El Dr. Thomas Hartung con organoides cerebrales en su laboratorio de la Facultad de Salud Pública Bloomberg de la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore.

(CNN) – Las computadoras impulsadas por células cerebrales humanas pueden sonar a ciencia ficción, pero un equipo de investigadores de Estados Unidos cree que estas máquinas, que forman parte de un nuevo campo llamado “inteligencia organoide”, podrían dar forma al futuro, y ahora tienen un plan para conseguirlo.

Los organoides son tejidos cultivados en laboratorio que se asemejan a órganos. Estas estructuras tridimensionales, normalmente procedentes de células madre, llevan casi dos décadas utilizándose en los laboratorios, donde científicos han podido evitar las nocivas pruebas en humanos o animales experimentando con los sustitutos de riñones, pulmones y otros órganos.

En realidad, los organoides cerebrales no se parecen a versiones diminutas del cerebro humano, pero los cultivos celulares del tamaño de un punto de bolígrafo contienen neuronas capaces de realizar funciones similares a las del cerebro, formando multitud de conexiones.

Los científicos llaman a este fenómeno “inteligencia en un plato”.

Esta imagen ampliada muestra un organoide cerebral producido en el laboratorio de Hartung. El cultivo se tiñó para mostrar las neuronas en magenta, los núcleos celulares en azul y otras células de soporte en rojo y verde.

El Dr. Thomas Hartung, profesor de Salud Medioambiental e Ingeniería en la Escuela Bloomberg de Salud Pública y la Escuela Whiting de Ingeniería de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, empezó a cultivar organoides cerebrales alterando muestras de piel humana en 2012.

Sus colegas y él prevén combinar la potencia de los organoides cerebrales en un tipo de hardware biológico más eficiente energéticamente que las supercomputadoras. Estas “biocomputadoras” emplearían redes de organoides cerebrales para revolucionar las pruebas farmacéuticas de enfermedades como el alzhéimer, proporcionar información sobre el cerebro humano y cambiar el futuro de la informática.

La investigación que describe el plan de inteligencia organoide trazado por Hartung y sus colegas se publicó el martes en la revista Frontiers in Science.

“La informática y la inteligencia artificial han impulsado la revolución tecnológica, pero están alcanzando un límite”, afirma Hartung, autor principal del estudio, en un comunicado. “La bioinformática supone un enorme esfuerzo de compactación y aumento de la eficiencia para superar nuestros límites tecnológicos actuales”.

El cerebro humano frente a la inteligencia artificial

Aunque la inteligencia artificial se inspira en los procesos de pensamiento humanos, la tecnología no puede replicar por completo todas las capacidades del cerebro humano. Por eso los humanos pueden utilizar un test de Turing completamente automático y público para diferenciar ordenadores de humanos (CAPTCHA, por sus siglas en inglés) de imagen o texto como medida de seguridad en internet para demostrar que no son robots.

La prueba de Turing, también conocida como el juego de la imitación, fue desarrollada en 1950 por el matemático e informático británico Alan Turing para evaluar cómo las máquinas muestran un comportamiento inteligente similar al de un ser humano.

Pero ¿en qué se diferencia realmente una computadora de un cerebro humano?

Una supercomputadora puede procesar cantidades masivas de números más rápido que un ser humano.

“Por ejemplo, AlphaGo (la inteligencia artificial que venció al jugador de Go número uno del mundo en 2017) se entrenó con datos de 160.000 partidas”, dijo Hartung. “Una persona tendría que jugar cinco horas al día durante más de 175 años para experimentar esta cantidad de partidas”.

Por otro lado, un cerebro humano es más eficiente energéticamente, así como mejor a la hora de aprender y tomar decisiones lógicas complejas. Algo tan básico como ser capaz de distinguir un animal de otro es una tarea que el cerebro humano realiza fácilmente y que una computadora no puede.

Frontier, una supercomputadora de US$ 600 millones del Laboratorio Nacional Oak Ridge, de Tennessee, pesa la enorme cantidad de 3.629 kilogramos, y cada gabinete pesa el equivalente a dos camionetas. La máquina superó en junio la capacidad de cálculo de un cerebro humano, pero consumió un millón de veces más energía, según Hartung.

