Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2014). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion
(CNN Español) – Durante la pandemia, escribí una carta publicada con carácter urgente en el periódico español La Vanguardia. El texto denunciaba el caso de maltrato de una prima, que era víctima de violencia doméstica. Esta joven, encerrada con su hija en un departamento de Madrid, llamaba de madrugada, susurrando auxilio, pero las autoridades necesitaban demasiadas pruebas y lo único que se pudo lograr fue establecer un largo, burocrático proceso de separación que, hasta hoy, se encuentra en manos de los tribunales.
Existen muchas formas de abuso y no todas son fáciles de probar. Hay palabras y gestos que suenan tan fuertes como una patada en el vientre. Aunque la debacle económica actual no ha sido debidamente etiquetada, y los remiendos a la economía internacional van paleando lo que para el sector más frágil de la sociedad ya es un hecho tangible, hay madres de familia que no logran escapar de sus maltratadores.
El costo de la vida ha subido de manera alarmante. Huir con los hijos, empezar de nuevo en medio de los despidos, la inflación y los préstamos hipotecarios cada vez más altos, resulta casi imposible. Esa madre de familia que no sabe cómo llegar a fin de mes, cierra los ojos y se acurruca en la esquina de la cama, esperando a que pase la tormenta, para dejar atrás agravios y comentarios hirientes que terminan haciendo de nosotras, esa persona que apenas logramos reconocer ante el espejo. Hay marcas tan profundas que solo vemos nosotras. Existen vacunas que permiten liberarnos del covid-19, pero no existe antídoto efectivo contra el contagio llamado maltrato doméstico.
Los episodios que genera la falta de libertad pueden ir más allá del plano doméstico. He sido testigo de cómo varias autoras, periodistas independientes, presentadoras de televisión, que intentan o intentaron desarrollar su profesión en sociedades cerradas, regímenes totalitarios, son censuradas y maltratadas al expresar abiertamente sus opiniones sobre la necesidad de cambios políticos o diversidad ideológica.
Yo misma sufrí de opresión en una sociedad cerrada, siendo arbitrada y acosada por dictadores de turno, que funcionan como padres o esposos maltratadores. Imponiéndonos variar la realidad, pasando por alto la verdad, estandarizando la censura, y oficializándola como forma de maltrato políticamente correcta.
Cuando una de estas figuras públicas emigra, todo cambia. Se libera y gana un espacio en escenarios libres y democráticos, y es como si naciera de nuevo. Accedes a un escenario distinto, con otras normas y formas de expresión. Tratando de ser jovial, cercana y orgánica, o por desconocimiento, nos saltamos ciertos protocolos, que pueden terminar por ofender o herir la sensibilidad del público.
Al expresarte sobre tu raza y género, necesitas ir en puntas de pie para no pisar el campo minado. Si tu piel es negra o morena y tus padres, hermanos o amigos te apodaron “negrita” toda la vida, no debes llamarte, ni calificar así a tus semejantes, pues no solo ofendes y te ofendes a ti misma, sino que corres el riesgo de enfrentar una demanda que terminaría por dinamitar tu carrera profesional y el de la empresa para la cual trabajas.
Tu narrativa sufre una transformación muy particular, diversificando el modo en que debes referirte a tus nuevos lectores o audiencia: ellas y ellos, y también “elles”. Negarte al cambio, ignorarlo, sería no abordar el carro de la historia, caminar en sentido contrario e irrespetar la diversidad y el modo en que cada quien se percibe. El respeto a los pronombres y adjetivos es hoy, parte imperativa del tributo a la identidad sexual.
En ciertos sectores, aclaro que no en todos, debes cuidar tus adjetivos y puede que hasta llamar a alguien “mujer” o catalogar a alguien de “hombre” ya no sea tan conveniente. En casos muy específicos, tengas o no la menstruación, se asume que la denominación correcta para nosotras sería persona menstruante y en determinados espacios, a quienes etiquetábamos de hombre, debería catalogarse de ser eyaculante.
Para quienes intentamos asumir, estudiar e insertarnos en este delicado sistema simbólico, en constante desarrollo, notamos que el modo de nombrar, calificar y narrar ha cambiado de forma impetuosa. Y aunque soy consciente de que no todos se identifican con estas nuevas equivalencias semiológicas, pasarlos por alto, aludiendo desconocimiento, puede crear profundas heridas, desaires, irrespeto y desacuerdos en quienes nos leen.
Tras vivir en una sociedad cerrada, y saber lo que es sentirse ignorado o pisoteado por un estado machista y dictatorial, debo encontrar la palabra precisa, el diálogo diáfano y a la vez, coherente, donde se preserve mi voz, referente, estilo, acento generacional, poético, originario, cultural, lingüístico y a la vez, auténtico, donde logre respetarme a mí misma y a los otros en su diversidad, evitando pasar ante los lectores de maltratada a maltratador.
Al asumir concienzudamente nuestra responsabilidad social, el tiempo que nos tocó vivir, y a la velocidad de todas estas grandes transformaciones, la pregunta se hace infinita:
¿Llegaron para quedarse todos y cada uno de estos nuevos códigos? ¿Cuánto sufrirá la lengua, cómo hacerla evolucionar y preservarla de las coyunturas sin maltratarla? ¿Cómo seremos narrados y entendidos por quienes lean a profundidad nuestros artículos, ensayos, novelas y crónicas siglos más tarde?