El Paso y Ciudad Juárez – Dina Díaz caminó lentamente detrás de su esposo por las calles de El Paso, Texas, tratando de ocultar su sensación de derrota y frustración a sus hijos. Un trabajador social los había escoltado a un refugio de emergencia solo para negarles la entrada y en una hora, sin la luz del sol durante el día, las temperaturas descenderían rápidamente por debajo del punto de congelamiento.
Momentos antes, la nicaragüense madre de tres niños y embarazada de siete meses, no pudo evitar que se le humedecieran los ojos cuando la trabajadora social rompió en llanto, disculpándose por haber llegado con las manos vacías.
Díaz y su familia se encuentran entre los miles de migrantes que llegaron a El Paso la semana pasada. Son parte de una oleada de cruces fronterizos que superan los recursos en esta comunidad, una crisis que probablemente empeore con el fin del Título 42 ordenado por la corte para la próxima semana.
Más de 2.500 personas llegaron a El Paso cada día durante la semana pasada, según funcionarios de la ciudad, que advirtieron que se espera que el número se duplique después de que se levante la política federal.
El alcalde de El Paso, Oscar Leeser, dijo que su ciudad está haciendo todo lo posible para abordar la crisis.
“Es algo en lo que vamos a tener que trabajar con la ONU y otros países para solucionarlo. Es una situación que, de nuevo, es más grande que El Paso, y ahora se ha vuelto más grande que Estados Unidos”, dijo a los periodistas a principios de esta semana.
Los comentarios de Leeser y una visita del secretario del Departamento de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, a El Paso esta semana reavivaron el debate sobre cómo las autoridades deben responder a una afluencia de migrantes que vendrá con el levantamiento del Título 42, la política de salud pública de la era Trump que permite a los agentes federales de inmigración expulsar rápidamente a los migrantes a México o a sus países de origen.
Un juez federal ordenó al Gobierno que ponga fin a la política antes del 21 de diciembre, y la realidad de esa fecha límite inminente pesa mucho en esta ciudad, donde los funcionarios y las organizaciones comunitarias afirman ya estar abrumados.
“Tenemos la responsabilidad de reunirnos en este momento”, dijo Marisa Limón Garza, directora ejecutiva de Las Americas Immigrant Advocacy Center, una organización local sin fines de lucro que brinda servicios legales a inmigrantes.
“(La crisis) requiere que todos animemos a nuestros funcionarios electos a actuar y a que realmente tomen una postura al respecto. No es algo de lo que podamos simplemente alejarnos, no podemos darnos ese lujo. Este es un fenómeno real que las personas en cualquier lugar de EE.UU. deben conocer”, agregó.
Al igual que la forma de vida en la frontera, la llegada continua de migrantes es compleja y palpable tanto en El Paso como en Ciudad Juárez, su ciudad hermana mayor en México. En las orillas de concreto del norte del Río Grande, cientos de personas —muchos de ellos nicaragüenses— hacen fila durante horas, esperando buscar asilo en EE.UU. En la orilla sur del río, donde funcionarios mexicanos desmantelaron el mes pasado un campamento de migrantes que vivían en tiendas de campaña, los venezolanos anhelan el día en que puedan hacer lo mismo sin ser expulsados a México. Numerosos grupos religiosos y sin fines de lucro, así como gobiernos en ambos lados de la frontera, están luchando porque sus refugios están llegando a su máxima capacidad.
CNN habló con personas en ambos lados de la frontera entre Estados Unidos y México sobre las duras realidades que las familias migrantes experimentan desde que huyeron de la pobreza, así como de la violencia de las drogas y las pandillas en sus países de origen, y el papel que juegan algunos lugareños en la crisis humanitaria.
Un viaje “que me marcó de por vida”
Muchos migrantes que se metieron en las aguas del Río Bravo, que divide las afueras del centro de las ciudades hermanas, y que luego fueron detenidos por las autoridades federales para ser procesados, han estado durmiendo durante días en las calles de El Paso. Se agruparon en las inmediaciones de las estaciones de autobuses que se encuentran a menos de media milla (800 metros) del mismo lugar donde llegaron a tierra estadounidense.
Durante la semana pasada, Misael Aguilera esperó afuera de la estación Greyhound con la esperanza de embarcarse en el último viaje en autobús de ocho horas que lo reunirá con su hermano en el centro de Texas.
El hombre de 35 años pasó más de dos meses viajando de Perú a El Paso, pero todavía no puede pagar su boleto de autobús. Llegó a la frontera entre Estados Unidos y México sin más que la ropa que llevaba puesta.
“Viajar a México fue horrible, es una experiencia que no podré olvidar, algo que me marcó de por vida”, dijo Aguilera sobre ser asaltado, escuchar sobre secuestros y ver a personas perder la vida.
