Una bandera de la Unión Soviética se ve en un edificio de La Habana, Cuba, el 24 de abril de 2019.

Nota del editor: Wendy Guerra es escritora cubanofrancesa y colaboradora de CNN en Español. Sus artículos han aparecido en medios de todo el mundo, como El País, The New York Times, el Miami Herald, El Mundo y La Vanguardia. Entre sus obras literarias más destacadas se encuentran “Ropa interior” (2007), “Nunca fui primera dama” (2008), “Posar desnuda en La Habana” (2010) y “Todos se van” (2014). Su trabajo ha sido publicado en 23 idiomas. Los comentarios expresados en esta columna pertenecen exclusivamente a la autora. Mira más en cnne.com/opinion

(CNN Español) – El presidente ruso, Vladimir Putin, y su homólogo cubano, Miguel Díaz-Canel, se reunieron en Moscú el pasado noviembre. De este diálogo nace un acuerdo que acaparó titulares en los principales diarios del mundo: Frente unido desde Moscú contra Estados Unidos. A partir de este momento el coqueteo entre ambos países no se hizo esperar.

Al calor del reencuentro entre ambas naciones, vino a mi memoria la época en la que los cubanos coexistimos con militares, diplomáticos, funcionarios y técnicos extranjeros del otrora país socialista.

¿Qué nos quedó de esa enfática presencia?

Uno de los grandes valores de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, heredada por los cubanos, fue las llamadas “películas rusas”, que sustituyeron por décadas la presencia hollywoodense en las pantallas cubanas.

El revolucionario cubano Fidel Castro con el primer ministro soviético Nikita Jruschov en el Mausoleo de Lenin en la Plaza Roja de Moscú, el 7 de mayo de 1965.

En las carteleras de la Cinemateca de Cuba, salas de estreno y emisiones televisivas, conocimos a profundidad la cinematografía que nos enviaba la URSS.

He aquí tres ejemplos de obras que se volvieron clásicos.

El acorazado Potemkin (1925), Andreu Rublev (1966) y Cuando pasan las cigüeñas (1957).

¿Nos gustaba todo el cine, la literatura y el arte soviético que consumíamos? ¿Qué exasperaba a los espectadores cuando no podían avanzar en la trama? Aquello que los cubanos llamaban “tempo ruso”, esa lenta cadena de sucesos, desde la aparición de los puntos de giro hasta su resolución, que terminaba por desesperarnos y sacarnos del cine. A las películas que no lograban captar nuestro interés le decían clavos rusos. Y es que no había nada más diferente al carácter de un cubano que el espíritu soviético.

El adoctrinamiento a través del cine y la literatura causó rechazo entre los artistas e intelectuales cubanos, quienes, aun admirando el lenguaje de la alta literatura rusa de todos los tiempos, Chejov, Dostoyevski, Tolstoi, rechazaban el espíritu impuesto por la estética soviética, nos sentíamos amenazados por los modelos impositivos del arte como arma ideológica, estrictamente pedagógica. Del héroe como único modelo de protagonista y del triunfalismo como happy end.

Un camarero limpia una botella de ron en el restaurante Nazdarovie, ambientado con imágenes de la Unión Soviética, en La Habana, el 16 de octubre de 2017.

Los cubanos rechazamos, de plano, el impetuoso avance del realismo socialista dentro de las artes visuales. Nos negamos a ser parte de un mundo donde el tamaño de la consigna y el rojo de la pizarra humana definieran nuestra identidad, pero todo eso tuvo su precio: el largo exilio y el ostracismo que silenció a buena parte de los artistas e intelectuales cubanos de la época.

Walt Disney también fue ¿relevado? por la industria del dibujo animado socialista. No hay niño cubano nacido después de 1960 que no sepa quienes son Cheburashka, Masha y el Oso o Tío Stiopa. Los nacidos en la década de 1970 recitamos de memoria “Nu, pogodi!” (¡Me las pagarás!), animación dirigida por Vyacheslav Kotyonochkin. Nuestro imaginario infantil se basa en el aprendizaje de las peripecias soviéticas y su extrapolación al trópico. En nuestros códigos afectivos atesoramos las voces y la música de los llamados popularmente “muñequitos rusos”, usados hoy como resorte icónico, burlesco o nostálgico.

