Nota del editor: Ángela Reyes es redactora y editora en CNN en Español. Es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Católica del Uruguay, donde se desempeña como profesora asistente de Periodismo Audiovisual. Trabajó en la agencia de noticias AFP y en varios medios locales. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivamente suyas. Puedes leer más artículos de opinión en cnne.com/opinion.
(CNN Español) – Tiempo atrás, durante una cita, todo marchaba tan bien que decidí hacer una excepción a mis recaudos y contarlo: hoy tuve psiquiatra, sigo en tratamiento contra la depresión.
Intenté que saliera ligero, sin tonos graves ni pausas prolongadas: al fin y al cabo, simplemente estaba comentando que tenía un problema médico —una condición que compartimos unos 280 millones de personas en el mundo, según la ONU— y que lo estaba tratando.
Fui demasiado optimista (irónicamente). En cuestión de segundos se desencadenó la reacción habitual de fuera del círculo más cercano: incomodidad.
Decir que estoy en tratamiento contra la depresión me genera una fuerte incomodidad y, lamentablemente, en muchas ocasiones también a quienes me escuchan. Es más que incomodidad. En ocasiones da hasta miedo, como si estuviera pronunciando una mala palabra. El tipo de concepto indecente que no se debería mencionar, no solo en una cita, sino tampoco en una mesa familiar ampliada ni en un trabajo nuevo. Porque qué indecoroso es no poder dominar la tristeza.
Las malas palabras, en muchos casos, están asociadas a los tabúes de cada sociedad. La palabra tabú (taboo), por cierto, data de 1777, cuando el explorador James Cook la escuchó durante una expedición a la Polinesia y la registró en su cuaderno con el significado de “prohibido” o “inviolable”, cuenta la escritora Andrea Marcolongo en su libro “Etimologías para sobrevivir al caos. Viaje al origen de 99 palabras”. Tabú ha evolucionado para representar, ahora mismo, aquello que no debemos mencionar, que provoca “fuerte incomodidad” o “gran miedo irracional”. Del siglo XVIII al XXI, de la isla de Tonga a Montevideo, un concepto como anillo al dedo para aplicar a uno de los grandes males de esta época.
Por eso es más fácil, en muchas ocasiones, decir que voy al médico, en lugar de decir que voy al psiquiatra (aunque tranquilamente digo que voy al dentista cuando voy al dentista); es más fácil entregar la receta del medicamento que hablar cuando en la farmacia me preguntan ‘qué necesitás’; es más fácil decir que ando complicada de tiempos cuando me invitan a hacer algo y sencillamente no me dan las fuerzas.
Solo una herramienta se me ocurre para conjurar esta incomodidad propia y ajena: las palabras.
Y por eso esta semana, en ocasión de la conmemoración del Día Mundial de la Lucha contra la Depresión, ni voy al médico ni ando complicada de tiempos. Elijo compartir cinco experiencias relativamente desconectadas sobre mi proceso personal con la esperanza de que, a fuerza de palabras, llegue el día en que hablar sobre esta enfermedad en primera persona no se sienta indecente, indecoroso, incómodo. Que no dé miedo. Que sane en lugar de incomodar.
“No sé quién soy. Mi nombre ya no me dice nada”
Es difícil crecer pensando que te vas a comer el mundo y, de repente, tener 30 años y que a tu alrededor nada tenga sentido. Que las fuerzas te den (en el mejor de los casos) para levantarte de la cama. Que ducharte exija un esfuerzo disparatado. Que todo aquello por lo que te esforzaste no te cause ningún tipo de satisfacción. Y que no se vea luz al final del túnel.
Eso fue lo que me pasó a mí. No fue de la noche a la mañana. Hacía terapia, pero en un momento quedó claro que no era suficiente. Y terminé frente al psiquiatra, hecha un mar de lágrimas como corresponde a la tristeza prolongada que caracteriza la depresión, contándole las mismas cosas que probablemente ya ha escuchado cientos de veces y yéndome con una receta en mano que probablemente ya ha escrito cientos de veces. (Por cierto, al consultorio entré angustiada y salí angustiada pero, aunque sea en parte, también relajada: lo que me sucede tiene una explicación científica y tratamiento, y ya di el paso más difícil para empezar a sentirme mejor)
Podría intentar explicar la sensación de vacío de infinitas maneras. Pero Uruguay (donde, por cierto, la tasa de suicidios es una de las más altas de América) tiene la dicha de contar, entre todos los escritores excepcionales de su acervo, con Idea Vilariño, y sus palabras lo explican mejor: “No sé quién soy. Mi nombre ya no me dice nada. No sé qué estoy haciendo. Nada tiene que ver ya más con nada. Tampoco yo tengo que ver con nada. Digo yo por decirlo de algún modo”. Exactamente así se sentía.
Tres millones y medio de directores técnicos… y de psiquiatras
En mi país, que tiene casi 3 millones y medio de habitantes y donde el maracanazo sigue siendo la hazaña nacional por excelencia, nos encanta opinar de fútbol… incluso si no sabemos. Y por eso un dicho popular afirma que hay tres millones de directores técnicos (si quisiera ser exacto, debería decir ahora tres millones y medio).
