Los personajes Walter White (Bryan Cranston) y Saul Goodman (Bob Odenkirk) en un episodio de la serie  Breaking Bad.

Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2014). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion

(CNN Español) – Las series de televisión se han apoderado de nuestra cotidianeidad, intervienen en ella, nos involucran en sus tramas y nos mantienen por horas, atentos e iluminados por la pantalla, en una especie de secuestro voluntario que no parece tener fin, gracias a la diversidad de contenidos que ofrecen plataformas como Netflix, Hulu, HBO o Amazon Prime.

Abandonamos los cines de barrio, declinamos cenas, citas y para algunos, el sexo ha dejado de ser el centro de la noche en pareja, pues, una copa de vino tinto y una cena romántica, bien pueden terminar con el descubrimiento de una nueva saga, una tercera temporada o el secreto bien guardado de la llamada novela negra.

Finalmente, nuestro insomnio ha encontrado consuelo en todos estos nichos históricos, fantásticos, burlescos o dramáticos, pero, sin duda alguna, también perdemos muchas horas de sueño intentando averiguar quién será la próxima víctima en “You”, con quién se queda la protagonista de “Bridgerton”, qué pasará con el dinero enterrado en “Breaking Bad”, quién llegará con vida a casa, al final de los diez episodios de “Band of Brothers”, o simplemente te rompes la cabeza al preguntarte ¿dónde diablos guarda Emily Cooper tanta ropa y zapatos de diseñador, si lo que comparte con su amiga Mindy Chen es un diminuto y coqueto departamento parisino? Pasamos los capítulos entusiasmados y, sin darnos cuenta, ¡ya son las 4:30 de la mañana! Pero no dormimos hasta comprobar si nos ha fallado el instinto con ese fragmento de rompecabezas que une toda la trama.

Una pareja mirando una serie de televisión.

Algunos se acercan a las series intentando desconectar de la realidad y allí se pierden, en tramas ligeras, aventuras, piratería, suspenso o simplemente historias de tinte romántico en tesitura adolescente. Otros, prefieren las adaptaciones de joyas trascendentales de la literatura universal. ¿Cuántas veces quisiste leer una gran novela y no tuviste tiempo para hacerlo? Pues bien, como autora literaria, siento que las series han dado una segunda vida a la literatura de todos los tiempos. Las buenas adaptaciones permiten el desarrollo infinito de los personajes, tramas y juegos estructurales, que, en nuestras novelas, por razones de espacio, quedan relegadas a breves cuartillas y nacen atrapadas, entre el miedo a la página en blanco y el punto final.

¿Arte o artesanía? Se pregunta la crítica a propósito del resultado artístico de una serie de televisión. Todo depende de cómo se cuente el relato, la creatividad y respeto con el que apueste la casa productora, el equipo de escritores, el showrunner, y por supuesto, la traducción que hagan los directores, responsables de representar el texto y llevarlo a varias temporadas. Hay series que tienen una buena primera temporada, pero al cambiar su equipo creativo, definitivamente, deja de atraparnos.

El desenvolvimiento de la vida doméstica sentimental de una familia escandinava en “Bonus Family”, la diatriba entre intimidad y poder en la existencia de una primera ministra danesa, la controversial Birgitte Nyborg protagonista de “Borgen”, y las determinaciones de “Shtisel”, una familia judía que convive en un barrio ultraortodoxo de Jerusalén, nos remiten a otra noción del mundo, entendiéndolo ahora como un hogar multicultural. Descubrir esa otra geografía nos invita a movilizarnos, comprar un billete de avión y recorrer territorios que antes de ver estas historias no despertaban nuestra curiosidad.

Algunos padres han sido testigos de cómo sus hijos encontraron su verdadera vocación siguiendo los personajes de “House” o “Grey’s Anatomy”. O de cómo adquirieron un estilo propio entrando al escaparate de la deslumbrante Carrie Bradshaw de “Sex and the City”, y encontraron su pasión por la cocina al descubrir “Chef´s Table”, con ese modo de fusionar sabores, culturas, degustando la vida a través de una leyenda urbana o rural que nos induce a recorrer varios continentes, tras la confortable sensación de un aroma.

Una escena de la serie Bridgerton.

Las series de televisión han sabido suplantar, con altura y astucia, el papel de la crítica y la prensa. Y es que, en su mayoría, apuestan por figuraciones, delirios dramáticos que logran evadir demandas, voluntades ideológicas o corrientes filosóficas fundamentalistas, posturas políticas, religiosas o morales anquilosadas. Ante la pantalla de televisión, tú tienes el mando. Selectivamente te permites ahondar en los temas, dejarlos pasar a tu vida privada o simplemente, detener la acción. La serie flota desprejuiciada e ¿inocente? en la soledad de tu habitación, ese lugar único, donde eres verdaderamente tú, libre de soñar o decantar asuntos de toda índole.

En todos los tiempos, la cultura popular ha poseído un gran recurso: el de sobrepasar el espacio predestinado a su lugar inicial. The Globe, compañía inglesa inaugurada en 1599, ubicada en la parte izquierda del Támesis, teatro rodeado de burdeles y sitios de dudosa reputación, estrenó las más importantes obras de Shakespeare, y resultó una conversación en paralelo al teatro cortesano de la época. Esta joya dramatúrgica, fundada en medio del peligro y la marginalidad, tenía como símbolo a Hércules llevando el globo terráqueo a sus espaldas, y como lema, la cita adjudicada a Petronio: “Totus mundus agit histrionem”, (que sugiere que todo el mundo, sin excepciones, simula ser lo que no es).

Si una serie te atrapa es también por llevar el mundo a sus espaldas y reflejar la actualidad de sus temas. Cualquier tipo de coto, estatus cultural falso, relato político enrarecido o muro social que intente maquillar la verdad de su tiempo, sonará falso, poco creíble, y fallará en el intento de lograr una buena interpretación de la realidad. Las series, cuando son buenas, nombran con libertad y sanan con sabiduría zonas rotas o dañadas de la sociedad.

Cualquier historia, por breve que esta sea, nos hará pensar desde la intimidad de nuestros cuartos, y seremos nosotros quienes trasladaremos esa discusión al espacio público, despertando un debate constructivo y compensatorio en medio de tanto encierro y exacerbación de la individualidad.

Cuando la noche termina y se apagan las luces de la casa, en nuestra soledad compartida, queda flotando en el aire esa trama que nos faltó por contar, por sentir, por vivir o creerle al solitario y al errante.

La pregunta es: ¿Para qué vemos series de televisión, para olvidar nuestra vida privada o para obtener una trama accesoria, escalera de incendio, puerta de escape que nos conduzca a un lugar superior e infinito, distinto a nuestra breve existencia?