Nota del editor: Daniel Juri es un periodista argentino de amplia trayectoria que se desempeñó como jefe de la sección El país y editor de Política en el diario Clarín. Fue además director periodístico del diario Río Negro y productor y redactor de Radio y Televisión Española (RTVE). Actualmente es director periodístico de CNN Radio Argentina.
(CNN Español) – La comparación del nuevo fenómeno argentino con el resto del mundo se vuelve casi irresistible: Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nayib Bukele… Pero es sabido que las ciencias políticas no son una ciencia exacta e imponen algunos límites. Es cierto que Javier Milei, el hombre que venció todos los pronósticos y cambió el amanecer argentino en el día después de la elección primaria de candidatos presidenciales, es parecido a todos ellos. Pero también es cierto que su caso es muy diferente.
Sucede que Argentina no tiene la solidez y el andamiaje institucional de Estados Unidos, aunque tampoco es El Salvador en esa materia. No cuenta con los niveles de violencia que recorren las calles salvadoreñas, pero la inseguridad es uno de los principales reclamos ciudadanos en sus propias calles. La clase media brasileña tiene mucho en común con la argentina: ambas son motores de sus economías, pero las cuentas y finanzas del país del presidente Lula Da Silva distan mucho de los números de Sergio Massa, Cristina Kirchner y Alberto Fernández.
Hay algo más –y no es poco– que marca la diferencia de todos estos países con Argentina: el peronismo, que hoy se encuentra al frente del Gobierno. Un fenómeno político y sindical enraizado en toda la estructura nacional, que muchas veces llevó la democracia al límite en su afán por controlar y concentrar el poder, ya sea con fórmulas populistas de derecha como las de Carlos Menem en los 90 o de centroizquierda como las de los Kirchner, en los inicios del siglo XXI. Sus adherentes, militantes y funcionarios llegaron a pasar sin pudores ni escalas de derecha a izquierda. Así privatizaron, por ejemplo, la petrolera nacional YPF en 1999 cuando eran de derecha con el menemismo y la estatizaron en 2012 cuando coreaban consignas de izquierda con el kirchnerismo. Siempre, claro está, bajo la invocación del viejo y fallecido líder Juan Domingo Perón, bajo cuyas alas cabían tanto una como otra postura ideológica.
Pero por primera vez en 40 años de democracia, los motores del peronismo empezaron a fallar de verdad. Con todas sus imperfecciones y los afanes de limitarla por parte de los grupos corporativos de poder, este domingo la democracia le abrió las puertas a una fórmula inesperada y calificada ya de “fenómeno” por lo sorpresiva: la del autoproclamado “libertario” –en referencia al liberalismo económico– Javier Milei. La crisis de representación política que va y viene en estos tiempos por todos los confines del mundo se hizo sentir así en Argentina, agravada –o motivada– por el crack económico y de seguridad que afecta a todas las capas sociales de este país. Y, en ese contexto, el peronismo en el poder terminó viviendo el domingo la peor elección de su historia.
Nunca desde que volvió la democracia a Argentina en 1983, el partido surgido a la sombra de Perón obtuvo un nivel tan bajo de votos. Ni siquiera con el derrumbe económico posterior al ocaso de Menem, en 1999, cuando obtuvo el 38,28% de los sufragios.
Ni mucho menos tras el grito del “que se vayan todos” que se produjo luego de la crisis de 2001: dos años después, Carlos Menem y Néstor Kirchner –que competían con partidos diferentes, pero enarbolando ambos las banderas de Perón– sumaron juntos casi el 47% de las voluntades.
En la elección primaria de este domingo, todo el espectro de dirigentes peronistas –Sergio Massa, Juan Grabois y el cordobés Juan Schiaretti, que fue con partido propio– apenas reunió 31% del total de votos. “Dato mata relato”, dice una ingeniosa frase que circula en estos tiempos de posverdades y relatos míticos como los que comenzó a construir la política y que buscan maquillar y llenar de excusas los resultados que arrojaron las urnas.
Todo indica que el peronismo se quedó parado en el andén, viendo cómo el tren partía y los dejaba saludando desde abajo. Ni el aparato de Gobierno, ni la poderosa central sindical CGT (Confederación General del Trabajo), ni los intendentes que controlan a base de planes sociales y subsidios (la mayor parte de ellos discrecionales) los destinos de un conurbano bonaerense atravesado por la pobreza, el hambre y la miseria lograron esta vez subirlo al vagón del éxito. La realidad empezó a transitar por otro carril.
Muchos politólogos comenzaron a analizar en detalle la nueva geografía de la pobreza argentina, donde se entrecruzan el adolescente que sobrevive gracias al trabajo de reparto con su motocicleta en las barriadas pobres, con esa joven del Gran Buenos Aires, del conurbano profundo, que fabrica imitaciones de la camiseta de la selección argentina y las vende por internet. Apenas dos ejemplos de los innumerables perfiles que parecen haber quedado en estos nuevos tiempos fuera del radar del peronismo, que sigue ofreciendo sindicalización y planes sociales a cambio de apoyo. O una dirigencia supuestamente juvenil como la que integra la llamada Cámpora, conducida por dirigentes entrados en años y canosos que ya empiezan a mostrar las primeras arrugas en sus rostros.
El efecto Milei, que en principio se pensó que afectaría solo a Juntos por el Cambio, la agrupación de centroderecha que creó Mauricio Macri y entronizó a Patricia Bullrich como su candidata presidencial para octubre, terminó pisando fuerte en provincias y localidades bonaerenses que exudaron históricamente peronismo por todas sus calles. E irrumpió como un rayo láser entre los jóvenes desesperanzados y agobiados por las mañas de la vieja política. El efecto Milei también sacude por estas horas a la agrupación de Bullrich, a la que la cercanía y posibilidad de llegar al poder, con este derrumbe peronista, le vino jugando una mala pasada: creyeron que estas elecciones serían una autopista asfaltada hacia la Casa Rosada, pero terminaron convirtiéndose en una calle estrecha y llena de baches que ahora deben empezar a recorrer desde el segundo lugar en el que los dejaron los resultados electorales de las primarias.
Milei, uno de los nombres más repetidos por estas horas en Argentina, supo aunar toda la bronca, el malhumor y la impotencia de buena parte de una sociedad que se siente abandonada a su suerte por la política. Y a la que fragmentó de manera inteligente con consignas ingeniosas. Poco parecen saber sus votantes sobre las propuestas y la vida de Javier Milei, más allá de que vive rodeado de mascotas o de que propone una dolarización de la economía que pocos saben cómo piensa instrumentar.
Milei sabe dónde y cómo pegar en ese tema, ya que es un avezado economista, escondido detrás de esa máscara de “hooligan” que utiliza para condenar a la que denomina la “casta política” y convocar, en medio de insultos y gritos de guerra, a la libertad. Poco parecen importarles a sus votantes esos detalles o el cómo. Solo parece importar la bronca de quienes son víctimas de una economía que horada el día a día de una clase media cada vez más empobrecida, o directamente de aquellos que ven impotentes cómo se hunden en la miseria e incluso la indigencia sus padres, sus hijos, sus primos o sus vecinos.
Quedan unos 60 días de aquí a las elecciones presidenciales del 22 de octubre. Las primarias de este domingo fueron apenas un anticipo, una especie de plebiscito al que fue sometida la política argentina. Todavía queda un largo camino por recorrer, aunque parezca corto. Nada está dicho aún. Nadie se encuentra en condiciones de decir “esta boca es mía”, en esta Argentina compleja, pero, a pesar de todo, siempre emergente para sorpresa de muchos (o de todos).