(CNN) – Envuelto en una manta dentro de una tienda improvisada, Ahmed Arafat intenta mantener la calma mientras los sonidos de los drones militares de Israel resuenan en el cielo nocturno.
La manta roja y blanca fue uno de los pocos objetos que Arafat, un palestinoestadounidense de 26 años que vive en Gaza, pudo llevarse consigo cuando él y su familia huyeron de su casa en el barrio de Al Rimal de la ciudad de Gaza a principios de la semana pasada. Momentos antes de salir corriendo por la puerta, recibió un mensaje de texto del Ejército de Israel en el que se le informaba de que el edificio de cinco pisos en el que vivían era objetivo de un ataque aéreo.
No hacer caso de la advertencia conllevaba el riesgo de perder a su esposa, sus dos hijos pequeños y otros familiares que vivían en el edificio. No era una opción, dijo Arafat a CNN en una entrevista telefónica a primera hora del sábado. Mientras tanto, sus padres y hermanos esperan ansiosos junto al teléfono, a un continente de distancia, que les garanticen su seguridad.
Pero la advertencia se convirtió rápidamente en una realidad devastadora. Gran parte de Al Rimal, el una vez vibrante distrito comercial y epicentro social de la ciudad, quedó reducido a escombros. Los ataques aéreos casi constantes destruyeron casas, oficinas, escuelas y sitios de culto. No está claro cuántas personas murieron, pero los hospitales cercanos dijeron que estaban desbordados de víctimas.
“Han estado atacando todo. Es espantoso”, dijo Arafat. “En este momento solo están matando indiscriminadamente”.
Desde entonces, Arafat y su familia han estado huyendo de casa en casa, alojándose con amigos y familiares. Cuando una zona se vuelve demasiado peligrosa, escapan a otra. Pero no hay tregua.
“Hay múltiples bombardeos a nuestro alrededor”, dice Arafat, mientras el sonido de las explosiones interrumpe sus palabras. “Dura todo el día y toda la noche. No para”.
La familia de Arafat, que se aloja en una casa cercana abarrotada de mujeres y niños, forma parte de los cerca de 2 millones de palestinos atrapados en el territorio asediado, que está siendo bombardeado por el Ejército israelí en represalia por una operación mortal llevada a cabo por Hamas en Israel el 7 de octubre. Los combatientes mataron al menos a 1.400 personas y capturaron a casi 200 rehenes que se cree que están retenidos en Gaza.
Desde entonces, Israel declaró la guerra a Hamas, cortó el suministro de electricidad, combustible y agua al territorio; y lanzó una operación militar de tal envergadura que Ravina Shamdasani, portavoz de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, advirtió que está “conduciendo a una catástrofe humanitaria”.
Más de 2.750 palestinos han muerto en Gaza por los ataques israelíes, según informó el domingo el Ministerio de Sanidad palestino. Entre ellos se cuentan más de 700 niños.
“Es un genocidio… Nunca he visto una matanza a este nivel en mi vida”, dijo Arafat. “Están golpeando a la gente en sus casas sin avisarles”, añadió, diciendo que no todos los ataques israelíes van precedidos de un mensaje de texto como el que él recibió.
Sus hijos están angustiados. Para calmar sus nervios, les dice que los bombardeos son “estornudos volcánicos” y que no hay de qué preocuparse. Aunque su hija de 1 año es demasiado pequeña para cuestionar la explicación, teme que su hijo de 3 años sea demasiado mayor para creerse que la Tierra pueda escupir semejante carnicería.
“Sabe lo que está pasando”, dice Arafat, antes de añadir que su hijo se despierta cada pocas horas llorando por el ruido y los temblores provocados por los ataques.
Como padre, lo único que puede hacer es intentar que su familia vaya un paso por delante del próximo ataque militar, pero a menudo se pregunta: “¿Podré ver a mis hijos ir al jardín de niños?”.
“Nos sentamos junto al televisor y rezamos”
A más de 10.000 kilómetros de distancia, en Memphis, Tennessee, Anita Arafat está sentada en su casa con los ojos pegados a la pantalla del televisor.
“Nos sentamos junto al televisor y rezamos pidiendo la gracia de Dios y viendo cómo se derrumban estos edificios”, explica. “No puedo dormir. No comemos normalmente”. Le duelen los ojos y la cabeza de cambiar constantemente entre las pantallas de la televisión y el teléfono, añadió, en busca de cualquier noticia buena.
A veces, cuando Anita Arafat se siente especialmente inquieta, se levanta y camina de un lado a otro por la sala de estar, con el corazón angustiado por su hijo Ahmed Arafat, sus nietos y toda su familia.