Aguilera, quien solía trabajar como especialista en enfermería clínica en su Cuba natal, se mantiene ocupado manteniendo el campamento improvisado fuera de la estación de autobuses del centro organizado y limpio. A medida que algunas personas se van en los autobuses, él y otros recogen las mantas más grandes que algunos dejan y las guardan para los que pueden llegar en un momento dado.
“Estamos tratando de mantener las cosas ordenadas. Asegurarnos de que se recoja la basura, mantener este espacio limpio y simplemente crear un entorno en el que podamos sentirnos seguros”, dijo Aguilera.
“Seguiré haciéndolo hasta que me vaya”, dijo.
Otros cerca de la estación Greyhound son Díaz, su familia y la familia de su hermana. Un total de 11 personas, incluidos adultos y niños pequeños hasta adolescentes, han estado en El Paso durante aproximadamente una semana, sin poder pagar los boletos de autobús para cada uno de ellos.
Temerosos de separarse, pasaron la mayoría de las noches en las calles después de que ser rechazados en los refugios o que les negaran la entrada por no haber arreglado el viaje para salir de El Paso. Ha habido innumerables ocasiones en que sólo el esposo de Díaz, Carlos Pavón Flores, puede sostener a su hija Esther en sus brazos, en silencio. Él quiere mantenerla segura y cálida.
Residente de El Paso: “Si la gente puede ayudar, por favor que lo hagan”
Daniel Banda atiende una tienda de conveniencia y gasolinera que alguna vez fue tranquila cerca del centro de El Paso. El edificio, ubicado frente a otra estación de autobuses y a dos cuadras de la estación Greyhound, se ha convertido en la primera parada para muchos migrantes que buscan comida y agua después de ser liberados de la custodia de la Patrulla Fronteriza.
Y el joven de 20 años, que solía pasar sus días únicamente limpiando y reabasteciendo los estantes, podría ser el primer residente de El Paso que no es un funcionario del gobierno con el que se encuentran muchos migrantes.
Algunos le preguntan si en la tienda pueden cambiar pesos por dólares, si venden tarjetas SIM para llamar a sus familiares, le solicitan el acceso a un baño limpio o le piden indicaciones para llegar a una tienda para comprar ropa. A veces, el tráfico constante puede ser frenético, dice Banda, pero entiende la precaria situación que atraviesan los migrantes.
“Vengo de un entorno modesto y mi familia me ha enseñado a ayudar en todo lo que pueda”, dijo Banda. “Y son gente muy respetuosa, muy respetuosa. Son buena gente, incluso mejor que algunos locales”.
“Incluso se han ofrecido a limpiar o ayudar con las tareas de la tienda”, agregó.
A unos metros de la tienda, decenas de personas acampan en la acera. En los últimos dos meses, el número de personas en el área ha aumentado considerablemente, dice. Algunos durmieron allí durante casi una semana, mientras que otros llegaron hace apenas un día.
Debido a que Banda a menudo habla con su familia sobre sus interacciones con los migrantes en la tienda, dice que su madre comenzó a recolectar frazadas para donar y a hablar con sus empleadores y conocidos sobre cómo ellos también pueden ayudar.
“Si la gente puede ayudar, por favor que lo haga. Necesitan camas, guantes, sombreros, calcetines, comida. Nada se desperdicia”, dijo Banda.
“No queremos decirle que no a nadie”
Cuando un autobús blanco dejó a 25 hombres que acababan de ser liberados de la custodia de inmigración en la puerta de un refugio cerca del centro de El Paso sin previo aviso, los miembros del personal —desde trabajadores sociales, recepcionistas y trabajadores de mantenimiento— se apresuraron a recoger formularios de admisión y bolígrafos para saludarlos.
La instalación es uno de los cinco refugios para personas sin hogar que han estado al máximo o por encima de su capacidad con la llegada de inmigrantes, dijo John Martin, subdirector del Centro de Oportunidades para Personas sin Hogar, que administra los refugios.
Martin y su personal se encuentran entre las docenas de personas que trabajan para organizaciones sin fines de lucro, grupos religiosos, defensores de inmigrantes y otros grupos que se han ofrecido para ayudar a los inmigrantes y están cerca de llegar a su punto límite.
El refugio, que puede acomodar cómodamente de 100 a 120 personas, albergaba a 190 a principios de esta semana, un número récord en los casi 29 años transcurridos desde que se estableció el Centro de Oportunidades para Personas sin Hogar, dijo Martin. “No queremos decirle que no a nadie”, dijo Martin.
“No queremos ver a los niños afuera. Incluso si tenemos que poner a una familia en mi oficina. No me importa. Encontraremos la manera de que funcione”.
