidos. Los juguetes regulados al año, en una rifa nacional, llamados “básico, no básico y dirigido”, eran surtidos nada más y nada menos que por los “hermanos soviéticos”. Ellos nos regalaban de todo a cambio de nuestra incondicionalidad.
Si los yanquis eran los malos, vivían solo a 90 millas y tenían invierno, yo saqué mi propia conclusión: ¿será que los estadounidenses tampoco nos dejan tener nieve, manzanas, inviernos, trineos ni arbolitos de Navidad?
¿Qué es la Navidad? ¿Por qué prohibir la Navidad? ¿Qué son los villancicos? ¿Acaso es malo esperar al Niño Jesús? ¿Qué nos ha hecho el Niño a nosotros? Todo eso nos preguntábamos, cuando ya los padres se negaban a responder cualquier pregunta incómoda. Diciembre era como abril, octubre o agosto, y los fines de año se despedían, simplemente, con música y una humilde cena familiar.
Gracias a mis libros comencé a viajar y conocer varias culturas, entonces supe que lo que para el resto del mundo era natural, en mi país estaba prohibido, y lo que no estaba prohibido, era obligatorio. Los cánones en los que me había educado eran completamente distintos y aunque yo era claramente una mujer occidental, mis conflictos conducían a los de una mujer de África o el Medio Oriente, a quienes se les permite o no profesar una religión o elegir un destino.
Esta es mi primera Navidad como exiliada. Atrás quedaron los días de pedir permiso y perdón. Todo es nuevo y sobrecogedor, pero mi esencia sigue siendo la misma: llegar al final de cada asunto. Mientras envuelvo los regalos, miro las noticias y advierto consternada que el derecho al aborto se ha puesto en juego en Estados Unidos casi cinco décadas después de que las mujeres lo conquistaran en la Constitución. Ahora tres jueces conservadores han permitido que el tema llegue hasta el Tribunal Supremo y el debate no se hace esperar.
Navidad. Esa palabra posee un mismo ritmo y origen en todas las lenguas romances. Según la RAE, Navidad –definida tanto como la festividad del nacimiento de Jesucristo y el tiempo comprendido entre la Nochebuena y la festividad de los Reyes Magos– viene del latín tardío “nativitas”, que proviene del verbo “nascor” (nacer) y se desprende de “nasci”, de donde también se derivan “nato”, “nación” y “naturaleza”. Nasci, en sus orígenes, era “gnasci” ligada a la raíz indoeuropea “gen” que significa dar a luz o engendrar.
No tuve hijos, pero sí abortos. En mi país el aborto es un derecho, y también para muchos, un método anticonceptivo. La familia se ha desintegrado y lo que parecía sagrado es hoy un mapa afectivo disperso.
La Navidad está tocada por los alumbramientos, evoca alegría, esperanza y ofrenda. Un sentimiento melancólico nos obliga a repasarlo todo. Mientras me visto para la celebración me pregunto:
¿Volvería a abortar? ¿Lo haría después de las quince semanas?