Nota del editor: Jorge Dávila Miguel es licenciado en Periodismo desde 1973 y ha mantenido una carrera continua en su profesión hasta la fecha. Tiene posgrados en Ciencias de la Información Social y Medios de Comunicación Social, así como estudios posuniversitarios en Relaciones Internacionales, Economía Política e Historia Latinoamericana. Dávila Miguel es columnista de El Nuevo Herald en la cadena McClatchy, y analista político y columnista en CNN en Español. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. Mira más en cnne.com/opinion
(CNN Español) -- Lo conocí en Madrid, al poco tiempo de llegar de La Habana, en 1982. Unos amigos, Carlos Gómez y Zita Trelles, propiciaron el encuentro, y recibí con su conversación una de las mayores gratificaciones de mi vida, periodística y humana. Carlos Alberto Montaner era ya en ese entonces un autor, toda una figura en el mundo intelectual, que se comportaba naturalmente. Ajeno a cualquier bagaje de su propia importancia, llano, cordial, y comprensivo. Mis apuntes sobre la realidad cubana fueron recibidos sin cortapisas o acotación alguna, y expresados cada vez con mayor confianza. No encontré a un hombre políticamente parcializado en el verbo, a pesar de que tendría distintas conclusiones a las mías. Las tenía.
Yo había terminado mis estudios universitarios en La Habana y había sufrido los puntos turbios y censores de su práctica en la prensa nacional, aunque reconocía la calidad de la enseñanza en mi alma mater. Había participado en la guerra de Angola, en 1976, como soldado, pero no creía que fuera comparable a la guerra de Vietnam. Carlos estaba más interesado en escuchar que en ripostar. En entender lo que yo expresaba, antes que plantar una bandera propia en aquella interesante conversación que manteníamos. Con él estaba Linda Montaner, su esposa.
Fue el inicio de mi amistad con Carlos Alberto, quien recientemente anunció su retiro como columnista –entre otros medios colaboró en CNN–. Una amistad que continúa hasta el día de hoy, con la misma opinión sobre su persona y categoría humana. Carlos, un avezado polemista, culto, informado y afilado hasta en el reverso de su cuchillo intelectual, seguro de sus razones, sigue siendo para mí, una persona digna.
Otras cosas dijeron sus adversarios políticos, —entre ellos Jorge Mas Canosa, presidente de la entonces poderosísima Fundación Nacional Cubano Americana, que no toleraba competencia política alguna en el caso de Cuba—, cuando Montaner lanzó la Plataforma Democrática Cubana (PDC) con su tesis del “Puente de plata”, en 1991, que pretendía la salida inmediata de Fidel Castro y su gobierno, de Cuba. Yo me enteré de primera mano tanto del proyecto de Montaner como del enfado de Mas Canosa, pues estaba en la oficina de Jorge el día del lanzamiento de la PDC, y pude constatar por qué él estaba tan molesto. Mas Canosa quería una salida negociada, un diálogo, con el gobierno de Cuba, y ser el portador del mensaje negociador, “pero ellos son los que no quieren sentarse conmigo”, me dijo. “Y Jorge, ¿qué les ofrecerías tu?”, le dije.
En aquellos momentos, con la caída de la Unión Soviética, empezaba la verdadera importancia del embargo estadounidense contra Cuba. Mas Canosa no me respondió directamente la pregunta. Pero era obvio que entonces, el embargo era el más importante punto de negociación con el gobierno cubano para bajar las tensiones con Estados Unidos. La Fundación tenía la capacidad de dar ese diálogo. No puedo asegurar cuál hubiera sido el resultado. Nunca se celebró ese encuentro. Pero creo que habría cambiado la realidad cubana de los últimos 31 años y con ella, la del futuro de Cuba. Dentro del concepto del mantenimiento de la soberanía cubana, fundamental para el Estado cubano y me atrevo a decir que también para Jorge Más, aunque con sus diferencias. El asunto hubiera sido usar la vigencia del embargo comercial como punto negociador, en vez de su uso como arma de presión contra el gobierno de Fidel Castro.
Entonces, en el mismo Miami que hoy lo honra en su retiro intelectual, a Montaner lo acusaron de “dialoguero”, es decir de mantener un diálogo no honesto, casi de traidor a Cuba, por presentar una estrategia política que lo que pretendía era la salida inmediata de Fidel Castro del poder.
