(CNN Español) – “Es un momento que nunca olvidaré”. Taiba Jafari hace una pausa para mirar al vacío y secarse los ojos. Fue el 15 de agosto de 2021: el día en que todo cambió en Afganistán. Iba camino a su oficina del Ministerio de Salud Pública afgano en Kabul. El vehículo no avanzaba, aprisionado en medio de un enorme embotellamiento. “¿Qué está pasando?”, se preguntaba y le preguntó al chofer oficial, quien empezó a llamar a sus colegas para averiguar. “Algo grave está pasando”, le susurró enseguida.
“No me imaginaba algo tan grave”, recuerda actualmente, entrevistada por CNN en el hotel del centro de Montevideo donde la Agencia de la ONU para los Refugiados la aloja a ella, a su marido Alí Aqa Ahmadi y a su hijo Sina, de tres años.
Jafari cuenta que sabía que el movimiento talibán había tomado varias provincias, pero que nada le indicaba que pudieran llegar a Kabul tan rápido.
Finalmente llegaron a las puertas del ministerio, donde los interceptó un encargado de seguridad con una directiva clara: el Talibán ya está en Kabul y todos los funcionarios tienen que abandonar el ministerio.
Jafari se quedó parada frente a la puerta, boquiabierta, sin saber qué hacer. Hasta que recordó que en su oficina del tercer piso estaban su laptop y cientos de documentos de su trabajo y el de toda la división sobre violencia de género. Y también dice que recordó una advertencia que había recibido meses antes desde la ONU: “Esas bases de datos jamás deberían caer en manos del movimiento talibán”.
“Si encuentran esos documentos nos van a matar, y corre peligro toda esa gente”, le suplicó a su chofer. “Yo tenía mucho miedo, pero él me dijo: ‘Tranquila, yo la acompaño”. Subieron a la oficina vacía, revolvieron cajones y estantes, y tomaron los documentos sobre los operativos contra las pruebas de virginidad y las bases de datos con más de 100.000 casos de violencia de género registrados durante siete años en Afganistán, asegura Jafari.
Antes de salir, Jafari vio sobre la mesa una placa con su nombre y su cargo: “Directora de Género”. Decidió llevársela también, para no dejar rastros.
Una larga lucha contra la violencia hacia las mujeres
Jafari dice que empezó a trabajar temas de género en Afganistán en 2013, cuando todavía no había terminado su licenciatura en Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Kabul, donde conoció a su marido y antes de realizar su maestría en Derecho en Irán. Señala que sus cargos de verdadera responsabilidad fueron a partir de 2018 cuando, con 28 años, se convirtió en la coordinadora del programa de violencia basada en género en el Ministerio de Asuntos de la Mujer y, más tarde, a partir de 2020, cuando fue nombrada directora de género del Ministerio de Salud Pública. Aún conserva la credencial de cuando ocupaba ese puesto.
En esos cargos, agrega, una de sus grandes batallas fue contra la violencia de género. “Les dábamos apoyo (a las víctimas) a través de centros de protección familiar que instalamos en 25 (de las 34) provincias que tiene Afganistán”, explica. La mayoría de esos centros estaban en hospitales, “porque las mujeres llegaban heridas” y era entonces que se les daba ayuda médica y psicológica, además de legal, explica.
Jafari cuenta que también participó de la redacción de nuevas leyes para prohibir desde el matrimonio infantil a los llamados “tests antivirginidad”. Lo explica así: “En Afganistán, cuando una mujer era violada, era común que los servicios de salud le realizaran, con o sin su consentimiento, un test para ver si esa mujer era o no virgen, para supuestamente así probar la violación”. Ella y su equipo desarrollaron un protocolo para prohibir esa prueba salvo que tuviera consentimiento de la víctima y autorización judicial.
Esa reglamentación dejaba claro que el test en sí mismo implicaba una violación a los derechos humanos y también del islam. Pero la ley no alcanzaba, explica. Había que formar a todos los involucrados en esta nueva perspectiva ética, religiosa y legal, después de décadas de guerra y de abusos a las mujeres heredados del régimen teocrático talibán que había gobernado Afganistán a finales de los 90. Por eso su trabajo implicó también recorrer el territorio generando conciencia.