“El cerebro sigue siendo incomparable con los ordenadores modernos”, afirma Hartung.

“Los cerebros también tienen una capacidad asombrosa para almacenar información, estimada en 2.500 [terabytes]”, añadió. “Estamos llegando a los límites físicos de los ordenadores de silicio porque no podemos meter más transistores en un chip diminuto”.

¿Cómo podría funcionar una biocomputadora?

Los pioneros de las células madre, John B. Gurdon y Shinya Yamanaka, recibieron el Premio Nobel en 2012 por desarrollar una técnica que permitía generar células a partir de tejidos completamente desarrollados como la piel. La revolucionaria investigación permitió a científicos como Hartung desarrollar organoides cerebrales que se utilizaron para imitar cerebros vivos y probar e identificar medicamentos que pudieran suponer riesgos para la salud cerebral.

Hartung lleva años trabajando con organoides cerebrales.

Hartung recuerda que otros investigadores le preguntaron si los organoides cerebrales podían pensar o alcanzar la consciencia. La pregunta le llevó a plantearse la posibilidad de dar información a los organoides sobre su entorno y cómo interactuar con él.

“Esto abre la investigación sobre cómo funciona el cerebro humano”, afirma Hartung, que también es codirector del Centro de Alternativas a la Experimentación Animal en Europa. “Porque se puede empezar a manipular el sistema, haciendo cosas que éticamente no se pueden hacer con cerebros humanos”.

Hartung define la inteligencia organoide como “la reproducción de funciones cognitivas, como el aprendizaje y el procesamiento sensorial, en un modelo de cerebro humano cultivado en laboratorio”.

Los organoides cerebrales que Hartung utiliza actualmente tendrían que ampliarse para la inteligencia organoide. Cada organoide tiene aproximadamente el mismo número de células que el sistema nervioso de una mosca de la fruta. El tamaño de un organoide es una tresmillonésima parte del cerebro humano, lo que equivale a unos 800 megabytes de memoria.

“Son demasiado pequeños, cada uno contiene unas 50.000 células. Para la inteligencia organoide, tendríamos que aumentar este número a 10 millones”, explica.

Los investigadores también necesitan formas de comunicarse con los organoides para enviarles información y recibir lecturas de lo que “piensan”. Los autores del estudio han desarrollado un plan que incluye herramientas de bioingeniería y aprendizaje automático, junto con nuevas innovaciones. Permitir diferentes tipos de entrada y salida a través de las redes de organoides permitiría realizar tareas más complejas, escriben los investigadores en el estudio.

“Hemos desarrollado un dispositivo de interfaz cerebro-computadora que es una especie de tapa de EEG (electroencefalograma) para organoides, que presentamos en un artículo publicado el pasado agosto”, explica Hartung. “Se trata de un caparazón flexible densamente recubierto de diminutos electrodos que pueden captar señales del organoide y transmitirlas a él”.

Hartung espera que algún día exista un canal de comunicación beneficioso entre la inteligencia artificial y la inteligencia organoide “que permita a ambas explorar las capacidades de la otra”.

Formas de utilizar la inteligencia organoide

Según los investigadores, las aportaciones más impactantes de la inteligencia organoide podrían manifestarse en la medicina humana.

Los organoides cerebrales podrían desarrollarse a partir de muestras de piel de pacientes con trastornos neuronales, lo que permitiría a los científicos probar cómo podrían afectarles distintos medicamentos y otros factores.

“Con la inteligencia organoide podríamos estudiar también los aspectos cognitivos de las afecciones neurológicas”, afirma Hartung. “Por ejemplo, podríamos comparar la formación de memoria en organoides derivados de personas sanas y de enfermos de alzhéimer, e intentar reparar los déficits relativos. También podríamos utilizar los organoides para comprobar si determinadas sustancias, como los pesticidas, causan problemas de memoria o aprendizaje.”

Los organoides cerebrales también podrían abrir una nueva vía para comprender la cognición humana.

“Queremos comparar los organoides cerebrales de donantes con un desarrollo típico frente a los organoides cerebrales de donantes con autismo”, afirma en un comunicado Lena Smirnova, coautora y coinvestigadora del estudio y profesora adjunta de Salud Ambiental e Ingeniería en Johns Hopkins.

