(CNN) – Comenzó con un destello cegador y un estampido ensordecedor. Luego llegó la onda expansiva, que lanzó a los jóvenes por los aires y les clavó en la piel los fragmentos de cristal de las ventanas.
Solo más tarde, mientras atravesaban el infierno que había sido su próspera ciudad, se dieron cuenta de que eran los que habían tenido suerte.
“Había incendios por todas partes, la ciudad era una tormenta de fuego. El cielo azul se volvió gris y la noche negra. Buscamos a mamá, llorando mientras la lluvia negra nos empapaba”, recuerda Okihiro Terao.
Fue entonces cuando aparecieron los “fantasmas”. Formas humanas de rasgos indefinidos que emergían de la oscuridad, retorciéndose y gimiendo de dolor mientras se acercaban a los vivos. Las extrañas figuras no podían ser personas, recuerda Terao que pensó con sus cuatro años.
“Su apariencia… Era difícil ver quiénes eran, eran irreconocibles. Creo que por eso estaba tan asustado”, dice Terao, quien ahora tiene 82 años.
Estos recuerdos de pesadilla corresponden a Hiroshima, Japón, el 6 de agosto de 1945. El joven Terao acababa de sobrevivir al primer ataque nuclear del mundo.
A las 8:15 de la mañana, hora local japonesa, el Enola Gay, un B-29 Superfortress de la Fuerza Aérea de EE.UU., lanzó una bomba sobre la ciudad y sus aproximadamente 350.000 habitantes.
La bomba detonó a 580 metros por encima de Hiroshima, matando a decenas de miles de personas al instante. Algunas se vaporizaron a temperaturas de entre 3.000 y 4.000 grados Celsius.
Aquello fue solo el principio. Cientos de miles de personas morirían en los días, semanas, meses y años siguientes. Hubo víctimas quemadas hasta quedar irreconocibles —los “fantasmas” de la memoria de Terao— y también quienes murieron lentamente por lesiones relacionadas con la radiación, un nuevo fenómeno que el mundo aún no comprendía.
Hoy, casi 80 años después, mientras los líderes mundiales acuden a Hiroshima para la cumbre del G7 de este fin de semana, todos los recuerdos de Terao vuelven a su mente.
El Día del Juicio Final
La invasión de Ucrania por parte de Rusia ocupa un lugar destacado en la agenda de los líderes de las mayores democracias del mundo reunidos en esta simbólica ciudad.
Según el Observatorio del Boletín de Científicos Atómicos, la invasión no provocada de su vecino por parte de Moscú ha llevado al mundo más cerca de una catástrofe nuclear que en ningún otro momento desde 1945.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, a cargo del mayor arsenal nuclear del mundo (con 4.477 armas nucleares frente a las 3.708 de Estados Unidos, según el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz), ha elevado repetidamente su retórica sobre su disposición a utilizar sus armas nucleares.
Y dado que su invasión no le ha salido bien, algunos temen a qué podría recurrir un Putin acorralado.
“Las amenazas poco veladas de Rusia de utilizar armas nucleares recuerdan al mundo que la escalada del conflicto —por accidente, intención o error de cálculo— es un riesgo terrible. La posibilidad de que el conflicto se escape al control de cualquiera sigue siendo alta”, afirmó en enero el Boletín de Científicos Atómicos cuando actualizó su Reloj del Juicio Final, una medida de lo cerca que cree que está el mundo de ese desastre nuclear.
Para Terao, la idea de que el mundo se esté precipitando de nuevo hacia la pesadilla a la que apenas sobrevivió es incomprensible.
“Me parece una locura que Rusia amenace con utilizar armas nucleares. Solo de pensarlo me entran sudores, y al pronunciar esas palabras se me sube la sangre a la cabeza”, dice a la CNN.
Cuando relata su experiencia de la mañana del 6 de agosto de 1945, no es difícil entender por qué.
El día en que el cielo se volvió negro
Por aquel entonces, Terao vivía con su madre y sus dos hermanos en una habitación alquilada en un segundo piso a unos cuatro kilómetros al norte de la ciudad.
