Nota del editor: Jorge Dávila Miguel es licenciado en Periodismo desde 1973 y ha mantenido una carrera continua en su profesión hasta la fecha. Tiene posgrados en Ciencias de la Información Social y Medios de Comunicación Social, así como estudios posuniversitarios en Relaciones Internacionales, Economía Política e Historia Latinoamericana. Dávila Miguel es columnista de El Nuevo Herald en la cadena McClatchy, y analista político y columnista en CNN en Español. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. Mira más en cnne.com/opinion
(CNN Español) – El casco implosionó a una velocidad de 2.400 km por hora, 671 metros por segundo. La contracción del total del metal tomó una milésima de segundo. Un ser humano tarda en notar el peligro 25 milisegundos. Y estará listo para reaccionar cuando transcurran 150. Pero todo sucedió en una milésima de segundo. Le habrían hecho falta otras 149 para darse cuenta de lo que pasaba: que no había defensa posible contra el peso del agua y que tampoco era posible la huida. Pasaron de la vida a la muerte más rápido que sentir el primer dolor de una quemadura. El aire dentro de un artefacto sumergible tiene una alta concentración de vapores combustibles. Cuando el casco colapsa, el aire se enciende súbitamente y una explosión sigue a la vertiginosa implosión inicial. Así lo aseveran los expertos.
Los cuerpos humanos dentro de un artefacto sumergible bajo la presión de 4.000 toneladas por metro cuadrado se desintegran en el mismo milisegundo. Un milisegundo fue suficiente para que Suleman Dawood y su padre, Shahzada Dawood, llegaran a destino en su viaje turístico: habían pagado US$ 500.000 por dos puestos en la estrechez del Titán, la insegura nave de OceanGate que los bajaría a unos 4.000 metros de profundidad a contemplar un cadáver mítico: el del Titanic. En realidad, era como ir a un cementerio. Y lamentablemente llegaron a él, padre e hijo, sin darse cuenta, junto a Hamish Harding, Paul-Henri Nargeolet y el fundador de Ocean Gate, Stockton Rush en solo un milisegundo.
¿Qué los impulsó a visitar las ruinas del Titanic? No todos tenían que ver con la categoría “exploradores” en la que algunos han querido incluirlos. Podían solo verlas, pues no tenían otros medios para “explorar” el viejo casco. Tal vez tener el privilegio de estar muy cerca, al pagar entre los cuatro turistas un millón de dólares para contemplarlas. Al igual que los turistas espaciales, como el mismo Hamish Harding, que se montan en los cohetes de Elon Musk o Jeff Bezos, para tener una “experiencia personal única” con un costo aún más elevado. Cuántos niños no padecerían de hambre y enfermedades en el mundo si en vez de bajar o subir tanto desde la superficie del planeta Tierra, practicando un “turismo extremo”, o “de aventura”, tuvieran sus pies mejor puestos sobre ella. El visor posterior de la nave estaba solo certificado por los constructores para descender 1.300 metros bajo el agua, según ha dicho el exejecutivo de OceanGate David Lochridge, y el Titanic descansa a casi cuatro veces esa profundidad. OceanGate, la propietaria del Titán exageró la participación de la NASA, Boeing y la Universidad de Washington en el proyecto.
Debemos lamentar la muerte de cinco individuos en el lance, compadecer a su familia, pero darnos cuenta también de que el suceso, ampliamente difundido por la prensa, no se equipara con otras tragedias que suceden casi cada día. Más de 300 migrantes paquistaníes murieron ahogados en el mar Mediterráneo pocos días antes de la trágica aventura del Titán. Alrededor de otros 25.000 migrantes han muerto ahogados en el Mediterráneo desde 2014 con la intención de contemplar no el decrépito cadáver de un naufragio, sino una vida mejor. Ellos tuvieron más tiempo para ver como morían a su alrededor hijos, padres, esposas, compañeros de viaje. Más tiempo para sufrir al despedirse de este mundo, al ver como terminaba su vida entre las frías aguas del mar. Seguramente muchos se preguntaron por qué, mientras se ahogaban. Y no fue un milisegundo lo que les llevó el más largo y misterioso viaje de la vida. Y solo en eso aventajaron a los turistas y tripulantes del Titán, porque tal vez supieron, entre el sufrimiento, las olas y el ahogo, hacia dónde se dirigían.
¿Qué aprender de estos sucesos? Todo y nada. Los deseos de los consumidores animan este mundo, y los seguirán animando. Deseos de poder, de riquezas, de guerra. Deseos de diferentes objetos, nimios o no y al alcance de quien pueda adquirirlos. Hay para todos los gustos y capacidades, también en el consumo informativo. Dentro de esto vivimos. La vida sigue su propio impulso, generosa e implacable, hermosa y terrible, convulsa y serena. Siempre a la espera de una avidez que llenar, en un milisegundo o con los últimos manotazos en el mar. Y no tenemos las respuestas.