(CNN) – Un mes después de que Rusia invadiera Ucrania en 2022, el historiador Yuval Noah Harari hizo una audaz afirmación que parecía delirante.
Harari hizo esta afirmación en un ensayo sobre el heroísmo del pueblo ucraniano. Elogiaba al asediado presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, que se negó a huir de su país cuando la muerte parecía segura, diciendo a sus posibles salvadores que necesitaba munición, no un viaje. Se maravilló ante los soldados ucranianos de la Isla de las Serpientes, superados en número, que dijeron a un buque de guerra ruso “váyanse a la mi**da”, y ante los civiles que bloquearon los tanques rusos con sus cuerpos.
“En última instancia, las naciones se construyen sobre historias”, dijo Harari, autor de “Sapiens: A Brief History of Humankind”. “Cada día que pasa añade más historias que los ucranianos no solo contarán en los oscuros días que se avecinan, sino en las décadas y generaciones venideras… Este es el material con el que se construyen las naciones. A largo plazo, estas historias cuentan más que los tanques”.
Pero hay otro tipo de historias que están ganando terreno en Estados Unidos: las que pueden hacer que una nación se desmorone. La nueva película de moda, “Civil War”, que ha recaudado más de US$ 100 millones en todo el mundo en taquilla, es el ejemplo más reciente de una tendencia inquietante: parece que ya no sabemos contar historias bien elaboradas que contrarresten las que describen la democracia estadounidense como condenada al fracaso.
En “Civil War”, los tanques pisotean la democracia. La película describe un futuro cercano en el que Estados Unidos está desgarrado por la secesión de regiones y la violencia de las milicias. Presenta a un líder fascista en la Casa Blanca, un intento de golpe de Estado y estadounidenses que se matan despreocupadamente en las calles. Un crítico la calificó de “intento muy directo del guionista y director Alex Garland de imaginar lo inimaginable en Estados Unidos”.
Es difícil imaginar otro futuro para EE.UU. si tenemos en cuenta la popularidad de películas como “Civil War”. La mayoría de las historias sobre el estado de Estados Unidos que ganan adeptos en la cultura popular son las que acaban en su fracaso. Son lo contrario de las historias esperanzadoras y unificadoras que cualquier país necesita para superar tiempos difíciles.
“Civil War” forma parte de un creciente género de entretenimiento que, tomando prestada una frase del expresidente Donald Trump, podría llamarse “carnicería estadounidense”. Películas y programas de televisión distópicos como “The Walking Dead”, “The Purge”, “The Hunger Games”, “The Handmaid’s Tale” y “The Last of Us” imaginan un futuro infernal en Estados Unidos desencadenado por un colapso medioambiental, político o cívico.
Los thrillers distópicos no tienen nada de malo. Sirven de advertencia y son tan antiguos como el libro del Apocalipsis. Pero los mensajes que envían pueden ser más peligrosos que la violencia representada en pantalla: El colapso de la democracia es inevitable. Los estadounidenses nunca podrán trascender su tribalismo. La resistencia es inútil.
Algo va mal cuando producimos historias sobre superhéroes vestidos de licra que se unen en diferentes galaxias para salvar el universo, pero no podemos contar una historia popular que muestre a los estadounidenses uniéndose para salvar a nuestro país.
“Casablanca” ofrece una lección a los estadounidenses de hoy
Antes no era así. Hubo otra época en la que la democracia en Estados Unidos estaba amenazada, y los cineastas respondieron haciendo películas conmovedoras destinadas a levantar el espíritu de los estadounidenses y equiparlos para las batallas que les esperaban.
Pensemos en “Casablanca”, la película clásica de 1942. Es la prueba de que se puede contar una historia apasionante sobre el patriotismo sin caer en la ñoñería o el aburrimiento. En la película, Humphrey Bogart interpreta a Rick, el cínico propietario de un club nocturno marroquí al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. La película se recuerda hoy en día por sus frases clásicas (“Aquí estaré mirandote, niña”; “Siempre nos quedará Paris”; “Reúne a los sospechosos habituales”).
Sin embargo, hay otra frase clásica pronunciada por Rick: “Yo no me juego el cuello por nadie”, que apunta a razones más profundas por las que se hizo “Casablanca”. La película se sitúa antes de Pearl Harbor, cuando muchos estadounidenses no querían involucrarse en un conflicto europeo. La maquinaria de guerra nazi de Adolf Hitler parecía imparable. El fascismo marchaba por todo el mundo. El futuro de la democracia parecía sombrío.
Rick responde a la inminente crisis con apatía y cinismo. Pero cuando su antiguo amor, interpretado por la actriz Ingrid Bergman, entra en su club una noche, no solo reaviva su romance, sino también su idealismo.
“La película era un grito de guerra patriótico que afirmaba un sentido de propósito nacional”, escribió Cristóbal S. Berry-Cabán en un ensayo. “La película enfatizaba el esfuerzo de grupo y el valor de los sacrificios individuales por una causa mayor. Presentaba la Segunda Guerra Mundial como una guerra popular, en la que un grupo diverso de personas y orígenes étnicos se unen, se ponen a prueba y se moldean para formar una fuerza dedicada a luchar contra el fascismo”.
