Nota del editor: Rodrigo Jordan es licenciado en Comunicación Social desde 2003 y tiene una maestría en Proyectos de Comunicación por la Universidad de Navarra en España. Es consultor en Difusión Estratégica y en Manejo de Crisis y CEO de Rojo.Com e Hypermedia, agencias de asesoría comunicacional con operaciones en América Latina. Fue director de Comunicaciones del Ministerio de Turismo de Ecuador en 2005. Las opiniones expresadas en este comentario son únicamente del autor. Puedes encontrar más artículos de opinión en CNNe.com/opinion.
(CNN Español) – El presidente Guillermo Lasso cumplirá 16 meses en la presidencia del Ecuador el 24 de septiembre y en materia de seguridad ciudadana, el mandatario saca una de sus peores calificaciones.
En casi año y medio, los 18 millones de ecuatorianos han presenciado absortos cómo el país se ha convertido en un territorio donde la criminalidad y los homicidios alcanzan índices preocupantes.
Las estadísticas de la Dirección nacional de delitos contra la vida, muertes violentas, desapariciones, extorsión y secuestro (Dinased) de la Policía de Ecuador revelan que, en los primeros ocho meses de este año, el número de homicidios intencionales ya sobrepasó todo lo registrado en 2021.
Es así como el año pasado hubo 2.494 homicidios intencionales y al 13 de agosto de 2022 ya sumaban 2.647. La tendencia es grave.
Este azote –en un país donde la desnutrición infantil, la pobreza rural, el empleo pleno y la informalidad tienen indicadores preocupantes— resulta un verdadero ultimátum a la ya debilitada gobernabilidad del presidente Lasso, expresada, sobre todo, en sus constantes desacuerdos y pugnas con el primer poder del Estado que es la Asamblea Nacional.
La incontrolable ola de violencia está degradando rápidamente el estilo de vida, la forma de trabajar, de producir, la confianza en la democracia y la visión de futuro de las familias.
Y lo peor es que, en mi opinión, la sociedad ecuatoriana casi no ha podido reaccionar, porque el Gobierno, la Asamblea Nacional y el Poder Judicial no han tenido la capacidad de transformar e innovar sus herramientas esenciales para combatir el crimen y los negocios ilícitos.
Esta incapacidad se evidenció, por ejemplo, cuando el Parlamento aprobó el 6 de agosto la nueva Ley orgánica que regula el uso legítimo de la fuerza, rechazando recomendaciones de la Presidencia de la República para que incorporara artículos clave que permitieran combatir los delitos con mayor contundencia.
Este nuevo cuerpo legal, entonces, no fue expedido como lo pedían el mandatario, Guillermo Lasso, y el comandante de la Policía Nacional, Fausto Salinas.
A pesar de la situación, pareciera que para el Estado no ha sido urgente coordinar una gran reforma legal que endurezca las penas para los homicidios intencionales o que mejore el trabajo de los jueces.
Increíblemente, tampoco parece que hay apuro para que el Gobierno retome la soberanía sobre las cárceles y ejecute acciones urgentes para frenar los sangrientos y constantes motines de reos, reducir el hacinamiento o mejorar la capacitación y el número de los agentes destinados a las prisiones.
El descontrol en los centros penitenciarios también ha hecho que algunas cárceles sean prácticamente bodegas de armas de todo calibre.
De todos estos aspectos habla el Informe de personas privadas de libertad en Ecuador 2022, elaborado por la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, que en su capítulo de conclusiones reconoce que el sistema penitenciario ecuatoriano está colapsado.
En el área de fortalecimiento del orden público, el Gobierno tampoco tendría urgencia en crear una nueva policía acorde a la inédita etapa histórica que vive el país, que para mí debería tomar acciones decisivas como equipar en serio a la fuerza pública, transformar los sistemas de inteligencia y depurar las filas policiales.
Aún podemos escuchar a generales de la Policía de Ecuador hablando de la urgente necesidad de contar con más apoyo del Gobierno central, a pesar de la existencia de recursos económicos propios y de cooperación internacional.
También considero que ninguna política de lucha criminal puede ser exitosa sin intervenir en la base social para multiplicar las oportunidades de educación y empleo en la población más pobre y de donde las bandas criminales reclutan a sus nuevos integrantes.
El mismo Instituto Nacional de Estadística Censos (INEC) reveló en junio que la pobreza y la pobreza extrema atacan sin piedad al 42,9% y 22,7%, respectivamente, de las familias del sector rural, y en todo el país esas cifras son 25% de pobreza y 10,7% de pobreza extrema.
Las autoridades entonces deben entender que no pueden permitir que la mayoría de los ciudadanos se resignen a aceptar que están solos en esta lucha y que únicamente depende de ellos idear estrategias personales de seguridad y vivir pendientes de que la criminalidad no toque sus vidas.
Hay buenos ejemplos de cómo poblaciones, antes azotadas por la violencia, han logrado reducir el número de homicidios en el mediano plazo, como ocurre en el estado mexicano de Sinaloa.
Debemos enfatizar, finalmente que, si no pasamos de los discursos a los resultados, solo estaremos aceptando que la criminalidad es más fuerte que todo un Estado y que así Ecuador no es viable en el corto plazo.