Su marido la ayudaba indirectamente en algunos de esos objetivos, trabajando para distintas organizaciones no gubernamentales en proyectos que buscaban lo mismo: lograr la igualdad entre el hombre y la mujer. “Hicimos pintadas, intervenciones en varias ciudades con el mensaje de que las mujeres y los hombres son iguales, o incentivando a las mujeres a que estudien”, cuenta Ahmadi.
El miedo
“Recogimos todos los archivos y equipos con mi chofer y salimos corriendo del ministerio”, prosigue Jafari. Ahí comienza otro capítulo de su historia, tal vez el más difícil de todos.
La mujer y su marido habían quedado en encontrarse en su casa, para desde ahí evaluar sus opciones. Un trayecto que habitualmente sería de entre 20 y 30 minutos, terminó demorando más de tres horas. El mar de vehículos crecía. Las calles de Kabul eran un caos.
Su marido, en tanto, volvía caminando después de intentar infructuosamente conseguir una visa en la embajada de Irán, que ya había sido clausurada hasta nuevo aviso.
En la casa se les unió el hermano de Jafari, quien trabajaba con el entonces segundo vicepresidente de Afganistán, Sarwar Danish, desde donde traía la más reciente información: “Todo terminó”. Ella tenía por entonces 30 años, su hijo de un año, Sina, y mucho miedo.
Jafari dice que sabía que a partir de ese momento su cabeza tenía precio. “Debido a la sensibilidad de mis servicios y mis viajes a las provincias, recibí varias amenazas concretas”, cuenta, mostrando las pruebas de eso.
“Hasta que cambié mi número de teléfono, recibí muchas llamadas de los talibanes y de varios condenados por violencia de género que eran talibanes. Gente que estaba en prisión y había sido liberada”, explica, todavía con el rostro atemorizado.
Las llamadas pasaron a la acción. Dice que en septiembre del año pasado fueron a buscarla a su casa y que la hermana de Ahmadi pudo grabar ese momento por una rendija. En el video se ve cómo los talibanes recorren la casa y, hablando en pashto, comunican la dirección por radio o móvil. Jafari y su familia ya habían escapado de ahí. Los documentos digitales estaban a salvo, en su computadora. Los archivos en papel ya los había quemado.
El peligro para ellos tenía otro condimento: la familia pertenece a la etnia hazara, una comunidad musulmana chiíta, de lengua persa y descendientes de los mongoles. Esa comunidad ha sido perseguida tanto por el grupo terrorista ISIS como por el movimiento talibán y, según Jafari y Alí, han sido “víctimas de un verdadero genocidio”.
El escape
Salieron de su casa en Kabul casi con lo puesto. El primer destino fue la casa de los padres de Jafari. Desde ahí a Gazni, en el sudeste del país, donde consiguieron refugio con la familia paterna de Ahmad, a la espera de visas para Pakistán por las que recuerdan que les cobraron ilegalmente US$ 3.000.
Luego, un autobús les permitió llegar a la frontera, a través de la ciudad de Jalalabad. Desde ahí a Peshawar e Islamabad, donde —creían ellos— podrían embarcar a un vuelo rumbo a Madrid.
Pero Madrid, con quien habían comenzado las gestiones para conseguir visas, nunca más respondió a sus pedidos, aunque llegaron a mandar más de 12 correos, cuenta Ahmadi en español. Alí aprendió el idioma en sus estudios de la licenciatura en Literatura Española de la Universidad de Kabul, donde conoció a un par de profesores españoles que lo vincularon años después con el doctor Javier del Rey Morató, un académico hispano-uruguayo. Un vínculo que fue clave en esta historia.
En Pakistán estuvieron desde abril de 2022 hasta que finalmente pudieron escapar, el 28 de diciembre de ese año, rumbo a Uruguay. Durante esos nueve meses vivieron con el corazón en la boca. “No podíamos volver a Afganistán, pero tampoco podíamos quedarnos en Pakistán”, explica Jafari.
Realizaron trámites para ir donde fuera posible: Australia, Italia, Estados Unidos, Canadá, Alemania, además de España… todos infructuosos. No recibían respuesta o les daban largas, aseguran.
Cuando se les estaban agotando los ahorros y las esperanzas, apareció una luz al final del túnel. Quien la encendió fue el profesor Del Rey, quien los acompañó a la distancia hasta dar con la entonces vicecanciller uruguaya Carolina Ache.
