Nota del editor: Frida Ghitis, exproductora y corresponsal de CNN, es columnista de asuntos mundiales. Es colaboradora semanal de opinión de CNN, columnista del diario The Washington Post y columnista de World Politics Review. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen únicamente a su autora. Ver más opiniones en CNN.
(CNN) – Desde el momento en que Vladimir Putin empezó a acaparar titulares hace unos 25 años, a los rusos se les dijo que su nuevo líder sería fuerte, que podrían confiar en él para mantenerlos a salvo.
Por eso cabría esperar que un fallo masivo de seguridad bajo su mandato, el catastrófico atentado del viernes en el Crocus City Hall, en el que un puñado de terroristas masacraron al menos a 139 personas en un auditorio a las afueras de Moscú, erosionara la imagen del presidente y debilitara su control del poder.
Sin embargo, la historia nos dice que eso no ocurrirá. De hecho, la historia tiene mucho que decirnos sobre lo que vendrá después. Y es que el improbable ascenso de Putin al poder y a un gobierno autocrático puede contarse casi como una historia de atrocidades terroristas aprovechadas para llevar a cabo maniobras políticas y militares destinadas a reforzar su dominio.
Cuando el presidente Boris Yeltsin, en decadencia, sacó a Putin del anonimato en 1999, en una época de turbulencias e inseguridad, y lo puso en camino de convertirse en presidente de Rusia y, como sabemos ahora, en el zar aparentemente permanente del siglo XXI, Putin se propuso deliberadamente mostrar su fuerza ante las cámaras, exhibiendo sus habilidades de judo o poniéndose los guantes de boxeo. En sentido literal y figurado, Putin estaba diciendo a los rusos, que pronto votarían en unas elecciones presidenciales, que él era el hombre que los protegería.
Se puede argumentar de forma creíble, como han hecho algunos, que sin el terrorismo Putin no habría llegado a la presidencia. Una vez en el cargo, atentado tras atentado le dieron el pretexto para desmantelar la democracia ladrillo a ladrillo. Ahora, todo el poder fluye de él, no del pueblo, y no se permite que sobreviva ninguna alternativa o contrapeso a su gobierno unipersonal.
Por eso, aunque ISIS se adjudicó la matanza de Crocus, publicando videos como prueba, todo apunta a que será Ucrania la que acabe pagando el precio, junto con el pueblo ruso, cuyas libertades se restringen sistemáticamente más con cada atentado terrorista que tiene éxito.
El terrorismo, por decirlo sin rodeos, beneficia a Putin. Tanto que personas con conocimiento de causa han acusado a su aparato de seguridad de orquestar algunos de los atentados. Putin niega cualquier implicación.
Mientras los rusos lloran la última y horrible pérdida de vidas, sería de esperar que afecte significativamente a la posición de Putin, dado que la embajada de EE.UU. en Moscú había advertido públicamente de la existencia de extremistas con “planes inminentes de atentar contra grandes concentraciones”, incluidos “conciertos”.
EE.UU. tiene la encomiable costumbre de hacer públicas las alertas sobre atentados terroristas incluso cuando tienen como objetivo a sus adversarios. En medio de las tensas relaciones con Washington, Putin rechazó la advertencia, criticando a Estados Unidos por tratar de “intimidar y desestabilizar nuestra sociedad”. Si hubiera escuchado, quizá decenas de civiles rusos muertos por los atacantes estarían vivos hoy. La lentitud de la respuesta de los servicios de seguridad hace aún más estremecedora la negligencia.
Cuando el viernes aparecieron por primera vez las imágenes de las llamas disparándose hacia el cielo, seguidas de videos de hombres armados acribillando a la multitud, las redes sociales estallaron con teorías conspirativas. Es algo habitual hoy en día, pero en el caso de Rusia tiene un historial único.
Pensemos en los primeros días del gobierno de Putin.
Cuando Yeltsin lo nombró primer ministro en agosto de 1999, la televisión rusa mostró a Putin golpeando a sus oponentes en el tatami de judo y prometiendo aplastar a los separatistas musulmanes que causaban estragos en Chechenia y otros lugares.
Un mes más tarde, empezaron a estallar bloques de departamentos, hechos que terminaron con la vida de cientos de personas. Los rusos estaban aterrorizados. Pero Putin, que había sido jefe del FSB, sucesor del KGB, antes de convertirse en primer ministro, prometió que pondría fin a la matanza.
El Gobierno culpó inmediatamente a los chechenos, y Putin prometió perseguir a los terroristas, ordenando el envío de miles de tropas a Chechenia. En una frase ahora famosa, prometió: “Los capturaremos sobre el inodoro. Los eliminaremos en el retrete”.