Cuando comencé el tratamiento con antidepresivos, tuve la fortuna de que mi familia y buena parte de mis amigos estaban profundamente sensibilizados y rápidamente supieron cómo acompañarme: desde la presencia constante (aunque la mía no lo fuera), desde la escucha incansable, desde la paciencia. Sin embargo, fuera del círculo íntimo, la realidad no fue tan sencilla… porque donde hay tres millones y medio de directores técnicos, evidentemente también hay tres millones y medio de psicólogos y psiquiatras.
No he contado cuántas veces escuché, a lo largo de este tiempo, frases que empezaban con Lo que tenés que hacer es… y terminaban como una infinidad de variantes. En el mejor de los casos eran concretas: trabajar menos horas, salir a tomar sol, reducir el tiempo frente a la computadora. En la mayoría, sin embargo, eran de un nivel de abstracción del tipo preocuparte menos, relajarte, disfrutar más.
No tengo ninguna duda de que esos consejos partieron de la mejor de las intenciones. Pero esos consejos, muchas veces acompañados de lecciones, lo único que lograron fue hacerme sentir peor, como si no me sintiera bien porque sencillamente no decidía hacerlo.
Por eso no solo es importante querer ayudar, hay que saber cómo hacerlo, y escuchar con atención pero evitando las opiniones y los juicios es parte de la clave, explican los expertos.
La lucha contra mi peor monstruo: la culpa
Una vez una persona me dijo que, si tuviera problemas reales, no tendría tiempo de estar deprimida. En otras palabras, que podía permitirme estar deprimida porque el resto estaba resuelto: familia y amigos, salud, trabajo, casa.
(Paso por alto el error de oponer problema real a depresión, cuando esta es, por mencionar apenas una de sus consecuencias, la mayor causa de discapacidad en el mundo).
De todos los razonamientos dolorosos, ese se llevó el premio. Y si me dolió, lo sé, es porque pegó en uno de los síntomas que me dio más duro: la culpa (sí, en el largo listado de posibles síntomas, la culpa reclama su lugar).
Mi bisabuela, que llegó en un barco en la entreguerra, no pasó semanas apenas pudiéndose levantar de la cama: salió adelante. Mi madre, que empezó a trabajar a los 14 años, nunca pasó semanas con la casa desordenada y sin fuerzas para cocinar porque tenía tres hijos que criar: salió adelante.
Y yo, con todo solucionado, así estoy. Entonces debo tener la culpa. Debo ser débil, desagradecida e incapaz de disfrutar (alerta de síntoma: la baja autoestima).
Desarticular la culpa es una de las grandes batallas.
El día en que volví a disfrutar la ciudad triste
Últimamente me siento francamente mejor. Pero algunos miedos no se van. El mayor de ellos: ¿estoy mejorando o me siento así simplemente por la medicación? ¿Qué pasará si la dejo? (por lo general, explica la Clínica Mayo, los episodios de depresión se repiten a lo largo de la vida. Cualquier decisión de dejar la medicación, explican los expertos, debe ser consultada con los proveedores de atención médica).
Y cuando algo no funciona, por mínimo que sea, las alertas se encienden: ¿es un mal día o es el inicio de un retroceso? (Porque, claro está, algo que acompaña este dichoso proceso es el sobrepensar, siempre sobrepensar).
Pero, miedos aparte, lo cierto es que últimamente me siento francamente mejor. Y volví a disfrutar. Y decidí atesorar, en forma de foto, post it o garabato, las maravillas que nuevamente estoy pudiendo ver como, por ejemplo, el atardecer desde la ventana de casa en esta “ciudad triste de barcos y emigrantes”, como escribe otro de nuestros orgullos nacionales, Cristina Peri Rossi, en su poema “Montevideo” (disfrutar de las cosas tristes parece ser un rasgo profundamente uruguayo).
Una única certeza
En todo este proceso tengo una única certeza: no hay retorno posible. Incluso si llegara a vivir 120 años, batir el récord de la mujer viva más anciana del mundo y desplegar su alegría y vitalidad, no hay forma de empezar a escribir en una página blanca inmaculada.
¿Querría? Si hoy me dieran la posibilidad de borrarme la memoria, al estilo de la cinta “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, pienso que la respuesta sería no. Porque cuando todo marchaba bien, cuando mi vida avanzaba marcando casilleros como se suponía que tenía que marcar, era incapaz de imaginarme, y mucho menos entender, que la persona que estaba al lado mío en el banco de la clase, en el escritorio del trabajo o la pantalla de Zoom podía estar pasándola mal aunque de afuera no se notara. Si todo parecía estar resuelto, entonces es que todo estaba resuelto. Y si todo estaba resuelto, no había espacio alguno para la debilidad ni, Dios no lo permita, el error.
Hoy ya no lo doy por sentado. ¿Quiere decir que estoy todo lo pendiente que debería? ¿Que soy realmente empática? Ojalá que sí, pero todavía no. Lo que sí quiere decir es que entiendo, en carne propia, que ninguno está libre de caer en una depresión y que, si eso sucede, quiero estar allí despojada de todo tabú o prejuicio.
Me tocó aprenderlo de la manera dura, dudo que lo hubiera aprendido de otra. Ojalá que este coro de voces cada vez más fuerte ayude a que otros lo aprendan sin dolor mediante y que algún día ya no me dé temor ni vergüenza alguna decir en alto la palabra depresión.