Nota del editor: Aimee Phan es autora de “The Reeducation of Cherry Truong” y “We Should Never Meet”, libros sobre refugiados vietnamitas en la diáspora. Próximamente publicará dos novelas de fantasía para jóvenes adultos en Putnam. Enseña escritura en el California College of the Arts. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen exclusivamente a su autora.
(CNN) – Mientras crecía como una niña estadounidense de origen vietnamita, no vi muchos jugadores de fútbol que se parecieran a mí. Yo tampoco jugué nunca. Mis padres, refugiados vietnamitas, esperaban que mi hermano y yo nos concentráramos en la escuela en lugar de practicar deportes, que consideraban una distracción, un lujo que nuestra familia no podía permitirse. No es un pensamiento infrecuente entre los nuevos inmigrantes, sobre todo porque el fútbol en este país sigue considerándose en gran medida un deporte juvenil de élite que favorece sobre todo a los niños blancos acomodados de los suburbios, los que tienen los recursos para triunfar.
Sin embargo, a mi padre le encantaba ver los sucesos deportivos por televisión, especialmente el Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos, y se maravillaba ante las habilidades y logros de los atletas de élite. Pero era raro encontrar a un atleta asiático o asiático-estadounidense compitiendo a nivel internacional, así que cuando aparecían, me ponía nerviosa. Sabía que, les gustara o no, estos atletas que representaban a sus países no solo eran portadores de las esperanzas de sus pueblos, sino que también encarnaban sus ansiedades. Con tan pocas oportunidades disponibles para triunfar en la competición, nos dimos cuenta de que serían juzgados no solo por su desempeño individual, sino también (y de forma bastante injusta) por el potencial de su país en este deporte.
Hasta el día de hoy experimento esos “sudores de representación” o “rep sweats”. A medida que más atletas asiáticos alcanzan niveles internacionales, tienen el poder de derribar barreras, motivar a las federaciones deportivas de sus países para que proporcionen más recursos y animar a las generaciones de futuros jugadores.
Estas preocupaciones están muy presentes en mi mente ahora que la Copa Mundial Femenina de la FIFA 2023 está concluyendo la fase de grupos, con una emocionante mezcla de favoritas previsibles e inesperadas que avanzan a las rondas eliminatorias. A pesar de la diferencia horaria de los partidos que se juegan en Australia y Nueva Zelandia, nuestra familia ha seguido el torneo muy de cerca, haciendo un seguimiento de nuestras superestrellas favoritas, como la estadounidense Megan Rapinoe y la brasileña Marta, que disputan sus últimos Mundiales, y observando cómo otras jugadoras internacionales, como la japonesa Hinata Miyazawa, la jamaicana Khadija “Bunny” Shaw y la colombiana Linda Caicedo, arrasan sobre el terreno de juego.
Durante la última Copa Mundial Femenina de la FIFA en 2019, las estadounidenses dieron una golpiza a Tailandia por 13-0, un partido que actualmente ostenta el récord del partido de Copa Mundial, masculino o femenino, más desigual de la historia. Mi alegría inicial se había convertido en disgusto mientras las jugadoras estadounidenses celebraban sin descanso el triunfo sobre un equipo agotado y dolorosamente superado. Aunque comprendía que las experiencias y los recursos de los equipos eran muy diferentes, era difícil presenciar semejante paliza.
Como era de esperar, dados los sorprendentes resultados sobre el terreno en esta ocasión (incluidas las tempranas eliminaciones de Canadá, campeona olímpica, y Alemania, primera clasificada), mis reacciones han sido muy diversas.
Pero también han sido los llamados equipos “debutantes” los que han hecho que mi lealtad cambie en cada partido, especialmente al ver a jugadores de naciones asiáticas triunfar y fracasar en la escena internacional. Este año ha sido la primera vez que clasifica Vietnam, una de las ocho naciones debutantes, entre ellas Marruecos, la primera nación norteafricana o árabe en clasificar para la competición, y ahora, junto con Nigeria y Sudáfrica, una de las tres naciones africanas en superar la fase de grupos, la primera vez que eso ocurre en este torneo.