Otras películas de la época tomaron decisiones narrativas similares. El legendario director de Hollywood Frank Capra filmó una serie de siete películas patrióticas durante la Segunda Guerra Mundial titulada “Why We Fight”, que movilizaba a los estadounidenses en la lucha contra el fascismo.
El artista Frank Sinatra, modelo de la masculinidad estadounidense de mediados del siglo XX, protagonizó un cortometraje titulado “The House We Live In”. Hoy sería calificado de “woke” (usado para describir a personas que despertaron a las cuestiones progresistas y están alertas a las injusticias). En la película, Sinatra interviene cuando ve a un grupo de jóvenes persiguiendo a un chico judío. Les dice que “la religión no hace ninguna diferencia, excepto para un nazi o alguien estúpido”. La película fue finalmente seleccionada por la Biblioteca del Congreso por su importancia “cultural e histórica”.
Sinatra grabaría más tarde una canción con el mismo título que la película, que interpretaría a lo largo de su carrera. Incluía versos como “Los rostros que veo. Todas las razas y religiones. Eso es Estados Unidos para mí”.
Otras películas de la época de la Segunda Guerra Mundial como “Don’t be a Sucker”, que hacía hincapié en la tolerancia racial y religiosa en Estados Unidos, enfatizaban el mismo mensaje. Se hizo viral después de la manifestación neonazi de 2017 en Charlottesville, Virginia.
Esas películas en blanco y negro pueden parecer anticuadas e idealistas en un Estados Unidos que ha pasado por la guerra de Vietnam, Watergate, el 11-S y el 6 de enero. Pero un país necesita una historia unificadora como un ser humano necesita oxígeno.
“Las historias son esenciales para mantener unida a una nación”, afirma Kermit Roosevelt III, historiador y autor de “The Nation That Never Was: Reconstructing America’s Story”. “Tienes que tener algo que motive a la gente a hacer sacrificios por la nación. Si vas a luchar en una guerra, tienes que tener gente dispuesta a dar su vida. Pero más a menudo pedimos a la gente que se sacrifique por los demás, que soporte cargas, promueva la justicia y ayude a los menos afortunados”.
Eso no significa que volvamos a los días en que se hacían torpes películas de propaganda. Pero Roosevelt dice que debemos tener en cuenta que la mayoría de las historias contienen algunos elementos de propaganda.
“Tenemos la idea de que la propaganda es mala o la ideología es mala”, dice Roosevelt. “Pero creo que la historia y la educación son inherentemente ideológicas, y ahí hay una perspectiva y estás tratando de impartir lecciones”.
Lo que unió a Reagan y Obama
Algunos de los líderes políticos más dotados de Estados Unidos conocían bien esa lección. Dos de los presidentes más influyentes de los últimos tiempos -Ronald Reagan y Barack Obama- eran maestros de la narración. Contaron historias que hicieron que los estadounidenses creyeran en la democracia, en los demás y en el futuro de su país.
Las habilidades de Reagan se pusieron de manifiesto cuando, en su discurso de despedida, contó una historia sobre la vitalidad de Estados Unidos que recordaba a “The House We Live In” de Sinatra. Dijo que la fuente de la grandeza de Estados Unidos eran los inmigrantes.
“Mientras otros países se aferran al rancio pasado, aquí en Estados Unidos insuflamos vida a los sueños”, dijo Reagan. “Gracias a cada oleada de recién llegados a esta tierra de oportunidades, somos una nación siempre joven, siempre rebosante de energía y nuevas ideas, y siempre a la vanguardia, siempre liderando al mundo hacia la siguiente frontera. Esta cualidad es vital para nuestro futuro como nación”.
El expresidente Obama citó su historia personal como una razón para creer en Estados Unidos, a pesar de la historia del país de no estar a la altura de sus ideales. Hijo de madre blanca de Kansas y padre negro de Kenia, Obama dijo que su trayectoria hasta la prominencia nacional era una prueba de que el sueño americano era posible.
“Estoy aquí sabiendo que mi historia forma parte de la gran historia estadounidense, que tengo una deuda con todos los que vinieron antes que yo y que, en ningún otro país de la Tierra, mi historia es posible”, dijo durante su discurso en la Convención Nacional Demócrata de 2004, que acabaría catapultándole a la Casa Blanca.
Es fácil descartar la narrativa de Reagan y Obama como producto de hábiles redactores de discursos. ¿Qué candidato no llama grande a Estados Unidos o promete que todo es posible en la tierra de los libres y el hogar de los valientes?
Pero la figura política estadounidense dominante de los últimos años no suele contar historias tan unificadoras sobre su país. El expresidente Trump acuñó el término “carnicería estadounidense” durante su discurso de investidura de 2017. Él describe rutinariamente un Estados Unidos que se parece más al estado fallido representado en la película “Civil War”, con su declaración en enero de que “somos una nación en declive, somos una nación en decadencia”.
