(CNN) – En los 12 años que llevo viviendo en Cuba, he hecho todo tipo de filas.
Filas para comprar comida, filas para pagar facturas, filas simplemente porque la gente hacía fila para algo por lo que quizá valía la pena hacer fila.
Pero ahora estaba en una fila para algo inesperado: embarcar en un buque de guerra ruso atracado en el puerto de La Habana.
Cuando un diplomático ruso me dijo que a partir del jueves la fragata Almirante Gorshkov ofrecería visitas guiadas al público durante tres días, me mostré algo escéptico.
El Gorshkov es uno de los buques más modernos de la flota rusa, capaz de disparar misiles hipersónicos que viajan a más de 9.600 km/h. Me costaba imaginar que el preciado barco del presidente Vladimir Putin estuviera abierto para que cualquiera pudiera verlo.
Cuando el Gorshkov llegó a Cuba el miércoles, lanzó una ensordecedora salva de 21 disparos. Los cubanos respondieron con cañonazos desde una fortaleza del siglo XVIII que domina el puerto y que los españoles habían construido para proteger la ciudad de los piratas. Con la fragata llegaron un remolcador de rescate, un buque de combustible y el Kazan, un imponente submarino de propulsión nuclear.
El Ministerio de Defensa cubano afirmó que ninguno de los barcos portaba armas nucleares y que no representaban “una amenaza para la región”, refiriéndose claramente a Estados Unidos.
Pero para muchos cubanos, la visita del mayor convoy de buques en años de su viejo aliado de la Guerra Fría parecía un regreso al pasado, sobre todo ahora que Moscú y Washington están cada vez más enfrentados por la guerra en Ucrania.
“Nunca pensé que vería un submarino ruso tan de cerca”, dijo un cubano a mi lado mientras esperábamos en fila a la vista de los cuatro buques. Estábamos frente a la terminal portuaria de La Habana que, apenas unos años antes, se había llenado de cruceros estadounidenses, hasta que el entonces presidente Donald Trump prohibió sus visitas a la isla en 2019.
Aunque se había formado una fila, no estaba claro si alguno de los que esperábamos allí iba a subir a bordo. Pasó una hora bajo el abrasador sol cubano.
“Nos estamos asando aquí fuera”, me dijo una mujer con un bebé que estaba cerca. Los cubanos son campeones en lo de hacer fila y me preocupaba no tener nada más para mostrar de mi estancia fuera del puerto que una quemadura de sol cada vez peor.
Finalmente, un oficial de la Marina cubana vestido con un reluciente uniforme blanco salió a hablar con nosotros y me puso la mano en el hombro.
“Pueden subir a bordo, pero deben dejar atrás cualquier objeto punzante, como cuchillos, tijeras o rasuradoras”, dijo.
Dos agentes de seguridad del Estado vestidos de paisano empezaron a pasar los números del carné de identidad de todo el mundo por una base de datos en sus teléfonos.
Entregué mi carné, en el que figuraba mi lugar de nacimiento en Estados Unidos, a uno de los agentes que parecía demasiado joven para afeitarse. Miró mi carné y se dirigió a su colega mayor para pedirle consejo.
“¿Dejamos subir a bordo a residentes extranjeros?”, preguntó.
El oficial de más edad, que llevaba una gorra de béisbol de los New York Yankees, asintió y luego pasó los datos de mi carné por la base de datos.
“Puede seguir”, dijo.
En el interior del puerto, junto a un detector de metales, unos marineros rusos vestidos con uniformes azul oscuro esperaban para llevarnos a bordo del Gorshkov a un grupo de unas 20 personas.
Delante del buque, los marineros habían colocado un cartel en inglés que declaraba que el “objetivo principal” del Gorshkov eran las “operaciones de combate contra buques de superficie y submarinos enemigos”.
Los marineros rusos hablaban más inglés que español y yo traducía de vez en cuando para ayudar a los demás miembros de nuestro grupo, que eran todos cubanos. Nos dijeron que podíamos filmar y todos sacaron inmediatamente sus teléfonos inteligentes para hacer videos y selfies.
Empezamos en el enorme helipuerto del barco y luego caminamos por la proa. Cada pocos metros había un marinero ruso vigilando.
En la parte delantera del barco, uno de los marineros me mostró un sistema antimisiles que se utilizaría en el improbable caso de que nos atacaran. Pregunté por el enorme cañón y el marinero me respondió que podía disparar proyectiles a una distancia de 23 kilómetros.
Un nivel más arriba, donde parecía haber equipos de comunicaciones sensibles, un soldado ruso con equipo táctico y un fusil de asalto a su lado nos miraba.
Desde la proa podíamos ver sin obstáculos el Kazan, un submarino de 130 metros de eslora que se adentraba en el puerto.
Noté que uno de los marineros rusos observaba el cielo azul y las aguas tranquilas que nos rodeaban.
“Cuba good?”, le pregunté.
“Cuba good”, respondió riendo, y me hizo un gesto con el pulgar para arriba.
La guerra en Ucrania ha degradado gravemente la flota rusa y ha vuelto a enfrentar a Estados Unidos y Rusia en bandos opuestos de un sangriento conflicto. Para un marino ruso, Cuba podría ser la mejor opción que hay en estos días.
Desembarqué del buque de guerra ruso en La Habana con la sensación de que la Guerra Fría no parecía un recuerdo tan lejano, cuando vi una alerta parpadear en mi teléfono.
Era un anuncio de que el Pentágono acababa de enviar su propio submarino de ataque nuclear al otro lado de la isla: la base naval estadounidense de la bahía de Guantánamo (Cuba), a poco más de 800 kilómetros de donde están atracados los barcos rusos.