En 2000, Putin ganó unas elecciones presidenciales aplastantes.
Dos días después de aquella cruda declaración, la policía detuvo a un grupo de hombres que introducían bolsas en un bloque de departamentos de la ciudad de Riazán, en el oeste de Rusia. Las bolsas, analizadas, contenían explosivos de gran potencia y un detonador. Los hombres eran agentes del FSB. El gobierno no tardó en desestimar la impactante noticia de que, al parecer, se había sorprendido a agentes de seguridad en el proceso de volar un edificio de viviendas.
El jefe del FSB, Nikolai Patrushev, afirmó que las bolsas estaban llenas de azúcar y que los hombres estaban realizando un ejercicio. Patrushev, por cierto, dirige ahora el Consejo de Seguridad Nacional y, como escribí recientemente, es un posible sucesor de Putin.
Alexander Litvinenko, exespía del FSB, culpó a Putin de los atentados con bomba en los departamentos antes de morir por una dosis de polonio radiactivo, un asesinato que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos atribuyó al gobierno ruso y que una investigación del gobierno británico concluyó que “probablemente” había sido dirigido por el FSB. Muchos otros han hecho la misma acusación sobre los atentados, afirmando que Putin no habría ganado la presidencia sin ellos y que el FSB de Putin lleva a cabo actos terroristas en lugar de resolverlos. El Kremlin rechaza las acusaciones.
Los atentados terroristas continuaron, y cada vez, a pesar de la evidencia de que Putin no protegía al pueblo ruso, conseguía salir fortalecido.
El mundo entero contuvo la respiración en 2002 cuando los radicales chechenos tomaron el teatro Dubrovka de Moscú con 850 personas en su interior. Al cuarto día, las fuerzas de seguridad bombearon un gas en el edificio, lo que provocó la muerte de al menos 130 rehenes, y asaltaron el edificio y mataron a los terroristas. Posteriormente, Rusia promulgó leyes antiterroristas que restringieron drásticamente la libertad de los medios de comunicación, lo que ayudó a Putin a controlar con mayor eficacia la información que reciben los rusos.
El más desgarrador de todos los atentados terroristas se produjo dos años después en Beslán, cerca de Chechenia, cuando terroristas chechenos tomaron una escuela llena de niños y padres, más de 1.000 personas. Fue una escena atroz que conmovió a un mundo angustiado. No está claro qué o quién causó finalmente las explosiones que acabaron con el asedio matando a más de 330 civiles, la mayoría menores de edad.
Tras el atentado, Putin introdujo reformas que pusieron fin a las elecciones locales de los gobernadores regionales, alegando que ayudaría a combatir el terror. Lo que hizo fue convertir a los gobiernos regionales en dependientes de Putin, no de sus ciudadanos.
No es de extrañar que, tras la masacre de Crocus del viernes, Putin intentara vincular la catástrofe con Ucrania, o que cuando los cuatro sospechosos detenidos comparecieron ante el tribunal fueran forzados por hombres enmascarados, con los rostros de los sospechosos golpeados e hinchados, uno de ellos en silla de ruedas, a raíz de unos videos que parecen mostrar la tortura de los sospechosos.
Dirigiéndose al pueblo ruso, sin mencionar a ISIS, Putin afirmó sin pruebas que los sospechosos planeaban escapar a Ucrania, donde “se les preparó una ventana”.
Ucrania rechazó airadamente la acusación, manteniendo que no tenía nada que ver con el ataque. Estados Unidos reiteró que “ISIS es el único responsable”, y el Reino Unido advirtió que Rusia estaba “creando una cortina de humo de propaganda” y utilizando el ataque para defender su “absolutamente malvada invasión de Ucrania”.
Tres días después del desastre, Putin declaró finalmente que “islamistas radicales” llevaron a cabo el ataque, pero siguió implicando a Ucrania sin pruebas.
Lo que probablemente venga a continuación es el aprovechamiento de la tragedia por parte de Putin en su beneficio. Podemos esperar una represión continua y draconiana de la disidencia interna, controles más estrictos de los medios de comunicación y de la expresión privada, y una intensificación de la campaña contra Ucrania; tal vez una nueva movilización nacional.
El atentado terrorista fue un fracaso clamoroso del presidente y su régimen. Revela sus debilidades y vulnerabilidades, y muchos rusos lo saben. Pero, al menos a corto plazo, es probable que le haga más fuerte, espoleando aún más la represión e intensificando el pie de guerra del país.