Nota del editor: Jill Biden es la primera dama de Estados Unidos. Recientemente visitó Rumania, Eslovaquia y Ucrania durante el fin de semana del Día de las Madres. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen únicamente a su autora.
(CNN)– No se puede entrar en una zona de guerra y salir de ella inalterado. No tienes que ver la tristeza con tus ojos, porque puedes sentirla con tu corazón.
Lo que ocurre con la pena es que te envuelve. Es como si una bruma descendiera. Las lágrimas de las madres se quedan permanentemente en los bordes de sus ojos, como si apenas pudieran contener su tristeza. Sostienen las manos de sus hijos o les tocan el pelo como si no pudieran soportar perder la conexión física. Muestran valentía en sus rostros, pero sus emociones se evidencia en sus hombros encorvados, en el nerviosismo de sus cuerpos.
Falta algo: la risa, un lenguaje común entre las mujeres.
Las madres ucranianas de las escuelas rumanas y eslovacas que visité me contaron los horrores de las bombas que caían noche tras noche mientras buscaban refugio durante su viaje hacia el oeste. Muchas tuvieron que vivir días sin comida ni luz solar, refugiadas en sótanos, bajo tierra.
Una joven madre que conocí en Uzhhorod, Ucrania, me contó que cuando ella y su familia se aventuraban a buscar comida, los soldados rusos disparaban contra las filas de personas que esperaban por un trozo de pan. Estas madres ucranianas estaban muy agradecidas con el pueblo de Rumania y Eslovaquia por su apoyo. Como me dijo otra madre, Anna, “no hay fronteras para nuestros corazones”.
Los guardias fronterizos me contaron historias de miles de personas con pocas pertenencias que cruzaron a Eslovaquia: un desesperado mar de humanidad, cuyas vidas cambiaron para siempre el 24 de febrero, fecha de la nueva invasión rusa de una guerra injusta que comenzó hace años.
En el frío de febrero, muchos llegaron sin zapatos, tras haber caminado kilómetros y kilómetros. Huían con miedo, con el único deseo de poder volver a casa. Un niño de 11 años vino solo con un número de teléfono para contactar con su familia escrito en su mano. Y luego estaban sus mascotas haciendo el viaje con ellos. “No estábamos preparados para eso”, me dijeron los guardias.
Olena Zelenska, la esposa del presidente de Ucrania, salió de su escondite, dejando a sus propios hijos, para visitarme y pedirme ayuda para la gente de su país. No me pidió comida, ni ropa, ni armas. Me pidió que la ayudara a conseguir atención sanitaria para todos los que sufren los efectos de la guerra brutal y sin sentido de Vladimir Putin.
Me habló de las violaciones de mujeres y niños, y de los muchos niños que habían visto cómo disparaban y mataban a la gente, y cómo se quemaban sus casas. “Quiero volver a casa rápidamente”, me dijo. “Solo quiero tomar a mis hijos de la mano”.
Nos deseamos mutuamente un feliz Día de las Madres. Le dije que estaba en Ucrania para mostrar a las madres ucranianas que estábamos con ellas, y que llevaba conmigo los corazones del pueblo estadounidense. “Gracias”, respondió Zelenska, “los ucranianos están muy agradecidos por el apoyo del pueblo estadounidense”.
Kahlil Gibran escribió en una ocasión: “Cuanto más penetre la tristeza en su ser, más alegría podrá contener”. Mi esperanza es que esto sea cierto para las madres que conocí. Pero eso solo podrá ocurrir cuando termine esta guerra.
Señor Putin, por favor, ponga fin a esta guerra brutal y sin sentido.