Nota del editor: Arick Wierson es un productor de televisión ganador de un premio Emmy y antiguo asesor principal de medios de comunicación del exalcalde de Nueva York Michael Bloomberg. Asesora a clientes corporativos sobre comunicaciones y estrategias políticas en Estados Unidos, África y América Latina. Síguelo en Twitter @ArickWierson. Las opiniones expresadas en esta columna le pertenecen únicamente a su autor.
(CNN) – Desde que el expresidente Donald Trump pronosticó el sábado pasado en su propia red social que lo arrestarían el martes siguiente ––una predicción que aún no se cumple–– todos los medios de comunicación y el panorama político en Estados Unidos pasaron rápidamente de la llamada “vigilancia de la acusación” a la “locura febril”, al empezar a evaluar las innumerables implicaciones de que a un expresidente de EE.UU. lo acusen y se enfrente a un posible enjuiciamiento por un delito grave.
A lo largo de la semana pasada, algunos comentaristas se mostraron incrédulos ante la naturaleza sin precedentes de este giro en la situación del expresidente, quien ya enfrentó dos veces un juicio político.
Pero, ¿es en serio?
La posibilidad de enjuiciar a un exjefe de Estado es, en realidad, un hecho bastante normal en el desarrollo de una democracia funcional, simplemente no ha sido así en Estados Unidos.
Desde el año 2000, en más de 75 países de todo el mundo, según una investigación de Axios, jefes de Estado que han dejado el cargo han sido procesados o encarcelados, incluso en democracias vibrantes y sólidas como Israel, Francia y Corea del Sur.
El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, lleva casi tres años defendiéndose de acusaciones de fraude, abuso de confianza y sobornos, y el ex primer ministro de Israel Ehud Olmert salió de prisión en 2017 luego de cumplir dos tercios de una condena de 27 meses por fraude.
En 2021, el expresidente de Francia Nicolas Sarkozy fue declarado culpable de financiación ilegal de campaña y condenado a un año de cárcel. Y ese mismo año, la expresidenta de Corea del Sur Park Geun-hye salió de prisión tras cumplir casi cinco años de condena por corrupción.
En 2019, el entonces expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, salió de prisión tras cumplir un año y medio de la condena de 12 años en su contra por corrupción, y volvió a ganar con éxito la presidencia en 2022. De hecho, hay muchos casos recientes de juicios y encarcelamiento de exdirigentes latinoamericanos. Tomemos el ejemplo de Perú, donde todos menos uno de sus expresidentes desde 1985 han sido detenidos o acusados de delitos penales.
Ya sea que se trate del expresidente de Sudáfrica Jacob Zuma, del expresidente de Taiwán Chen Shui-bian, o del ex primer ministro de Malasia Najib Razak, en todo el mundo se acusa, condena y encarcela regularmente a exlíderes por delitos derivados de negocios corruptos, maniobras electorales o delitos cometidos durante su mandato.
Procesar a un exdirigente por un delito no crea problemas en el engranaje de la democracia. Es, por el contrario, un elemento que mantiene a raya a futuros dirigentes y asegura a una nación que ninguna persona, independientemente de su rango e influencia, está por encima de la ley ni es inmune a la rendición de cuentas.
Estados Unidos tiene que respirar hondo y darse cuenta de que si el fiscal del distrito de Manhattan, Alvin Bragg, decide acusar a Trump en el caso relacionado con los pagos para comprar el silencio de la estrella del cine para adultos Stormy Daniels en el período previo a las elecciones presidenciales de 2016, no será el fin del mundo.
Tampoco empezará a derrumbarse el cielo si la fiscal de distrito del condado de Fulton, Fani Willis, acaba acusando al expresidente de cargos de chantaje y conspiración relacionados con el intento del exmandatario por anular su derrota de 2020 en el estado. O si el fiscal especial Jack Smith termina procesando a Trump por cualquier número de presuntos delitos que cometió durante o después de su tiempo en el cargo. No sabemos si Trump será acusado en alguna de estas investigaciones, pero de ser así, la democracia estadounidense no solo estará bien, sino que será más fuerte por ello.
Estados Unidos ya ha tenido su ración de escándalos presidenciales de corrupción pública. Desde la trama del whisky de Ulysses Grant a finales del siglo XIX hasta el infame escándalo del Teapot Dome de Warren Harding a principios de la década de 1920, pasando por el papel de Richard Nixon en el Watergate y la implicación de Ronald Reagan en el asunto Irán-Contra, los presidentes de EE.UU. han estado con frecuencia en el punto de mira de la justicia, y en muchos casos sus asesores cercanos acabaron cumpliendo un condena en prisión.
En todos estos casos, sin embargo, el propio presidente se libró de ser procesado, lo que acabó creando con el tiempo una especie de mito –totalmente al margen de la Constitución– según el cual acusar o encarcelar a un expresidente era excesivamente divisivo o impropio de la nación más poderosa del mundo.
Pero ahora es el momento de que los estadounidenses hagan las paces con el hecho de que por cada presidente extraordinario que hayamos tenido la suerte de que nos guiara en tiempos de guerra e incertidumbre, de vez en cuando, como cualquier otro país de la tierra, tendremos una manzana podrida en la Casa Blanca.
Y utilizar los poderes del sistema judicial para que estas malas figuras rindan cuentas no solo es necesario, sino que reforzará la confianza de los estadounidenses en nuestro sistema judicial. Y, como presagia la primera línea de nuestra propia Constitución, pondrá a nuestra nación un paso más cerca de convertirse en una unión más perfecta.