La vía uruguaya
Una tarde de agosto de 2021, Ache respondió su teléfono celular. Del otro lado estaba Del Rey, que la llamaba desde España. En esa conversación le contó la peripecia de sus amigos, hasta estallar en lágrimas, recuerda Ache. “Este profesor tenía familia y ascendencia uruguaya y había escuchado declaraciones del presidente Luis Lacalle Pou acerca de la vocación histórica de Uruguay de tener los brazos abiertos para la gente que tenga que huir de su patria como era el caso de ellos. Él solicitaba que Uruguay diera refugio a esa familia”, dice la exvicecanciller.
Impactada por la llamada, Ache decidió ponerse al hombro la tarea de salvar a esta familia y apeló a un programa internacional de reasentamiento de refugiados (Crisp).
Mientras tanto, Ahmadi y Jafari contaban los días, sabiendo que las autoridades de Pakistán les habían dado exactamente hasta fin de año para irse de allí o, de lo contrario, enfrentar la posibilidad de la prisión o la deportación.
Una semana antes de la fecha límite recibieron los pasajes y las visas para Uruguay. El 28 de diciembre de 2022 el avión despegó para un largo viaje con dos escalas rumbo a Montevideo.
Jafari tenía sentimientos encontrados: “cuando despegamos estaba feliz y al mismo tiempo muy triste respecto a mi país y mi gente y a mi sueño de vivir siempre en Afganistán”.
“Se llama humanidad”
Es enero en el balneario Punta Colorada, en el este de Uruguay. Entre las fuertes olas verdes oceánicas, un hombre batalla para mantenerse en pie y para proteger a su niño de la corriente, mientras la madre ríe y saca fotos con su celular.
Son Jafari, Ahmadi y Sina. Son la primera familia afgana que llega a vivir a Uruguay, según consta en el registro civil. Y es la primera vez que esta familia disfruta de una playa oceánica.
Sina está feliz. Apenas bajaron del avión, mientras circulaban por la rambla de Montevideo, todo lo que decía el pequeño era “¡playa, playa, quiero ir ahí!”, cuenta Jafari.
Vestida con pantalón y camisa de manga larga, esta mujer todavía no puede creer cómo una extraña conexión de personas les permitió llegar hasta este lejano país, en las antípodas del suyo y del que solo había escuchado su nombre en la escuela. “Puede ser que haya sido el deseo de Dios”. “Es una conexión humana”, acota Ahmadi, “de lo contrario parecería imposible que nos hayamos encontrado”. “Eso se llama humanidad”, concluye la exfuncionaria afgana.
Al norte
La familia de Aliaqa-Jafari estuvo casi dos meses en Uruguay. Pero a fines de febrero, decidieron cruzar la frontera, a pie, rumbo a Brasil.
Desde allí, Alí manda el siguiente mensaje el viernes 24 de febrero: “No sé como explico pero claramente un día voy a explicar toda la historia: que por algún razón personal y familiar yo y Taiba, los dos, hemos decidido irnos de Uruguay a otro país. No sé si lo lograremos o no, pero haremos un viaje mas peligroso, es decir, un viaje al norte de América”.
En Brasil se unieron a una caravana de 45 afganos, con quienes viajaron por tierra rumbo a Perú, desde donde planean seguir viaje hacia México, atravesando Ecuador, Colombia, Panamá y Centroamérica. Es un recorrido que, si todo sale bien, dicen que les tomará 40 días. Su objetivo es llegar a Estados Unidos.
“Nuestras familias siguen en Afganistán y no tienen comida allá, y tenemos que ayudarlos”, explica Alí en otro mensaje de Whatsapp. “No elegimos este camino peligroso por felicidad”, agrega, luego de agradecer a todas las personas e instituciones que los ayudaron a escapar de Afganistán.
Alí Ahmadi y Taiba Jafari emprenden una nueva aventura. Están nuevamente en la ruta. Pero no olvidan lo que dejaron atrás. “A veces pienso: ¿qué está pasando? ¿Qué le va a pasar a nuestro pueblo? (…) Lo intentamos en Afganistán. De veras lo intentamos. Pero ahora no tenemos nada. Tenemos que empezar de cero”, dice Taiba, sin poder controlar las lágrimas.