Martin dijo que los migrantes que vienen al refugio no quieren quedarse en El Paso y que los miembros del personal los ayudan a organizar el viaje. Si bien el refugio no cubre el costo, es un proceso que involucra muchas llamadas a familiares en todo el país, compañías de autobuses y aerolíneas, y superar las barreras del idioma.
“Puede que tengamos 30 en camino y, de repente, tengo 50 que vienen justo detrás de ellos. Nunca podremos alcanzarlos a este ritmo”, dijo Martin.
A medida que pasan los días y el número de migrantes continúa aumentando, Martin no está seguro del futuro del albergue y dice que le preocupa que tengan que tomar una decisión que vaya en contra de la misión del albergue.
“El Centro de Oportunidades llegará a un punto, y creo que puede ser dentro de uno o dos días, en el que simplemente no tengamos espacio físico para manejarlos. Y tendremos que decir que no”.
Los refugios han alcanzado su capacidad máxima
Al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez, los refugios alcanzaron rápidamente su capacidad incluso cuando se abrieron más y más instalaciones en los últimos meses. Los albergues sirven como punto de convergencia entre las personas que han estado viviendo temporalmente en esta ciudad fronteriza durante meses después de buscar asilo en EE.UU. y ser expulsadas a México, y quienes llegaron a la frontera en las últimas semanas y esperan el final de las expulsiones del Título 42.
Ingrid Matamoros y su familia han vivido en los albergues de la iglesia Tierra de Oro en Juárez durante casi seis meses. En Honduras, había tenido éxito vendiendo ropa usada de tallas grandes mientras su esposo operaba un taller de autos, pero la violencia de las pandillas, la extorsión y las amenazas les hicieron temer por sus vidas y las de sus hijos, dice la madre de 28 años.
Matamoros dice que ha pasado por fases de desesperación y vergüenza de tener tanta necesidad, y espera que pronto sean procesados y examinados para ingresar a EE.UU. con el apoyo de un patrocinador.
“Uno se pregunta por qué otras personas están cruzando y yo no, por qué otros tienen esa oportunidad y por qué hay personas que desperdician sus oportunidades cuando hay personas como nosotros que estamos en riesgo”, dice Matamoros.
Las familias que viajaron desde otras partes de México, Guatemala y Ucrania pasaron la mañana en el refugio arreglando sillas, colgando luces navideñas y cocinando comida para una posada, una tradición navideña mexicana que incluye la recreación de la búsqueda de José y María por un habitación en Belén. Matamoros dice que es algo que hará reír a sus dos hijos, de 9 y 4 años, y olvidar su desmoralizador viaje.
“Quiero que esto acabe pronto. Quiero un hogar estable para mis hijos para que vayan a la escuela, tengan una vida normal, se acuesten cuando quieran y jueguen o vean la tele. No quiero que sufran más”.
“Es nuestro turno de simplemente esperar”
Cuando Emir Eduardo Sánchez Méndez llegó al lado sur de las orillas del Río Grande, dejó una bandeja de metal con donas en el suelo y se quitó los calcetines antes de volver a levantar la bandeja. En cuestión de segundos logró sumergir los pies en el agua helada y pisar una serie de rocas que lo llevaron a tierra estadounidense sin dejar caer la bandeja.
Ha repetido esta terrible experiencia docenas de veces al día, cargando cajas de pizza, paquetes de botellas de agua y más, sabiendo que no puede ir más allá de EE.UU. debido a su nacionalidad.
El venezolano de 30 años ha estado vendiendo comida y agua a los migrantes que hacen fila cerca del muro fronterizo en El Paso. Los venezolanos habían estado previamente exentos del Título 42, pero la administración de Biden comenzó a aplicarlo en octubre.
Sánchez Méndez quiere ingresar a Estados Unidos y encontrar un trabajo que le permita comprar medicamentos para su madre que sufre de psoriasis.
“Nos toca simplemente esperar y ver qué pasa con nosotros (venezolanos). Mientras tanto, trabajamos de este lado de la frontera para sobrevivir”, dijo Sánchez Méndez, quien lleva cerca de una semana en Juárez esperando el final del Título 42.
Pasa la mayor parte del día caminando por la fila de personas, su voz hace eco mientras grita “el agua, el agua se acaba”, tratando de vender las botellas de agua que él y sus amigos compraron juntos. Es su forma de ganar algo de dinero o como dicen algunos venezolanos “buscar la moneda” para comer y un día continuar su viaje hacia el norte.
Catherine E. Schoichet y Priscilla Alvarez de CNN contribuyeron a este reporte. Fotografías de Adriana Zehbrauskas para CNN.