Hace unos días hablaron por teléfono. Antes de colgar, Anita Arafat pidió a su hijo que recitara la shahada, la profesión de fe islámica que suele recitarse en momentos de grave peligro. Desde entonces, con la electricidad y la recepción poco fiables, solo ha recibido noticias de su bienestar a través de amigos y familiares.
“No teme a los israelíes”, afirma, pero le sigue preocupando que las tensiones vayan a más. “Teme por su mujer, sus hijos, su abuela y sus tíos. Pero Ahmed es fuerte, y viene de una familia fuerte”.
Anita Arafat tenía 16 años cuando conoció a su marido, Ashraf, en Ogden, Utah, donde el inmigrante palestino cursaba sus estudios universitarios. Se casaron ese mismo año y se trasladaron a Gaza, donde ella vivió más de 10 años, se enamoró de la cultura palestina y forjó amistades para toda la vida.
También tuvieron seis hijos, pero solo Ahmed Arafat permanece en Gaza.
“Crecí con esa gente”, dice Anita Arafat, que ahora tiene 54 años. “Me enseñaron a rezar; me enseñaron a hablar árabe. Y mi suegra me enseñó a cocinar. Me enseñó a ser esposa. Así que esos chicos, esas personas, no son solo mis suegros. Son mi familia”.
Habiendo vivido en Gaza durante tanto tiempo, esta maestra jubilada no es ajena a la guerra, pero ahora las cosas parecen diferentes. “Esta vez es evidente que Israel quiere borrar a Gaza del mapa”, afirma.
A ella y a su marido les inquietan especialmente las noticias de familias enteras asesinadas en sus casas, con los muros de concreto derrumbándose a su alrededor. No pueden soportar la idea de que su familia pueda ser la siguiente.
“Ha sido una semana estresante”, dijo Ashraf Arafat. “Estás pegado a la televisión. Y cuando tienes que ir a trabajar, te distraes con el teléfono. Mi teléfono está en mi mano 24 horas al día, 7 días a la semana”.
Este director de escuela de 58 años se pasa horas navegando por los chats de grupo de WhatsApp y Facebook en busca de noticias de Gaza. “No quiero perderme nada porque quiero saber si les pasa algo a mis hermanos, a mi madre, a mis tíos, a todo el mundo”, afirma.
“La gente de Gaza merece vivir en paz y en libertad”, añadió.
Por ahora, todo lo que Ashraf y Anita Arafat pueden hacer es ver las noticias y rezar por un alto al fuego.
Soñar con una vida sin preocupaciones
Ahmed Arafat empezó a trasladar a su familia de la ciudad de Gaza al sur después de que el ejército israelí notificara la semana pasada a más de un millón de residentes que allí sería más seguro.
Aunque el territorio abarca 362 kilómetros cuadrados, ha tenido que viajar despacio para asegurarse de que él y su familia no se separen y pueden ponerse a cubierto del aluvión aparentemente interminable de ataques aéreos israelíes. Cualquier decisión equivocada podría costarles la vida.
Como ciudadano estadounidense, Arafat espera poder llevar a su familia a Egipto a través de la frontera meridional de Rafah. El sábado, y luego el domingo, se informó que se permitiría el paso a los estadounidenses. Pero al llegar el sábado, eso resultó no ser cierto.
Este lunes, la oficina del primer ministro de Israel negó que hubiera un acuerdo para abrir el paso fronterizo de Rafah, mientras que Egipto ha echado la culpa del cierre continuado del paso a Israel. El domingo, el secretario de Estado de EE.UU., Antony Blinken, prometió que el paso “estará abierto” y que EE.UU. estaba trabajando con la ONU, Egipto, Israel y otros países para coordinar los esfuerzos de ayuda.
Las disputas diplomáticas y un ataque aéreo israelí que destruyó una carretera que conducía al paso fronterizo han paralizado la posibilidad de salir, dijo Arafat.
“Quizá pueda sacar a estos niños y a mi mujer, de lo contrario tendré que dar media vuelta”, dijo en un mensaje de texto desde la frontera. “Nada me gustaría más que darles una vida en la que no tengan que preocuparse por nada”.
Arafat tenía previsto acampar junto a una escuela, donde su mujer y sus hijos pueden cobijarse con decenas de otras familias, y soñar con cruzar la frontera, dice.
“Podrían ser semanas. Podrían ser días… Podría ser mañana por la mañana. Quién sabe cuánto tiempo. No lo sé”, dice.