La sovietización nos marcó para siempre a través del sistema nacional de enseñanza. A mi generación se le retiró el idioma inglés de los programas de estudio y la enseñanza del ruso se tornó obligatoria. Los libros de texto se coparon de historias vinculadas a gestas y mártires foráneos. Nos alimentábamos con latas de conservas rusas, compotas, leche, manteca y chocolates que sabían a un mundo completamente desconocido. El petróleo con el que funcionaba el país también venía de la URSS. Nos vestíamos con zapatos y telas invernales fabricadas y enviadas por “nuestros hermanos soviéticos” a quienes debíamos mostrarle lealtad y agradecimiento por cada uno de sus gestos.

Muchos de mis amigos y familiares llevan nombres heredados de los rusos: Iván, Olga, Katerina, Boris, Igor y Pavel. Nuestro campamento de pioneros se llamaba Volodia, el amplio parque de diversiones y la escuela para estudiantes de alto rendimiento aún conservan el nombre de Vladimir Ilich Lenin. Parte de nuestras canciones infantiles pertenecen al cancionero soviético. Ese es el caso de “Que siempre brille el sol”, título de un espacio televisivo de los años ochenta.

Durante mi infancia veías soviéticos por todas partes, entraban y salían a Cuba con total libertad. Será por eso que en uno de los capítulos de los Simpson hay un cartel que reza: “Bienvenidos a Cuba. El Hawai de Rusia”.

CNNE 1381953 - 16 instantes de la primavera- el fin de la 3ra temporada
16 instantes de la primavera: el fin de la 3ra temporada
03:01 - Fuente: CNN

Crecimos en una isla del Caribe muy distinta a la URSS, donde maduraban mangos, no manzanas, donde llovía a cántaros, pero nunca nevó, y a pesar de ello, cuenta la leyenda popular, que como parte de los intercambios del Consejo de Ayuda Económica (CAME) nos llegó un grupo de implementos de limpieza que incluía modernas barredoras de nieve.

A los trece años participé en mis primeras clases de Preparación militar, sosteniendo, contra mi voluntad, un aterrador AK-47, fusil de asalto soviético, que hasta hoy resulta pesado en el cuerpo y la memoria de una niña. ¿Qué hace una adolescente cargando un arma de ese calibre? ¿Contra quién o contra qué nos entrenaban? ¿Acaso nuestros padres dieron permiso para que eso sucediera? Y a esas alturas… ¿importaba la palabra de los padres?

Lo cierto es que el 16 de abril de 1961, con la declaración del carácter socialista de la Revolución, anunciada por Fidel Castro en uno de sus largos discursos, emprendimos un viaje ideológico sin retorno hacia la Unión Soviética. Comenzó la dependencia económica, política, militar y cultural. Nos mantuvimos aislados, eclipsados en un limbo ajeno a nuestra idiosincrasia. Ese era el pago a cambio de la supervivencia. En 1962 vivimos uno de los momentos más álgidos de la historia contemporánea, siendo el escenario de la Crisis de los misiles, y aunque protagonizamos un conflicto que colocó al mundo al borde de una guerra nuclear, mantuvimos una relación de dependencia con los soviéticos, que se sostuvo hasta diciembre de 1991, momento de la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Repasando esta historia de subordinación económica, imposiciones, pactos, votaciones, acuerdos y apoyos internacionales, tramas ideológicas y fórmulas de aislamiento de un ex, que a 9.580 km de la isla nos observa, actuando con su sagaz estilo de marido maltratador, quien, a cambio de petróleo y comida, bien puede gobernar nuestros actos e imponer su voluntad. En medio del colapso económico, el diario de penurias y necesidades que vive el pueblo cubano, me pregunto: ¿cuál es el precio de volver? ¿Deberíamos regresar a esa dependencia castrante con un ex ruso formado en la KGB soviética? ¿Debemos decirle que sí a Putin? ¿Deberíamos seguir subtitulando, amordazando nuestras emociones, prioridades y responsabilidades como cultura y como nación?

¿Qué precio traerá esa relación al actual orden mundial?