Han pasado 32 años desde entonces y Montaner ha continuado su oposición al Gobierno de Cuba, como es su franca concepción. Pero a pesar de su postura, nunca le he encontrado, ni siquiera en las conversaciones personales, insultos e imprecaciones personales contra los gobernantes cubanos, como es usual que hagan otros menos enterados de las alturas de la polémica ni del uso de la ironía, la metáfora y el ingenio verbal, que constituyen en Montaner el lomo de su cuchillo peleón.
Esto es un detalle, que significa al menos una cosa: Carlos Alberto se ha ganado a pulso su posición como periodista y escritor, con razones y estadísticas no desde el poder político o económico, sino desde su talento.
Puede no haber tenido la razón, puede haberse equivocado, pero quién cuenta con la verdad absoluta en este mundo. Y quién es uno para intentar debatirlo en este momento, cuando ya se despide tanto de amigos como de enemigos. Nunca lo hice en público, por amistad; aunque en privado, le di a menudo mi interpretación discordante sobre la realidad cubana, sobre todo en relación con la permanente posición de Washington hacia La Habana. En esas ocasiones tuve la misma atenta comprensión que cuando lo conocí aquella tarde de domingo en casa de Carlos Gómez, aunque ya me argumentaba sólidamente sus razones.
Pero no todo con Montaner eran conversaciones políticas.
Una vez, yendo a Nicaragua en enero del 98, sufrimos el vuelo más largo de la historia. El viaje en avión, con un boleto adquirido tal vez con mucha mesura por el Gobierno del tristemente célebre presidente de Nicaragua, Arnoldo Alemán –íbamos a un seminario con su gabinete–, tardó 26 horas en llegar de Madrid a Managua, luego de cinco escalas europeas y dos en territorio americano. Recuerdo que antes de atravesar el Atlántico, despegando de Londres y ya más que madurados por el tiempo de vuelo y los asientos, eché mano a mi reserva estratégica de somníferos. Me tomé uno, y acto seguido, escuché la fatigada voz de Montaner: “¿Te queda otra?”. Yo tenía cuatro, y así pudimos resistir hasta llegar a nuestra penúltima escala, en Nueva York.
Un día, ya descansados en nuestro hotel, escuchábamos el acto central de la visita a Cuba de Juan Pablo II, en la Plaza de la Revolución de La Habana. Carlos me dijo: “Esto no significa nada”, refiriéndose a las posibles consecuencias políticas para el Gobierno cubano, siempre soñadas por el exilio cubano: un estallido social comparable al de enero de 1959.
Seguimos conversando sobre Cuba y su desgraciada situación, los juegos del poder y sus resultados. Entonces le pregunté: “Carlos Alberto, ¿cuántos aspirantes a presidente hay en Miami?”. Me miró y me dijo con esa suavidad que le caracteriza: “¿En cuál de los pelotones?” Yo me sonreí y le dije más o menos: “Carlos Alberto, tú no tienes madera de presidente, no por falta de categoría moral u honradez, sino por tener demasiado de ambas. No hay que ser culto, honrado y justo, sino enérgico, mañoso y un poco arbitrario para serlo. ¿Tú, no crees?” “¿Eso es lo que te enseñó el castrismo?”, me respondió con una sonrisa. Iba a decirle que era la historia de Latinoamérica la que me lo enseñaba, que mirara lo que le había pasado a Mario Vargas Llosa en Perú, pero me di cuenta de que no sabía si Vargas Llosa era justo y honrado o mañoso y arbitrario. Así que preferí escuchar a Carlos que continuaba su respuesta: “Sé lo que tú quieres decir. Lo que yo quiero para Cuba no es ser presidente, sino que sea un país normal, libre y próspero”. Nada más y nada menos. Después seguimos comentando la transmisión del acto del papa Wojtyla desde La Habana.
Carlos Alberto, sé me quedan en el tintero otros episodios de aquella peripecia en Managua, como la noche en casa de José Rizo, tu correligionario liberal, y su comentario de lo que les sucedía en Jinotega a los recogedores de café borrachos, dormidos en el camino, y mi reacción aquella noche, que tanto te gustaba contar. Espero que conozcas esta columna de agradecimiento a ti, aunque no de despedida. De tu contribución al debate político cubano no es posible despedirse. Y de ti tampoco, porque en cada letra y cada punto, en cada idea y cada coma, en cada frase y cada oración de tus columnas, seguirás siempre estando tú, con tu redacción clara y directa, tus argumentos y tu implacable ironía. Un abrazo, Carlos Alberto.