Ha sido maravilloso ver cómo mis propios hijos viven este torneo. Les está abriendo los ojos sobre cómo este deporte puede influir en las preocupaciones mundiales. Mi marido es seguidor del Tottenham Hotspur de la Premier League desde hace años y ha transmitido esta devoción a nuestros hijos. Su jugador favorito de los Spurs es la superestrella internacional coreana Son Heung-Min, idolatrado por mi hijo desde que empezó a ver la Premier League con su padre los fines de semana por la mañana cuando era pequeño. Reconozco que no me fijé en este equipo (cuyo apodo son los Lilywhites), hasta que el inmensamente popular jugador asiático se incorporó al club en 2015.
Pero no hay ninguna futbolista asiática que haya alcanzado el nivel de popularidad internacional de Son. Al menos, todavía no. Porque al igual que en prácticamente todas las demás profesiones, las futbolistas siguen luchando por la paridad en el apoyo y la compensación para igualar a sus homólogos masculinos, y la Copa Mundial Femenina ha vuelto a poner de manifiesto esta desigualdad. Las ligas profesionales de fútbol masculino siguen recibiendo la mayor parte del apoyo y la exposición. Solo un puñado de superestrellas del fútbol femenino son nombres conocidos, como la estadounidense Alex Morgan, la australiana Sam Kerr y la brasileña Marta, una de las pocas futbolistas de color destacadas y considerada por muchos la mejor futbolista de todos los tiempos.
La Copa Mundial Femenina se fundó hace solo 32 años, en 1991, y las federaciones de fútbol de todos los países necesitan ponerse al día para fomentar y apoyar a sus jugadoras. Para los países más pequeños, con aún menos recursos, estas desigualdades se hacen más dolorosamente evidentes en la escena mundial.
A mis hijos y a mí nos han conmovido otros giros dramáticos del torneo. Lloré cuando la selección nacional de Filipinas, la mayoría de ellas nacidas en Estados Unidos, celebró su victoria por 1-0 sobre el país anfitrión, Nueva Zelandia. Nos asombró el dominio absoluto de Japón. Mi corazón se aceleró al ver el video viral del equipo sudafricano cantando alegremente en el vestuario antes de su partido. Nunca olvidaré el momento en que la marroquí Nouhaila Benzina saltó al campo y se convirtió en la primera jugadora en competir con hiyab en este torneo mundial. Y sentí escalofríos cuando Jamaica, una selección que tuvo que recurrir a campañas de crowdsourcing - colaboración abierta- para apoyar sus preparativos para el torneo, echó a la poderosa Brasil, y a Marta, del torneo.
Ver estos partidos también ha sido muy personal. Cuando Estados Unidos se enfrentó a Vietnam en su partido inaugural, me sentí aliviado cuando las vietnamitas aguantaron y solo cedieron tres goles ante la favorita del torneo. Y aunque no pasaron de la fase de grupos, sé que muchos vietnamitas se sienten orgullosos de la primera participación de su país en la Copa Mundial.
Estas profundas conexiones, algunas individuales, otras de alcance internacional, son una gran parte de la razón por la que tantos espectadores, aficionados al fútbol o no, encuentran apasionante la Copa Mundial. Y en este torneo, la emoción se amplifica al ver a tantas mujeres de color protagonizando un acontecimiento deportivo de importancia mundial. Teniendo en cuenta las 16 selecciones que han sobrevivido a la siguiente ronda, con un número histórico de debutantes (entre ellas Sudáfrica, Jamaica y Marruecos), resulta estimulante pensar en cómo el fútbol va a aumentar su diversidad con sus éxitos.
Ver a jugadores que se parecen a ti es importante. Inspira a los niños a darse cuenta de que ellos también pueden jugar. Recuerdo ver a las patinadoras sobre hielo Kristi Yamaguchi y Michelle Kwan ganar medallas durante los Juegos Olímpicos de Invierno, y mi padre fantaseaba en voz alta con que yo podría ser así. Era una esperanza irracional, pero una esperanza al fin y al cabo. Un sueño fantástico de que todo es posible porque esos atletas lo habían demostrado.
Mis hijos no deberían tener que esperar cada cuatro años para ver a tantos futbolistas profesionales morenos y negros jugar en la élite. En la región del Área de la Bahía donde vive mi familia, los equipos de fútbol juvenil de nuestros hijos tienen más diversidad de la que hemos visto nunca a nivel profesional. Mi esperanza, alimentada por lo que he visto hasta ahora en la Copa Mundial Femenina, es que no tengan que esperar mucho más para ver a profesionales que se parezcan a ellos en los equipos de todo el mundo.