Él y uno de sus hermanos estaban jugando fuera cuando vieron la luz cegadora, dieron la vuelta y corrieron hacia la puerta de su casa.
No fue hasta que la alcanzaron, instantes después, cuando la onda expansiva de la explosión los levantó por los aires.
Los cristales de las ventanas destrozadas salpicaron sus cuerpos. “Lloramos mucho”, recuerda Terao.
Pero eran los “afortunados”, de los pocos cuya casa no se había derrumbado.
Corrieron escaleras arriba, donde encontraron a su tía abrazada a su hermano pequeño, pero no pudieron encontrar a su madre. Ella había salido esa mañana a recoger algunas pertenencias de su anterior residencia, a solo 300 metros de lo que ahora se conoce como Gembaku o cúpula de la bomba atómica, famosa por ser el único edificio de la zona que sobrevivió a la explosión.
Junto con su tía, los chicos se dirigieron a la zona cero para encontrarla.
Mientras caminaban, los supervivientes cubiertos de quemaduras se agolpaban en dirección contraria. Ardían fuegos por todas partes y empezó a caer una lluvia negra.
Milagrosamente, los chicos oyeron la voz familiar de su madre Shizuko llamándoles.
Preocupada por las cosas que había dejado en su antigua residencia, la madre de Terao había salido el día del bombardeo atómico para recoger algunas. Estaba a 1.000 metros de su casa cuando estalló la bomba.
“Sonaba como mi madre, pero no sabíamos dónde estaba. Entonces la voz empezó a sentirse más cerca. Fue entonces cuando estalló toda la emoción que había estado reprimiendo y empecé a sollozar”, cuenta.
“Parecía que mi madre había reconocido la figura de mi tía… nos encontró, sobre todo porque había muy poca gente yendo en esa dirección”.
Reunida por fin, la familia emprendió el camino de vuelta a su habitación alquilada. Una vez allí, innumerables supervivientes tan quemados que al joven Terao le parecían “fantasmas” entraron en tropel en busca de su ayuda.
Terao, de 4 años, se refugió asustado en un rincón de la habitación. Shizuko, aunque gravemente herida, le dijo a su hijo que no podía rechazar a los necesitados.
“¿Por qué seguimos teniendo estas cosas?”
Al día siguiente, los niños y su madre intentaron de nuevo encontrar su antigua casa, situada a solo 300 metros de la zona cero. Por aquel entonces, no se daban cuenta de que se estaban exponiendo a un mayor peligro de exposición a la radiación.
“La casa estaba quemada, vaporizada”, cuenta Terao. “Los mejores amigos de mi madre, los conocidos, nadie estaba vivo. Lo único que sobrevivió de aquella zona fue nuestra familia. Pensamos que teníamos suerte de haber sobrevivido”.
Sin embargo, el verdadero alcance de los daños de aquel día todavía se siente hoy. En los años siguientes, a los dos hermanos de Terao y a su madre les diagnosticaron cánceres que creen que estaban relacionados con la radiación. Sus hermanos sobrevivieron, pero su madre no.
Ahora Terao se fija en Ucrania y Rusia y en otros riesgos crecientes para la seguridad en todo el planeta, y vuelve a preocuparse por el mundo.
Señala que tanto China como Corea del Norte tienen programas de armamento nuclear y que Japón ha propuesto duplicar su presupuesto de defensa.
“Japón cree que necesita armas para proteger a su pueblo. Es un dilema. No hay una respuesta fácil”, admite.
Y sin embargo, para un hombre que ha sobrevivido a un ataque con bomba atómica, el hecho de que el planeta siga corriendo el riesgo de un armagedón nuclear es difícil de soportar.
“¿Por qué seguimos teniendo estas cosas en el siglo XXI?”, se pregunta Terao.
“Me pregunto si moriré sin ver un mundo sin armas nucleares”, añade. “Siento mucha vergüenza cuando pienso en ello”.
Marc Stewart, de CNN, contribuyó con este reportaje desde Hiroshima.