“Las herramientas que estamos desarrollando hacia la computación biológica son las mismas que nos permitirán comprender los cambios en las redes neuronales específicos del autismo, sin tener que utilizar animales ni acceder a los pacientes, de modo que podamos entender los mecanismos subyacentes de por qué los pacientes tienen estos problemas y deficiencias cognitivas”, afirma.

El uso de organoides cerebrales para crear inteligencia organoide aún está en pañales. Desarrollar una inteligencia organoide comparable a la de una computadora con la capacidad cerebral de un ratón podría llevar décadas, según Hartung.

Pero ya hay resultados prometedores que ilustran lo que es posible. El coautor del estudio, el Dr. Brett Kagan, director científico de Cortical Labs, en Melbourne, Australia, y su equipo demostraron recientemente que las células cerebrales pueden aprender a jugar al videojuego Pong.

“Su equipo ya lo está probando con organoides cerebrales”, afirma Hartung. “Y yo diría que replicar este experimento con organoides ya cumple la definición básica de inteligencia organoide. A partir de aquí, solo es cuestión de construir la comunidad, las herramientas y las tecnologías para aprovechar todo el potencial de la inteligencia organoide”.

La ética de los organoides cerebrales

La creación de organoides cerebrales humanos capaces de realizar funciones cognitivas plantea una serie de problemas éticos, entre ellos si pueden desarrollar consciencia o sentir dolor, y si las personas cuyas células se utilizaron para fabricarlos tienen algún derecho sobre los organoides.

“Una parte fundamental de nuestra visión es desarrollar la inteligencia organoide de forma ética y socialmente responsable”, afirma Hartung. “Por eso, desde el principio hemos colaborado con especialistas en ética para establecer un planteamiento ético integrado. Todas las cuestiones éticas serán evaluadas continuamente por equipos formados por científicos, especialistas en ética y el público, a medida que evolucione la investigación”.

Julian Kinderlerer, catedrático emérito de Derecho de la Propiedad Intelectual de la Universidad de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, afirma en un artículo publicado por separado que es fundamental incluir al público en la comprensión y el desarrollo de la inteligencia organoide. Kinderlerer no participó en el nuevo estudio sobre inteligencia organoide.

“Estamos entrando en un mundo nuevo, donde la interfaz entre los seres humanos y las construcciones humanas difumina las distinciones”, escribió Kinderlerer. “La sociedad no puede esperar pasivamente nuevos descubrimientos; debe participar en la identificación y resolución de posibles dilemas éticos y asegurarse de que cualquier experimentación se sitúa dentro de unos límites éticos aún por determinar”.

Observar el desarrollo de inteligencias artificiales como ChatGPT ha hecho que algunos se cuestionen lo cerca que están las computadoras de superar la prueba de Turing, escribe Gary Miller, vicedecano de Estrategia de Investigación e Innovación y profesor de Ciencias de la Salud Medioambiental en la Universidad de Columbia de Nueva York, en otro artículo de Viewpoint, publicado el martes. Miller no participó en el estudio de Johns Hopkins.

Las redes de organoides cerebrales podrían utilizarse algún día como soporte de biocomputadoras.

Aunque el ChatGPT puede recopilar información de forma eficiente en internet, no puede reaccionar a un cambio de temperatura como lo hace un sistema celular cultivado, escribió.

“Los sistemas de organoides cerebrales podrían mostrar aspectos clave de la inteligencia y la sensibilidad”, escribió Miller.

“Esto exige un examen sólido de las implicaciones éticas de la tecnología, en el que deben estar incluidos los especialistas en ética. Debemos asegurarnos de que cada paso del proceso se lleva a cabo con integridad científica, reconociendo al mismo tiempo que la cuestión más importante es el impacto potencial en la sociedad”. La inteligencia artificial difumina la línea que separa la cognición humana de la inteligencia artificial, y la tecnología y la biología avanzan a una velocidad que podría superar los debates éticos y morales necesarios. Este campo emergente debe adoptar un enfoque enérgico para abordar las cuestiones éticas y morales que conlleva este tipo de avance científico y debe hacerlo antes de que la tecnología se estrelle contra el abismo moral”.