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Nota del editor:  Steven Lubet es profesor emérito del Williams Memorial en la Facultad de Derecho Pritzker de la Universidad Northwestern. Es coautor de “Modern Trial Advocacy” y ha escrito muchos otros libros y artículos sobre ética legal y práctica jurídica. Las opiniones presentadas en este artículo le pertenecen exclusivamente a su autor.

(CNN) – La mejor defensa que tiene el expresidente Donald Trump contra su acusación en Washington por su participación en múltiples conspiraciones durante los acontecimientos del 6 de enero de 2021 gira en torno a su convicción, presuntamente sincera, de que realmente había ganado las elecciones presidenciales de 2020.

De acuerdo a la acusación, Trump y sus supuestos cómplices intentaron “anular los resultados legítimos de las elecciones presidenciales de 2020 utilizando afirmaciones a sabiendas falsas de fraude electoral para obstruir la función del gobierno federal mediante la cual se recogen, cuentan y certifican dichos resultados”.

La acusación utiliza la frase “a sabiendas falsas” otras 32 veces, subrayando que las diversas maquinaciones de Trump eran todas parte de un plan para permanecer en el poder a través de engaños y mentiras intencionales.

Sin embargo, el abogado defensor de Trump, John Lauro, dijo a NBC News, entre otras cosas, que Trump, que ha negado cualquier delito, “creía en el fondo de su corazón que había ganado esas elecciones”.

Ya tenemos una buena idea de cómo la fiscalía pretende probar su caso en el juicio. El escrito de acusación enumera más de 100 afirmaciones supuestamente falsas de Trump, con horas, lugares y testigos. Y no hay duda de que habrá más. La pregunta más difícil es cómo responderá Trump a un caso tan abrumador. Dado que los acusados de delitos penales no están obligados a presentar ninguna prueba en absoluto, y que la carga de la prueba recae en la acusación, Trump podría, en teoría, simplemente permanecer en silencio y confiar en su abogado para argumentar que la acusación no puede demostrar que sus declaraciones eran “a sabiendas” falsas.

En vista de ello, los abogados de Trump podrían aconsejarle que se mantenga alejado del estrado y evite los riesgos del contrainterrogatorio, pero el silencio y el recato no están en su naturaleza. Trump ya ha señalado que tiene la intención de montar una defensa agresiva, y rara vez, o nunca, ha dejado pasar la oportunidad de contar su historia de persecución por parte de lo que llama “el Estado profundo”.

Además, el propio Trump sería el testigo lógico de sus propias convicciones. Testificar, sin embargo, conllevaría muchos riesgos para él. Para empezar, al subir voluntariamente al estrado, Trump renunciaría a la protección de la Quinta Enmienda para no responder a preguntas cuyas respuestas puedan ser autoincriminatorias, exponiéndose así a un interrogatorio cruzado sobre todos los aspectos de los delitos imputados. No podría negarse a responder a las preguntas, como hizo más de 400 veces en una declaración tomada en la demanda civil del fiscal general de Nueva York sobre sus prácticas empresariales (caso en el que también ha negado cualquier delito).

El resultado sería devastador, probablemente. Como mínimo, Trump sería interrogado sobre cada una de las declaraciones falsas que se alegan en la acusación. Si negara haberlas hecho, es casi seguro que habría testigos de la acusación para contradecirlo.

Si mantiene que todas sus declaraciones son ciertas, habrá una montaña de pruebas que lo pueden contradecir. Y si siguiera insistiendo en que cree todo lo que dijo, sobre los electores “alternativos”, el hallazgo de 11.780 votos en Georgia y la autoridad de Mike Pence para rechazar votos electorales, su cascada de negaciones pronto se volvería evidentemente inverosímil.

A pesar de su dominio del escenario del debate, Trump ya ha demostrado ser un mal testigo, como se vio en el video de su declaración en la demanda por difamación y agresión por abuso sexual de E. Jean Carroll. Ese interrogatorio del abogado de Carroll, realizado con preguntas abiertas para descubrir pruebas y no como parte de un contrainterrogatorio en el estrado, fue en realidad relativamente suave en comparación con las preguntas capciosas que Trump puede esperar bajo el firme mando de un fiscal federal experimentado.

Además, tener a Trump en el estrado ayudaría a los fiscales a esbozar una narración clara de los hechos para los miembros del jurado. Por lo general, en los juicios, los distintos testigos declaran de forma fragmentaria sobre diferentes acontecimientos, lo que da lugar a un mosaico de pruebas que los fiscales solo pueden unir en su alegato final del juicio. En el contrainterrogatorio de Trump, sin embargo, los fiscales podrían confrontarlo con sus declaraciones falsas una tras otra, contando sin interrupciones toda la historia de la relación de Trump con sus propias palabras.

Y al renunciar a la Quinta Enmienda, Trump podría enfrentarse a una citación por desacato si se niega insistentemente a responder a determinadas preguntas. Eso podría dar lugar a lo que a veces se denomina cortésmente una “inferencia adversa” por parte de los miembros del jurado. El propio Trump hizo una vez esa inferencia, preguntando: “Si eres inocente, ¿por qué te acoges a la Quinta Enmienda?”.

La cosa empeora. Evidentemente, Trump también planea plantear la defensa del “consejo del abogado”, confiando en las garantías de sus abogados de que sus tácticas eran todas legales y, por lo tanto, negando la intención criminal.

Como Lauro dijo a NPR: “Recibió asesoramiento de un abogado muy, muy erudito sobre una variedad de cuestiones constitucionales y legales”.

Además, montar una defensa basada en el asesoramiento de un abogado significa renunciar al privilegio abogado-cliente. En otras palabras, John Eastman, Rudy Giuliani y toda la “pandilla de abogados chiflados”, como Mike Pence llamó a los que asesoraron a Trump, no podrían alegar confidencialidad si son citados por la fiscalía para testificar contra su antiguo cliente.

Los abogados, algunos de los cuales han sido identificados como supuestos cómplices no acusados, podrían acogerse a la Quinta Enmienda para sí mismos, pero eso solo socavaría la defensa de Trump. Por otra parte, la renuncia al privilegio también se aplicaría a cualquiera de los abogados que confidencialmente dijeron a Trump que había perdido las elecciones, haciéndolos disponibles para testificar en su contra, incluso a pesar de su objeción.

En cambio, los abogados de Trump podrían intentar establecer la defensa de su cliente a través del personal de la Casa Blanca, llamándolos a testificar sobre la inocencia de las convicciones de su jefe. Sin embargo, aun suponiendo que todavía haya empleados dispuestos a apoyarlo, los amigos de Trump no serían precisamente los testigos más convincentes.

Además, la mayoría de esos testimonios serían generalmente inadmisibles en virtud de la definición de la norma de los testimonios de oídas, que prohíbe que se aporten declaraciones extrajudiciales como testimonio para demostrar la veracidad de lo afirmado. Aunque habría una excepción para las declaraciones que demuestren el “estado de ánimo” de Trump, eso solo permitiría a los testigos testificar sobre las palabras reales de Trump. No podrían opinar sobre su veracidad o sinceridad.

Al final, Trump tendrá que hacer frente a la acusación clave: “A pesar de haber perdido, el acusado estaba decidido a permanecer en el poder. Así que, durante más de dos meses después del día de las elecciones, el 3 de noviembre de 2020, el acusado difundió mentiras de que había habido un fraude determinante en las elecciones y que en realidad él había ganado. Estas afirmaciones eran falsas y el Demandado sabía que eran falsas”.

Por una vez en su vida, Trump no puede contar con salirse con la suya.