Contar ese tipo de historias no ha parecido perjudicar a Trump más de lo que perjudicó a los creadores de “Civil War”. Y, a decir verdad, las historias de la grandeza estadounidense pueden sonar huecas a los descendientes de los estadounidenses esclavizados, a los japoneses-estadounidenses internados durante la Segunda Guerra Mundial, y a los consternados hoy por políticos y jueces que desprecian las normas democráticas.
¿Cómo podemos contar en la actualidad una historia que no ignore la brutalidad de la historia estadounidense, pero que al mismo tiempo inspire esperanza para el futuro?
Hay otra figura del pasado que puede ayudarnos.
Defender emocionalmente la democracia
Walt Whitman, el escritor del siglo XIX apodado “el poeta de la democracia”, dijo que Estados Unidos era su mayor poema. A través de la poesía, Whitman hizo lo que muchos parecen incapaces de hacer hoy: convirtió la democracia multirracial y multirreligiosa de EE.UU. en algo visceral y emocionante, no en una lección de civismo.
En “Songs of Myself”, Whitman describió vívidamente a Estados Unidos como “la nación de muchas naciones” y dijo de sí mismo y de su país: “De todos los colores y castas soy, de todos los rangos y religiones”.
Si leemos a Whitman hoy, nos sorprenderá su amplia definición de lo que significa ser estadounidense. No excluye a nadie: trata con igual reverencia al “barquero y almejero, al granjero, al diácono, al esclavo fugitivo, a la prostituta y al presidente, porque cada átomo me pertenece a mí como el bien te pertenece a ti”.
El historiador Ian Beacock dijo que Whitman ofrece una respuesta a quienes se preguntan cómo defender la democracia frente a las historias que predicen su desaparición. Sugiere que adopten el enfoque de Whitman: “Exponer un argumento emocional a favor de la democracia que atraiga tanto a los que ya poseen poder como a los que aún no lo tienen”.
Empieza por ser honesto sobre el atractivo de otros modos de gobierno, como el fascismo, dice.
“Es obvio que ser libre e igual es mejor que ser dominado”, escribió Beacock. “Pero ¿es mejor que dominar? Ejercer el poder sobre los demás también es un sentimiento seductor, aunque oscuro y peligroso”.
Muchas democracias simplemente “se deshacen” porque sus ciudadanos se vuelven complacientes, afirma Beacock. La democracia es difícil de mantener debido a sus constantes demandas de compromiso. La gente suele buscar alternativas que parezcan menos laboriosas, afirma.
Whitman contaba historias sobre la democracia que despertaban los sentimientos de la gente, no solo su intelecto, dice Beacock.
“Esta es quizá la principal contribución de Whitman al pensamiento y la práctica democráticos: el recordatorio de que los defensores de la democracia no deben descuidar los sentimientos políticos (‘La lógica y los sermones nunca convencen’) y que el autogobierno debe apelar al corazón humano si quiere durar mucho tiempo”.
Necesitamos una nueva forma de contar la historia de Estados Unidos
Una vez le preguntaron al filósofo austriaco Ivan Illich cuál era la forma más revolucionaria de cambiar una sociedad. Respondió:
“Ni la revolución ni la reforma pueden en última instancia cambiar una sociedad, más bien hay que contar una nueva historia poderosa, una tan persuasiva que barra con los viejos mitos y se convierta en la historia preferida, una tan inclusiva que reúna todos los retazos de nuestro pasado y nuestro presente en un todo coherente, una que incluso arroje algo de luz sobre nuestro futuro para que podamos dar el siguiente paso…”.
La forma en que los estadounidenses de 2024 decidan contar su historia nacional es objeto de debate. Sin embargo, lo que no debería ser objeto de debate es la necesidad de tales historias. ¿No es hora de que contemos una nueva historia de un futuro Estados Unidos en el que la Casa Blanca no arda en llamas y los ciudadanos no se maten unos a otros?
El éxito de taquilla de “Civil War” asegura, sin embargo, que es probable que nos lleguen más historias de “carnicería estadounidense”. Aunque la película no toma partido político, amplifica el mismo mensaje que los autócratas de Rusia y China transmiten con su propaganda: Estados Unidos está irremediablemente dividido y degenerado, y la democracia está condenada.
Quizá sea hora de redescubrir lo que los estadounidenses de otra época sabían. Esas viejas películas en blanco y negro sobre lo que hace especial a Estados Unidos pueden parecer cursis ahora. Pero comprendían que hay que defender la democracia no solo con tanques, sino con historias conmovedoras que resuenen en las generaciones venideras.
Si creen que la democracia está amenazada en Estados Unidos, encuentren un “nuevo cuento poderoso” que nos inspire a creer que tiene futuro.
Pero no nos cuenten trivialidades ni nos des una lección de civismo.
Cuéntennos una historia.
John Blake es redactor jefe de CNN y autor de “More Than I Imagined: What a Black Man Discovered About the White Mother He Never Knew”.